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Los últimos avatares de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández

Cuatro poetas fieles a la República

Fuentes: Kaos en la Red

Desde 1958, los restos del poeta, que se negó a poner los pies en la España de Franco, descansan al lado de Zenobia en el camposanto de Moguer, inmortalizado en su ‘Platero y yo’ Lorca se convirtió en el máximo símbolo del sacrificio de su pueblo, víctima inocente de la vesania fascista. Nunca un escritor […]

Desde 1958, los restos del poeta, que se negó a poner los pies en la España de Franco, descansan al lado de Zenobia en el camposanto de Moguer, inmortalizado en su ‘Platero y yo’

Lorca se convirtió en el máximo símbolo del sacrificio de su pueblo, víctima inocente de la vesania fascista. Nunca un escritor ha sido tan lloradoEl director del reformatorio permitió que desfilasen los presos delante del poeta[Machado] fue amortajado en una sábana porque así lo quiso José al interpretar aquella frase que dijera Antonio a propósito de las pompas innecesarias de algunos enterramientos

Cuando murió Machado, según referiría Matea Monedero, «tuvieron que sacar el cadáver alzándolo sobre la cama donde mamá Ana estaba inconsciente». El poeta estuvo de cuerpo presente en la habitación de al lado. «Luego fue amortajado en una sábana, porque así lo quiso José al interpretar aquella frase que un día dijera Antonio a propósito de las pompas innecesarias de algunos enterramientos: ‘Para enterrar a una persona, con envolverla en una sábana es suficiente».

«Apenas habían sacado el cuerpo sin vida de Antonio», continúa Matea, «y por una de esas cosas que asombran, mamá Ana tuvo unos instantes de lucidez. Nada más volver en sí miró hacia la cama de Antonio y preguntó, como si la naturaleza la hubiera avisado de lo sucedido, con voz débil y angustiada: ‘¿Está Antonio? ¿Qué ha pasado?’. Y José, conteniéndose como pudo, le mintió diciendo que ya sabía que Antonio estaba enfermo y que se lo habían llevado a un sanatorio. ‘Allí se va a curar’, le dijo. Recuerdo que mamá Ana le dirigió una mirada en la que se veía que no aceptaba ninguna de aquellas palabras. Luego cerró los ojos y tres días después moría. Estoy segura de que en aquellos tres minutos de lucidez se dio cuenta de que su hijo había muerto».

José también estaba seguro de ello (aunque sitúa el «momento de lucidez» dos días después). «¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha pasado?», preguntaría la madre al ver la cama de Antonio vacía. Y escribe José: «Traté en vano de ocultárselo. Pero a una madre no se la engaña y rompió a llorar ¡como una pobre niña!». (…)La noticia de la muerte del célebre poeta español se ha propagado en los medios de comunicación, y van llegando a Colliure muchos españoles y franceses que quieren dar el pésame y participar en el entierro. Entre ellos, el ex ministro socialista de Gobernación Julián Zugazagoitia, compañero de Machado en la redacción de La Vanguardia (que será fusilado por Franco en 1940). Las autoridades galas, al tanto ya de la importancia del poeta, permiten que 12 soldados pertenecientes a la Segunda Brigada de Caballería del Ejército español y recluidos en el sombrío Castillo Real de Colliure -entonces prisión estatal- salgan para llevar a hombros, en dos grupos, el ataúd.

El entierro es estrictamente civil, y de una sobriedad acorde con el pensamiento y la manera de ser del poeta.

La comitiva se pone en marcha a las cinco de la tarde. Cuando el ataúd baja por la escalera del hotel Bougnol-Quintana va envuelto en la bandera republicana que ha cosido durante la noche Juliette Figuéres. (…)Poco después se coloca una placa en el nicho del poeta tan generosamente cedido por María Deboher. Dice, con un laconismo digno del creador de Abel Martín y Juan de Mairena: «Ici repose. Antonio Machado. Mort en exil. Le 22 février 1939». (…)

El bello texto elegiaco de Juan Ramón Jiménez

La muerte de Machado provoca en Juan Ramón uno de los textos elegiacos más bellos jamás escritos en español… y una de las semblanzas más profundas que tenemos del poeta sevillano. J. R. J. sabe cuánto al amigo desaparecido le había acompañado, desde su infancia, la angustia de la muerte -«tuvo siempre tanto de muerto como de vivo, mitades fundidas en él por arte sencillo»-, y le ha conmovido enterarse de que cruzó la frontera rodeado de su pueblo, «humilde, miserable, colectivamente, res mayor de un rebaño humano perseguido». «Toda esta noche de luna alta», sigue Juan Ramón, «luna que viene de España y trae a España con sus montes y su Antonio Machado reflejados en su espejo melancólico, luna de triste diamante azul y verde en la palmera de rozona felpa morada de mi puertecilla de desterrado verdadero, he tenido en mi fondo de despierto dormido el romance Iris de la noche, uno de los más hondos de Antonio Machado y uno de los más bellos que he leído en mi vida». (…)

Lorca, asesinado por los fascistas en Granada al principio de la guerra. Y ahora, cuando la fratricida contienda toca a su fin, Machado, muerto de dolor en el exilio de Colliure. ¡Qué pena más honda! ¡Qué rabia!

Las críticas de Juan Ramón a otros escritores, antes, durante y después de la Guerra Civil, eran a veces duras. Él siempre insistió en que sólo decía la verdad como él la veía y entendía, sin querer herir a nadie. Y ello por la necesidad, inexcusable en él, de ser fiel a sí mismo, que, poeta de vocación, vivía por, en y para la poesía. El autor de Platero y yo creía que el auténtico poeta era el que tiene «voz en pecho», no «voz en cabeza». Consideraba que las voces de Jorge Guillén y Pedro Salinas eran «de cabeza», y lo decía, abiertamente (lo cual no equivalía a denigrarlas). No podía ver a José Bergamín. Y lo decía. Despreciaba a León Felipe. Y lo decía. Tampoco le cayó en gracia, al principio, Pablo Neruda. Pero Juan Ramón era de los que saben rectificar. Lo hizo en el caso de Neruda y se lo dijo en una carta de 1942, a la cual el chileno, conmovido, contestó desde México, DF.

Los Jiménez, con Estados Unidos ya en guerra (¿no se lo había dicho?), viven ahora en Washington, donde el poeta ha ofrecido sus servicios al Departamento de Estado. Desde la España de Franco le llegan de vez en cuando recortes de prensa con insidiosos ataques. El 3 de febrero de 1945 había publicado en El Español de Madrid una semblanza de un amigo suyo, el ex vicepresidente de Estados Unidos Henry A. Wallace. Provoca la rabia de Gaspar Gómez de la Serna, que desde Informaciones acusa al poeta de haber vivido ajeno a las realidades sociales de su país, de tener un lenguaje vacío de sentido, de ser un «superpoeta puro». «Por lo visto ha vuelto a forrar de corcho su habitación», termina con sorna la arremetida, «y sigue sin querer escuchar el trágico ruido de la calle. Pero ese aislamiento, que está muy lejos de ser espléndido, se asemeja, en cambio, a la fría paz de los sepulcros. ¡Descanse en paz don Juan Ramón!». J. R. J. guarda el recorte, sin duda para incluirlo en su proyectado libro Guerra en España.

Juan Ramón está acostumbrado a la carga de ser un poeta apartado de cualquier preocupación social, un egoísta ajeno a las preocupaciones del mundo que le rodea. Lo que acaba de decir Gaspar Gómez de la Serna no es excepción a la regla. Nueve años atrás, en Desterrado (Diario poético), a los pocos días de salir de España y mientras cruzaba el Atlántico, Jiménez había apuntado: «Mi ‘apartamiento’, mi ‘soledad sonora’, mi ‘silencio de oro’ (que tanto se me han echado en cara, y siempre del revés malévolo, y tanto me han metido conmigo en una supuesta ‘torre de marfil’, que siempre vi en un rincón de mi casa y nunca usé) no los aprendí de ninguna falsa aristocracia, sino de la única aristocracia verdadera y posible». (…)

Desde Washington, los Jiménez se mudan a la ciudad de Riverdale, para estar más cerca de la Universidad de Maryland, donde Zenobia ya tiene un puesto como profesora de español. Van pasando los años y va envejeciendo el poeta. En Riverdale recibe, en 1948, una invitación para dar unas conferencias en la capital argentina, que no conoce. (…)

En Buenos Aires, la revista España Republicana le pregunta sobre la Guerra Civil, sobre el hecho de que, casi diez años después de terminada, no haya vuelto a España, sobre el rumor de que «huyó» de la contienda por razones egoístas. Impregna el intercambio la nostalgia de la República perdida. «Prosigue la conversación», consigna el entrevistador, «y hemos evocado a Fernando de los Ríos, el sutil socialista granadino, que en tierras yanquis agoniza en su pasión humanista por una España Libre, y al desaparecido Azaña; y al gran Unamuno, muriendo con el dolor de España en el tuétano de los huesos; y al inmenso Antonio Machado, cuyos ojos moribundos atalayaban, desde la playa francesa de su éxodo definitivo, las cumbres nevadas del Pirineo esquivo…, y al pobre y genial Federico García Lorca, asesinado en su tierra natal…».

Sí, tantos muertos preclaros, tantos amigos idos para siempre. A Juan Ramón le hablan constantemente, como no podía ser de otra manera, de la triunfal estancia argentina de Lorca en 1933-1934 (cuando el granadino conoció por vez primera a Pablo Suero). Juan Ramón cree ahora que el poeta del Romancero gitano, tan obsesionado por la muerte -por la muerte en general y por la suya propia en particular- presintió en julio de 1936 que se iba acercando su momento de la verdad, y que, por ello, decidió ir a afrontarlo cara a cara en Granada. ¡Quién sabe! (…)

La documentación publicada por Ángel Crespo demuestra que Juan Ramón Jiménez estuvo orgulloso, hasta el final, de la dignidad con la cual se había comportado antes, durante y después de una guerra que supuso para él, como para millones de sus compatriotas, la ruptura de sus esperanzas más hondas.Demuestra también que murió con el dolor del país natal clavado en el alma. Desde 1958, los restos del poeta, que se negó a poner los pies en la España de Franco, descansan al lado de Zenobia en el camposanto de su nunca olvidado y siempre añorado Moguer, inmortalizado en las páginas de aquel Platero y yo que tanto había molestado a Dalí y Buñuel. (…)

El fusilamiento de Lorca, «la peor burguesía de España»

Por la mañana del 18 de agosto de 1936, ya corre por Granada la noticia del fusilamiento de Lorca. La noticia, no el rumor. Ya hemos visto el testimonio al respecto del propio Juan Luis Trescastro, muy repetido por quienes se lo escucharon. La prueba contundente de la fecha llegó en 2005, al editarse el libro de Manuel Titos Martínez Verano del 36 en Granada, que contiene un valiosísimo testimonio al respecto encontrado casualmente en el archivo de la familia Rodríguez-Acosta, los célebres banqueros. Resultaba que el encargado de los negocios de dicha familia, José María Bérriz Madrigal, informaba entonces del curso de los acontecimientos en Granada a dos miembros de la familia que pasaban sus vacaciones en Estoril cuando estalló la sublevación: los hermanos Miguel y José María Rodríguez-Acosta González de la Cámara (el conocido pintor). El 18 de agosto les cuenta que el otro hermano, Manuel, y el suyo propio, Bernabé Bérriz, inscritos ambos en las milicias de los «Españoles Patriotas», acaban de llegar a casa -sería alrededor de las dos de la tarde- y «me dicen que han matado anoche las fuerzas de Falange a Federico García Lorca».

También estaba ya al tanto, según parece, Emilia Llanos, gran amiga del poeta, a quien cinco personas, nada menos, dos de ellas asimismo pertenecientes a los «Españoles Patriotas», le dirían la mañana del 18 de agosto que a Lorca le habían matado aquella madrugada en Víznar. Entre ellos, Ramón Pérez Roda, Enrique Gómez Arboleya y Antonio Gallego Burín, íntimos del poeta.

La misma carta de Bérriz confirma que el carácter brutal de Juan Luis Trescastro era sobradamente conocido en Granada. Había llegado a la ciudad el rumor de barbaridades cometidas por los «rojos» en Alhama. «Han matado a todos los que eran de derechas, mujeres y niños», relata Bérriz. «Dicen que ha sido respetado Arturo Martos. Juan Luis Trescastro está dado de voluntario para cuando la fuerza vaya a Alhama y dice que está dispuesto a degollar hasta a los niños de pecho». Y, como si para disculpar dicha monstruosa pretensión, y dándonos al mismo tiempo la confirmación de la manera de pensar entonces de la por Lorca denominada «peor burguesía de España», añade Bérriz: «Estamos en Guerra Civil y no se da cuartel, y cuando la piedad y misericordia habla (sic) en nuestra alma la calla el recuerdo de tantos crímenes y de tanto mal hecho por esa innoble y ruin idea que de hermanos nos ha convertido en enemigos». Toda la culpa, claro, es de quienes se han opuesto a la sublevación militar.

A partir de aquel momento, y durante años, no se podría hablar de Federico García Lorca en Granada, «como no fuera para difamarle y ofenderle, y estaba aún más prohibido publicar algo de lo que escribiera y todo cuanto a él se refiriera». Se corrió una espesa cortina de silencio sobre el poeta y las circunstancias de su muerte. Incluso era peligroso poseer sus libros y, en vista de los constantes registros domiciliarios, no pocas personas se deshicieron de ellos o los ocultaron cuidadosamente. Lorca era un maldito. Y pronto, muy pronto, se convirtió en el máximo símbolo del sacrificio de su pueblo, víctima inocente de la vesania fascista. De verdad, nunca ha habido, en la historia de la literatura mundial, un escritor tan llorado.

Las últimas lágrimas de Miguel Hernández

El 21 de marzo de 1942 llega una orden para trasladar al enfermo al sanatorio de Porta-Coeli en Valencia. Acaso, después de la boda, Almarcha había decidido por fin intervenir. Pero es ya demasiado tarde y los médicos deciden que no vale la pena mover al poeta. Josefina, acompañada de Elvira, la hermana de Miguel, le hace la que será su última visita. Al constatar que ha venido sin el niño, el poeta llora amargamente. «Te lo tenías que haber traído», murmura. «Tenía la ronquera de la muerte», escribirá Josefina en sus memorias, «yo le toqué los pies y los tenía fríos y con rodales negros». Después, idas ya su mujer y Elvira, sólo consuela al moribundo, cubierto todo el cuerpo de pus, la presencia de Joaquín Ramón Rocamora, que recoge una de sus últimas frases, una exclamación: «¡Ay, hija, Josefina, qué desgraciada eres!».

Fallece a las 5.30 horas de la mañana del sábado 28 de marzo de 1942.Tiene los ojos abiertos, como su primer hijo malogrado, y nadie se los logrará cerrar (es el resultado del acusado hipertiroidismo que padece el poeta). Se deniega el permiso para hacerle una mascarilla mortuoria. Por suerte, el preso José María Torregrosa, que es escultor, burla la vigilancia y logra ejecutar dos dibujos a lápiz del cadáver, los ojos abiertos de par en par. Sólo faltaba captar el hedor. Los amigos del poeta consiguen poner a salvo sus escritos, conservados en dos bolsas.

Hubo, al final, un poco de caridad cristiana cuando el director del reformatorio permitió que desfilasen los presos delante del poeta, amortajado por sus amigos y expuesto en el patio, y hasta que la banda de la institución tocase la Marcha fúnebre de Chopin. A la puerta esperaban Josefina y unos familiares para hacerse cargo del ataúd y llevarlo al cementerio. Entre ellos no estaba el padre del poeta, que hasta el final se había negado a verle. «Llegados al camposanto alicantino de Nuestra Señora de los Remedios», relata Ferris, «nadie pudo quedarse a velar el cuerpo de Hernández aquella noche, por ser lugar a donde aún llevaban a fusilar a los presos condenados». Lo enterraron, pues, a la mañana siguiente.

Unos días después, el padre de Miguel declaró, cuando fueron a darle un pésame que ni necesitaba ni se merecía: «Él se lo ha buscado».Pablo Neruda lo experimentó de otra manera, allá en México. «Un asesinato más se agrega a los muchos y terribles», escribió a Juan Ramón Jiménez, pensando acaso en Lorca. «Pero, tal vez nunca me sentí más mal herido y creo que a usted le pasará lo mismo».

A Juan Ramón, sí, le pasó lo mismo. En 1948, en Argentina, después de criticar la actuación durante la guerra de León Felipe y de elogiar la del poeta cubano Pablo de la Torriente (el comisario amigo de Miguel) y del músico Gustavo Durán, general del Ejército republicano, escribió: «De los poetas españoles muertos durante la guerra, los más señalados fueron Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández. De ellos, el que peleó en los frentes y no quiso salir de su cárcel, donde se extinguía tísico y cantando sus amores, mientras otros compañeros siguieron detenidos, fue Miguel Hernández, héroe de la guerra. Decir esto que yo digo es justo y es exacto».

Sí, justo y exacto. Con la muerte de Miguel Hernández, el nuevo régimen, ahora consolidado gracias a la traición de las llamadas democracias europeas, mostró una vez más su verdadero rostro.