En 1815, José de San Martín tuvo un gesto de estadista, hoy medio olvidado. Estaba en el Cuyo preparando la campaña de los Andes, o sea pensando a lo grande, a lo continental. Fue la época en que escribe el famoso bando que nos llama a pelear si hacía falta sin uniforme, con lo que nos «tejan nuestras mujeres» o directamente «en pelotas, como nuestros paisanos los indios». Es que lo que importaba era ser libres, el resto era cosa de contadores.
Y en ese estado de ánimo y a ese nivel de política, San Martín se contactó con los mapuches que todavía controlaban Mendoza al sur de la capital y les pidió permiso para cruzar sus territorios rumbo a Chile. Les explicó su gesta, los contagió, los trató como compatriotas. Los loncos le contestaron que sí, por supuesto, que pase.
San Martín nunca volvió al país y nunca lo gobernó, con lo que su idea de tratar a las primeras naciones como vecinos y paisanos no prosperó allá arriba, donde se toman las decisiones. El indio fue gradualmente construído cada vez más como un otro irreductible, un salvaje violento y bruto, puro instinto y apetito. Ni la figura magnífica de Calfucurá alcanzaba para hacerle creer a la clase dirigente que los mapuches hacían política, como ellos. Ni la habilidad militar de los hombres de lanza impresionaba: eran «orgías de sangre» y no ataques planeados y con un razonamiento previo.
Para cuando Julio Argentino Roca llegó a ministro de Guerra y preparó su campaña final, ya se sabía que la campaña iba a ser final. Roca elogió a Rosas en plena cámara de Diputados, explicando que la tenía clara cuando invadió con todo los territorios indios, en lugar de seguir el valsecito de ataques limitados, tratados y paciencia. Había que tomar lo que faltaba de Buenos Aires, bajar al sur desde Mendoza, San Luis y Córdoba, tomar la Patagonia. Había que aprovechar que ya estaba clara la superioridad técnica del armamento militar, probada en campañas anteriores. Y había que aprovechar la crisis interna de los mapuches, con Calfucurá muerto y sin un liderazgo unificado.
El ataque fue en 1879 y fue una sorpresa hasta para los organizadores. El frente mapuche se desplomó, los combates que se planearon como previos a la guerra en serio resultaron definitorios. Las bajas fueron escasas y las batallas pocas. Mil hombres de lanza cayeron peleando y por primera vez en la historia de la frontera, se rindieron muchos más. La Comisión Científica que acompañaba a los milicos informó que se habían capturado 2320 guerreros, además de la «chusma», como se decía en la época a las chinas y los guríes, 10.539 en número. Esa zona del oeste del Puel Mapu, la tierra media, tenía una población de unos quince mil mapuches. Según los «científicos», no quedaba un mapuche libre.
La guerra con las primeras naciones siguió hasta 1886, ya de baja intensidad, un arreo de algunos grupos que resistían y una mayoría desarmada. Los que alcanzaron a escaparse cerro arriba, a tierras que no quería el huinca, siguieron una vida en la que al menos les dejaron el idioma. Ni a Chile se podía cruzar, porque de ese lado habían arrancado la «Pacificación» de su Patagonia. El resto se encontró atrapado en un paradigma inexorable: el Estado había decidido que la solución final al Problema Indio era borrarlos como entidad. Integrarlos, aculturarlos, «civilizarlos».
Los primeros en encontrarse en esta tenaza fueron los prisioneros tomados por Roca y sus generales, perfectamente inermes. Un grupo numeroso fue inmediatamente enviado a trabajar a las cosechas en Cuyo y en el NOA, «asignados» a terratenientes viñateros y azucareros. Otros quedaron confinados en al menos cuatro campos de concentración, incluyendo uno bastante grande en Malargüe. Un inmigrante galés dejó una carta contando que un campo que él vio era simplemente un potrero cercado por alambre tejido de gran altura, sin ninguna habitación. Ese alambre era toda una novedad en la época y el galés se acercó a verlo. Se encontró con los prisioneros que le mendigaban algo de pan. Hasta había uno que sabía alguna que otra palabra en galés…
Más de tres mil prisioneros fueron llevados a punta de bayoneta hasta la costa, unos mil kilómetros, en una Marcha de la Muerte de las peores. El que no podía más era ejecutado, a cuchillo o a bala. El que se retobaba era mutilado, incluyendo la castración. Se sabe que los soldados se sirvieron de las cautivas como botín de guerra.
Los que llegaron a la costa fueron embarcados en lo que hubiera a mano, en las condiciones que fuera, y llevados a Buenos Aires. Algún genio de las relaciones públicas tomó a algunas decenas de cautivos y los hizo desfilar por el Centro, cargados de cadenas, para anunciar el triunfo de armas. La gente miraba, excepto por un grupo de anarquistas que aplaudió a los indios y gritó «los bárbaros son los que les pusieron las cadenas».
Los hombres fueron llevados a la isla Martín García, donde murieron en masa. En el barrio chino descansan en fosas comunes. Las mujeres y los chicos fueron traídos de vuelta a la ciudad, donde fueron regalados como sirvientes. El aviso de arriba fue publicado en toda la prensa de la época, anunciando que el 5 y 6 de octubre se repartirían «indios menores de edad» y chinas, aclarando que era gratis. El reparto fue en el viejo hotel de Inmigrantes, aunque hubo otro de lo más simbólico al pie de la barranca de lo que luego sería la plaza San Martín, justo donde estaba el viejo Mercado de los Ingleses, dedicado a rematar esclavos. Otro detalle: el anuncio es del ministro de Guerra, el mismísimo Roca.
Las escenas fueron terribles. El diario El Nacional relató que «la desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres sus hijos para en su presencia regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano unos se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, la madre aprieta contra su seno al hijo de sus entrañas». Los «clientes» no se inmutaron, y cada uno que quisiera se llevó su indio o india.
Las mujeres eran colocadas como domésticas con la advertencia de que «las infelices» no tenían las «gracias de la civilización» y había que «adaptarlas». Los chicos fueron entregados a comerciantes para que hicieran trabajos brutos, porque carecían «por completo» de educación. La única condición que aparece en el reparto de siervos es que los chicos no pueden ser enviados al exterior.
Y esto es lo notable del proyecto «civilizatorio», que no pide ningún esfuerzo civilizatorio. El Otro que es el indio es considerado inferior y en el nuevo esquema servil es puesto en el lugar apropiado, el de sirviente. Si aprende el castellano y la señal de la cruz, como para cumplir, mejor. Pero lo importante es que aprenda a trabajar como quiere su nuevo dueño.
Roca se negó terminantemente a crear un sistema de reservaciones, como hicieron los norteamericanos. Los generales, y los políticos, consideraban imprescindible eliminar el liderazgo indígena, el lonco. La idea era dispersar y aislar a los sobrevivientes, evitar que pudieran siquiera «hacer una demanda en grupo». Todavía en 1896 se discutía el tema y el general Eduardo Pico escribía que darle tierras comunes a los mapuches «sería retrogradar a la época en que el cacicazgo sustraía a la población indígena al contacto con la gente civilizada… Las tribus no pueden, no deben existir, dentro del orden nacional».
Los esclavos, se entiende, sí tienen contacto «con la gente civilizada».
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/711657-cuando-restauramos-la-esclavitud