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Crítica de la crisis de Estado y de legitimidad en Cataluña

Fuentes: Rebelión

De la crisis abierta en Cataluña y, por ende, de la que se ha abierto de forma simultánea con efectos distintos en el resto del Estado se pueden extraer diversas y distintas conclusiones. En primer lugar se podría decir que constituye una situación política extraordinaria y excepcional que se encuentra sometida a innumerables e incontables […]


De la crisis abierta en Cataluña y, por ende, de la que se ha abierto de forma simultánea con efectos distintos en el resto del Estado se pueden extraer diversas y distintas conclusiones. En primer lugar se podría decir que constituye una situación política extraordinaria y excepcional que se encuentra sometida a innumerables e incontables presiones y que tiende a ser, por ello, para la misma izquierda incluso un diálogo de sordos, como ha ocurrido a lo largo de tantos otros procesos políticos pasados y recientes. Pero hay una serie de factores que hacen del escenario catalán interesante para el análisis: el primero es que el Govern (y dentro de él ERC y la CUP fundamentalmente) se muestran hartos del inmovilismo de un Estado español gobernado por Rajoy y el PP, por lo que han optado únicamente «por las malas», dentro de una dicotomía de «o por las buenas o por las malas». Con dicha estrategia se podría buscar ejercer fuerza y presión para obligar al Estado a negociar; aunque es una interpretación que se auto-descarta, pues se ha manifestado en diversas ocasiones que lo que se busca conseguir una mediación internacional con el fin claro por parte del Govern de terminar por realizar una declaración unilateral de independencia (DUI), pasando incluso por alto la votación de la misma en el Parlament y/o la realización de un referéndum pactado como manera de conseguir afirmar la soberanía del pueblo de Cataluña y su libertad bajo la forma de una República catalana independiente.

Pero las consecuencias de dicha estrategia consisten en desarrollar la tensión política, por así decirlo, del conflicto entre Cataluña y el Estado central. Es una estrategia que se piensa a sí misma, digamos, como capaz de conducir a la realidad por un razonamiento cuyo desarrollo no hará sino convencer y «hacer entrar en la razón independentista» (y también en «la razón anticapitalista» en el caso de la CUP) a la mayor parte de la ciudadanía de Cataluña. Pero el problema fundamental es que la sociedad ni la realidad razonan «de cualquier manera», al menos si se entiende a ésta, a la razón, desde un punto de vista crítico en el que la razón no signifique cualquier cosa y en la que, ni la totalidad ni la Historia sean las que razonen por sí mismas. La sociedad podrá bajo ciertas circunstancias concretas y especiales razonar; pero no es algo que haga por sí misma, ni tampoco bajo cualesquiera formas. Porque la sociedad si puede razonar no lo hace nunca de la forma adecuada por o mediante «las malas». Pero pretenderlo, es decir, pretender que, aún empleando malas formas, el resultado será sin duda mejor que lo que hay, implica en el fondo confundir a la razón con la realidad y la justicia como un destino histórico que llegará más pronto que tarde o más tarde que pronto, tanto si los medios empleados para conseguirlo se corresponden con las formas correctas o con las incorrectas. Creo que lo anterior es un claro error en el que hay demasiados errores implícitos, aunque procuraré analizar los que considero fundamentales.

El primero de dichos errores podría decirse que consiste en que la alternativa política sea un instrumento para la desestabilización del régimen del 78 y polarización social como instrumento para conseguir la hegemonía frente a un régimen que se reduce «a nada» o a casi nada en cuanto a validez democrática y legitimidad; y al que se le niega también de plano la posibilidad de forzarlo a cambiar, negociar y consensuar la reforma ambiciosa de sus cimientos desde una nueva mayoría social; tratándose, por el contrario, incluso de «un destruir, para luego poder cambiar» antes que «reformar primero, para luego así poder construir y cambiar lo que deba de ser cambiado». El problema es que se niegan demasiadas cosas de plano con dicha estrategia y la primera de ellas es el marco general de coacción y de obligación que imponen las Leyes aprobadas de forma democrática (es decir, lo que nuestras sociedades dicen de sí mismas ser, más allá de que en la práctica sean los poderosos y los que tienen la sartén por el mango los que se la salten casi de forma continuada y/o representen una excepción frente a ellas).

Pero el problema es que pretender desde una cierta o relativa marginalidad democrática (como podría decirse incluso que es el 47,8% de los votos en unas elecciones autonómicas) daría «derecho» a ir más allá del Derecho -incluyendo en éste al Derecho Internacional- es sentar un desacertado y nefasto precedente mediante el que las leyes bajo determinadas circunstancias excepcionales y/o extraordinarias podrían (es decir, sería legítimo) que no surtieran efecto o que no se debieran de cumplir. Eso es, más bien, sentar un oscuro y tenebroso precedente bajo la forma de excepción a las reglas del juego universales representadas por las Leyes y el Derecho . Pero una excepción sobre la que no hay garantía alguna de que termine por convertirse en «la regla general» sin mantenerse siempre dentro de los límites de dicha excepcionalidad. El problema, también, es que el independentismo no es o no ha sido una clara mayoría social que estuviera ya sólidamente construida; sino que se pretende utilizar «el procés» y los excesos del Estado central para llegar a consolidar dicha mayoría de corte independentista. Aunque la realidad es que «las malas» formas nunca tienen porqué conducir a «las buenas» como resultado o desenlace; sino que lo que sucede o lo que puede suceder es, más bien, al contrario.

Podría decirse que todo reside en un cierto nihilismo político relativamente común a la izquierda real basado en la pretensión política de «reducir a nada» (o lo que es lo mismo, a cero de validez), al menos lo que en el terreno de la teoría nuestras sociedades contemporáneas dicen ser; una «nada» a la que se reduce tanto cualquier manifestación positiva e injusta del ordenamiento jurídico como también una de las mejores expresiones del Derecho como pueda ser la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A la primera de ellas se le contrapone su injusticia, pero a la última se le opone su falta o ausencia de realidad o de materialidad; todo lo cual resulta enteramente desacertado, porque hay que distinguir lo que nuestras sociedades dicen ser y lo que son realmente cuando tienen la oportunidad de serlo, es decir: cuando no hay una alternativa política que les denuncie y les desmienta rotundamente la retórica discursiva en la que se ha convertido el Derecho y las Leyes, las cuales aparecen, aparte de interpretadas de forma torticera y parcial, muy rígidas en cuanto a su procedimiento de reforma desde la marginalidad de las alternativas políticas, siendo su cumplimiento efectivo cada vez más la excepción que la norma. Las Leyes podrán cumplirse más o menos, podrán ser más o menos justas en su positividad; pero las leyes tienden a demarcar una serie de deberes generales o comunes para todos los sujetos independientemente de quién se trate, y pretendiendo por lo general no dejar cabos sueltos que puedan convertirse en excepciones (y, por tanto, injustas, al ir en contra de las reglas del juego generales o universales que delimita el Derecho).

Pero el ejercicio político que parece estar presente en el escenario o tablero catalán no es el de la centralidad del tablero; sino el de la anulación del tablero mismo sobre el que se da un puñetazo con la falsa idea de que debe ser reducido «a nada» en cuanto a legitimidad y democracia; dando así origen a un orden enteramente nuevo sobre el que se desconoce todo porque pertenece al futuro, pero un régimen acerca del que, no obstante, se tiene una más que dudosa certeza de que será más democrático y libre. El problema es que la democracia sin Derecho (es decir, sin reglas del juego) no es garantía por sí misma de nada y de hecho, sin haber un marco legal o constitucional anterior de respeto por los derechos fundamentales. Porque sin una « Constitución republicana » -como diría Kant-, la garantía se corresponde con que una democracia como la ateniense pueda condenar a muerte a un pobre viejo como Sócrates por la ausencia de un marco constitucional que proteja la vida y tantos otros derechos fundamentales como tienen los seres humanos independientemente de cuál o cuáles sean su condición o condiciones aparte de la de ser persona (e incluso por encima de la condición de ser o haber sido inhumano en sus actos probados judicialmente).

Pero dar un golpe sobre el tablero pensando desestabilizar al régimen vigente sin tener toda la legitimidad posible detrás de sí y actuando «de cualquier manera» conduce más bien a una cierta irracionalidad fruto de un materialismo dialéctico o lógico que solamente algunos parecen alcanzar a entender; pero que conduce precisamente a consolidar, al menos en el resto del Estado, a quienes proponen la reacción más dura (C’s) frente a la acción independentista como comienzan a apuntar las encuestas. Pero no sólo eso, la crisis catalana ha eclipsado cualquier otra cuestión política, y ha sumido en el olvido la salida social a la crisis y el fin de las políticas de austeridad.

La izquierda real y las alternativas políticas a lo existente creo que no debieron nunca dejar de pensar en aportar soluciones políticas; más que pensar en una suerte de lógica de los conflictos políticos en base a una concepción de la realidad que tiende a confundir el devenir de la realidad con los caminos de la razón y de la justicia, ya sea ésta presente o futura. Pero dicha estrategia representa un planteamiento y un cálculo de cómo se queda dentro de una cierta lógica política del desastre; un desastre que supondría el art.155 y que se buscaría por parte, en este caso, de la misma izquierda real por tacticismo ; pero en el que no hay ninguna certeza posible y sobre el que se albergan ilusiones y esperanzas infundadas de la razón. También por lo que sabemos del desastre que, como dijo Naomi Klein, el capitalismo desde aproximadamente los años 70 en los que se produjo la contraofensiva neoliberal funciona mucho mejor o, mas bien, necesita funcionar en base de la lógica del desastre (es decir, desde la excepcionalidad del momento concreto). Por lo que estimo que la aludida izquierda real nos hace y, al mismo tiempo, se está haciendo a sí misma un flaco favor promoviendo un escenario político en la que le ha dejado de importar actuar mediante las formas correctas y buenas que logren conseguir una relativa unanimidad política en el conjunto del Estado en torno a una solución que una al Derecho con la democracia en Cataluña que pasase por la negociación, el pacto y el diálogo comprometidos que nos alejen de la cerrajón de unos y otros, del desastre de una intervención del Estado en Cataluña y de «la lógica irracional» que se le pretende asociar al procés de forma claramente desacertada.

Porque la realidad ha sido, por el contrario, que en un mundo altamente irracional como en el que vivimos -aunque con ciertas y notables posibilidades para la razón-, una fragilidad muy débil nos habría librado, en nuestro país, de no tener un escenario político dominado por el populismo de ultraderecha xenófobo como el Frente Nacional francés, el alemán o el austriaco. Creo que es un deber de todos y de todas no terminar de tirarla enteramente por la borda y olvidarla para no volver a acordarse de ella.

Jesús García de las Bayonas Delgado es filósofo

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.