El periodista Karlos Zurutuza ha logrado burlar el bloqueo impuesto por Turquía y secundado por el Gobierno kurdo -presionado por EEUU-, y ha llegado a las montañas del Kandil refugio-retaguardia de la lucha armada del PKK por los derechos del pueblo kurdo. KURDISTÁN-. La aviación turca bombardea, la guerrilla se mueve y los civiles del […]
El periodista Karlos Zurutuza ha logrado burlar el bloqueo impuesto por Turquía y secundado por el Gobierno kurdo -presionado por EEUU-, y ha llegado a las montañas del Kandil refugio-retaguardia de la lucha armada del PKK por los derechos del pueblo kurdo.
KURDISTÁN-. La aviación turca bombardea, la guerrilla se mueve y los civiles del Kandil se convierten en las víctimas colaterales del conflicto. Mientras tanto, el Gobierno kurdo de Irak bloquea el paso a los periodistas ante las presiones de Turquía y USA. Y es que las «operaciones transfronterizas» de Ankara son, ante todo, secretas.
«El bloqueo se puede evitar, os podemos traer hasta aquí arriba», afirmaba categórico por teléfono el responsable de prensa del PKK. El «bloqueo» al que se refería este hombre, que responde al nombre en clave de Roj, no es sino la red de puestos de control del Gobierno autónomo de Kurdistán Sur dispuesta lo largo de la carretera que sube al macizo del Kandil, «aquí arriba». El flujo continuo de periodistas hacia las plazas fuertes del PKK era más de lo que Ankara podía soportar así que ésta decidió presionar a los kurdos de Irak, con la ayuda del amigo americano. Desde el pasado diciembre apenas ningún medio ha podido dar voz al maquis kurdo, ni tampoco fe de lo que el Ejército turco está haciendo en territorio oficialmente iraquí.
Pero Roj estaba en lo cierto: El bloqueo se puede evitar. El viaje desde la sureña ciudad de Suleymania dura seis horas. A tres de nuestro destino final cambiamos de conductor antes del primer checkpoint, y de vehículo, tras el siguiente. Las cámaras, trípodes y demás enseres comprometedores comparten hueco con aperos de labranza, mucho más discretos, y en otra furgoneta, por supuesto.
El último puesto de control se salva a través de un camino de montaña imposible que pone a prueba la pericia de nuestro conductor y la paciencia de todos. Tras atravesar un río sin puente y un valle cuya ladera norte está controlada por el PDK de Barzani y la sur por el PUK de Talabani, nuestro chófer nos indica que estamos ya «en territorio de Apo (seudónimo con el que se conoce a Abdulah Ocalan)», o lo que es lo mismo, bajo control del PKK.
Un lugar en ninguna parte
«No vais a visitar ningún campo porque ya no los hay. La guerrilla está totalmente movilizada y en alerta máxima», nos indica Roj, ya en persona pero con la misma rotundidad de antes. Al parecer, aquellas imágenes de los guerrilleros kurdos ejercitándose en campamentos perfectamente abastecidos son ya sólo visibles a través de «Youtube».
«La situación ha cambiado mucho desde 2006 pero hemos sabido adaptarnos. La última operación en Hakkari (Kurdistán Norte) es buena muestra de ello», añade este hombre menudo en un inglés perfecto.
Es posible que la hospitalidad kurda aumente en proporción a la altura, ya que al poco de llegar somos invitados a comer por una familia local. Entre generosos platos de pollo con arroz y litros de dau, el yogur líquido local, el enlace de prensa del PKK nos pone al corriente de las medidas de seguridad a observar durante nuestra estancia. Entre otras, destaca la de no sacar fotos de la guerrilla que puedan indicar su situación; todas aquellas localizadas en un lugar fácilmente identificable.
«Los turcos lo bombardearían inmediatamente -asegura Roj-. No tenéis más que ver el estado en el que se encuentra esta aldea». Evidentemente, conviene también no mencionar el nombre del lugar donde nos encontramos. Y es que la guerrilla se mueve constantemente, pero los civiles que quedan prefieren no tener que abandonar sus casas. Abdula, nuestro anfitrión, ha sido testigo de los últimos bombardeos sobre esta pequeña aldea de apenas 30 casas.
«La mitad de las familias del pueblo ha huido tras perderlo todo. Otros lo han hecho simplemente por el temor a nuevos bombardeos», explica este lugareño, que se resiste a abandonar su casa de adobe y su rebaño de 100 cabras.
Mashir no tuvo tanta suerte como Abdula. Tras escapar milagrosamente de un bombardeo nocturno que redujo su casa a escombros, se refugia hoy junto a sus tres mujeres y sus 19 hijos en una improvisada cabaña a escasos 100 metros de su antigua vivienda. Han perdido casi todos sus objetos personales, pero también todo su dinero para pagar la prótesis de su hija Sozan. La joven perdió su pierna aquella noche.
«El invierno se acerca y no tenemos dónde ir. ¿Por qué se permite esto? ¿Dónde está el Gobierno kurdo de Irak? ¿Y Europa?», se queja Mashir amargamente, antes de invitarnos a comprobar el estado en el que se encuentra el hospital del pueblo. Un tabique blanco junto a un cráter en el que se aloja un proyectil aún sin estallar es todo lo que queda del hasta hace poco único centro de salud en muchos kilómetros a la redonda.
«Venía gente desde Zangasar y Qaladiza», recuerda Mashir. «Era pequeño pero el mejor equipado de toda la región». Según parece, el hospital fue puesto en marcha por Medya, una enfermera alemana que decidió unirse a la guerrilla kurda a finales de los noventa tras conocer que su propio Gobierno suministraba las armas con las que Ankara exterminaba a los kurdos.
Moral a prueba de bombas
Roj asegura que Medya sigue viva aunque desconozca por completo su paradero. La obligada discreción sobre su situación hace que la guerrilla descarte el uso de teléfonos por satélite («muy peligrosos»). Las comunicaciones internas se realizan mediante walkie-talkies, y en ocasiones por teléfono móvil. La cobertura se recupera nada más acercarnos a cualquiera de las antenas parabólicas junto a las humildes casas de madera y adobe de las aldeas locales.
A simple vista, la relación entre guerrilla y lugareños parece cordial. La convivencia diaria hace que se intercambien saludos y alguna que otra taza de té, siempre y cuando la aviación turca lo permita. No obstante, la guerrilla evita en la medida de lo posible el contacto con los civiles para mayor seguridad de estos últimos.
Uno de los combatientes se ha acercado a la casa para llenar un termo de agua caliente. Se llama Bewar («sin tierra» en kurdo) y nos invita a acompañarle por un sendero hasta el lugar donde se encuentran sus cinco compañeros, dos mujeres y tres hombres. A nuestra llegada, interrumpen el mantenimiento de sus fusiles kalashnikov y se incorporan para saludarnos con un apretón de manos. Todos visten el mismo uniforme, color verde oliva; un buzo de pantalones bombachos y un chaleco de bolsillos. No llevan insignias ni distintivos de rango , por lo que resultan aún más llamativos los cinturones del ejército iraquí de tres de ellos.
«Somos guerrilla, lo aprovechamos todo», se justifica Bewar con una sonrisa.
«Tengo 26 años y llevo cuatro en las montañas. Nací en Kobani, Siria», continúa el joven mientras prepara el té para todos. Se calcula que el 20% de los miembros del PKK procede de ese país. Sin duda, el más conocido entre ellos es Bahoz, el mismísimo líder del HPG (el aparato militar del PKK).
«Estamos convencidos de que la solución al problema kurdo ha de comenzar por Turquía, por eso estamos aquí», añade una compañera de Bewar llegada hace dos años, y que responde al nombre de Kurdistá. Al igual que el resto del grupo, no ha dormido en una cama desde que dejara atrás su Damasco natal.
Mehmet dice haberse acostumbrado a la dureza de la vida en las montañas. Llegó desde Diyarbakir pero nació en una pequeña aldea de Sirnak, uno de los miles de pueblos arrasados por el ejército turco durante los años ochenta y los noventa. Junto a él se sienta Rebwar, natural de Hakkari, donde, en sus propias palabras, «el número de Jandarmas y Komandos es casi equiparable al de las cabezas de ganado». La última en hablar es Azmin, una kurda de Dersim de apenas 20 años. A pesar de su sólido discurso ideológico, deja entrever que se enroló en la guerrilla a los 16 para huir de un matrimonio acordado por sus padres. No será la primera ni tampoco la última.
La conversación transcurre fluida entre tazas de té cargadas de abundante azúcar. Y es que, además de elemento socializador por antonomasia de Oriente Medio, la ubicua infusión constituye también el único aporte de glucosa, imprescindible para un guerrillero en constante movimiento. En las montañas no hay camas, pero tampoco pasteles.
A pesar de las dificultades, este pequeño grupo de guerrilleros asegura tener la moral alta. Celebran que hace escasos días derribaron un helicóptero Cobra y, un poco más tarde, un caza F16 con la ayuda de cañones antiaéreos Dotchka. No obstante, el PKK es una guerrilla al uso por lo que su arma más efectiva es la movilidad de sus unidades por un terreno que conocen a la perfección.
«Ankara acaba de prorrogar por un año más lo que llama operaciones transfronterizas pero saben que nunca podrán acabar con nosotros», asegura Bewar. «El Kandil es nuestra casa, conocemos al milímetro cada uno de sus rincones y sabemos dónde escondernos», subraya.
Paradójicamente, el joven guerrillero reconoce sentir lástima por muchos de los soldados turcos con los que se ve obligado a combatir. «Algunos no son más que reclutas sin ninguna experiencia, muchos de ellos kurdos como nosotros. Los traen en helicópteros Blackhawk y se quedan paralizados por el miedo nada más aterrizar. Pero esto es una guerra, o ellos o tú», sentencia Bewar, justo antes de ingerir su cuarta dosis de glucosa.