Ser cubano y hablar de cultura obliga siempre a hablar de política. Dar por descontado que bajo el título «Cultura y libertad en Cuba» debemos comenzar de inmediato a defendernos de las sospechas que penden sobre nosotros, sería una conclusión natural: el sol alumbra, la lluvia cae y Cuba es de los pocos lugares de […]
Ser cubano y hablar de cultura obliga siempre a hablar de política. Dar por descontado que bajo el título «Cultura y libertad en Cuba» debemos comenzar de inmediato a defendernos de las sospechas que penden sobre nosotros, sería una conclusión natural: el sol alumbra, la lluvia cae y Cuba es de los pocos lugares de este mundo donde no existe libertad. Las suspicacias del poder mediático difícilmente concebirían un panel titulado «Cultura y libertad en Europa», aunque en Europa el FBI acabe de secuestrar los servidores de Indymedia o de pronto se cierre un periódico a punta de metralleta. Así sucede cuando el sistema, generalmente eficaz en su control de la disidencia, teme no poder garantizar que los medios de difusión sean propiedad exclusiva de quienes componen el 20% de la sociedad pero pagan el 100% de la publicidad -lo más parecido a toda la dependencia y toda la democracia- de la prensa proclamada independiente y los partidos políticos llamados democráticos.
Que sólo se relacionen cultura y política cuando de Cuba se trata nos revela, en realidad, que en el resto del mundo se soslaya ese vínculo desde la quimérica «imparcialidad» de los tribunales mediáticos, donde sólo se escucha la voz de la fiscalía. Si excluir sistemáticamente a la mayoría de la población del acceso a la cultura crea las condiciones para apartarla de manera creciente de la política, las elecciones pueden ser para las clases altas un ejercicio de consumo más, que mantiene intactas las estructuras de su dominación, mientras, sin embargo, para los de abajo, son un juego de azar en el que se apuesta cada seis o cuatro años y siempre se pierde.
No hablemos ya de lo que pudiera significar «Cultura y libertad» para la mayor parte de los habitantes de este planeta en que los «libres analfabetos» abarcan el treinta o el cuarenta por ciento de la población y los «desnutridos libres» conforman las grandes masas humanas, defraudadas elección tras elección, por las democracias que se dicen representativas…, ejemplos florecientes de cultura y por tanto paradigmas de la libertad a las que Cuba, pobre hereje inculto y esclavo, debería tratar de imitar.
Discordantemente para los medios del poder global pero con naturalidad para los cubanos, desde José Martí a Fidel Castro, la cultura se entiende en nuestro país como el único modo posible de ser libres. Sin embargo, realizar, a la sombra asfixiante y hostil del imperio más agresivo de la historia, una obra que dote a cada ciudadano de la preparación intelectual y los instrumentos políticos necesarios para ser un participante activo de su sociedad, no es una empresa fácil. Y mentiría si afirmara que aspirar a esta concepción de la cultura en un país obligado a vivir en un estado de amenaza permanente no implica contradicciones. Quienes transiten nuestras calles y escuchen hablar a los cubanos o lean los libros que se escriben y publican hoy en Cuba, no encontrarán material para una novela rosa. Hallarán, eso sí, individuos con una particular estima de sí mismos, forjada en la participación, en la igualdad de oportunidades para todos, y legitimada por las mayorías en la defensa de esos derechos frente al acoso constante de nuestro poderoso vecino, cuyo presidente acaba de declarar por enésima vez que Cuba debe ser libre y que para eso ha destinado 59 millones de dólares.
Recordar la oferta de Estados Unidos, en términos de libertad y cultura, quizá ayude a comprender por qué somos tan reacios al proyecto de quienes se empeñan en financiar constante y generosamente nuestras libertades. Lástima que ese dinero ya no pueda impedir la destrucción de la biblioteca y el museo de Bagdad. Su ferviente pasión por la libre circulación de las ideas les permite prohibir la edición de autores cubanos en EE.UU., aunque sólo traten sobre bosques o mariposas, o la entrada a su territorio de los artistas cubanos nominados al premio de música Grammy, después de la correspondiente acusación de terroristas. ¿Y la de sus testigos de cargo, «víctimas» de la intolerancia, esos seres sedientos de diálogo, presupuestados en Washington y pagados en Miami, que se marchan «indignados» de una embajada en La Habana porque no soportan escuchar un matiz diferente a la voz de su amo? Tan ocupados en ir de recepción en recepción y de corresponsal en corresponsal, no han podido enterarse de que su admirado Henry Kissinger dijo hace mucho tiempo: «es peligroso ser nuestro enemigo, es fatal ser nuestro aliado». Pero estos aliados cobran y cobran bien, aunque una parte de los 59 millones se quede en un recodo del camino llamado Miami. Por ese dinero hasta el brindis de una recepción diplomática se puede sacrificar. En fin, siempre les quedarán los cócteles de la Oficina de Intereses norteamericana, que allí la voz del amo sí se entiende, aunque sea con acento anglosajón o tal vez por eso mismo.
Gracias a las primeras planas, a los espacios de opinión al alcance de todos, menos de quienes discrepan acerca de Cuba o cualquier tema estratégico de la agenda imperial, las sospechas de los poderosos se convierten en certeza y los coincidentes con el tolerante y dialogador lema «Iraq now, Cuba after» pueden, de pícaros con salario en dólares, pasar a freedom fighters, que, luego de las bombas, merezcan los bien remunerados cargos de un gobierno de transición. Los cubanos sabemos y nos consta que en este guión cualquier semejanza con las «democráticas» elecciones que acaban de ocurrir en Afganistán, sería algo más que pura coincidencia.
Miles de torturados y muertos después, se podrán poner en duda las «certezas» esgrimidas para la invasión, se publicará en algún sitio que les pagaba la CIA -remember Allaui y el Frente de Liberación de Kosovo-, o que el pretexto era falso -remember armas de destrucción masiva en Iraq-, y entonces los fiscales tendrán todo el espacio para convencernos de sus buenas intenciones y pasar rápidamente a difundir las sospechas de mañana. Sus víctimas, sin embajadas que los inviten ni corresponsales que los entrevisten, no podrán contar su historia en ediciones de lujo ni dispondrán de columnistas en los grandes periódicos. Culpables por adelantado, no tendrán rostro ni voz, como tampoco los tienen los familiares de los presos en los infiernos de Abuh Ghraib o en la base naval norteamericana en Guantánamo, pertenecientes todos a la categoría eterna de los sospechosos.
«Iraq ahora, Cuba después»… Los condenados del «después» seguimos sospechosamente inaugurando bibliotecas, escuelas de arte y universidades en cada rincón de la geografía cubana, al que llegan la casi totalidad de los títulos que se editan en el país -noventa millones de ejemplares el pasado año-; continuamos fundando editoriales -existen ciento veintiocho en la isla- donde los autores, y no el mercado, deciden lo que se publica. En esas editoriales, al igual que en las revistas culturales, publica sus textos una cantidad creciente de escritores cubanos residentes en el exterior. ¿Cuántos guatemaltecos, dominicanos, hondureños o nicaragüenses emigrantes publican en editoriales de sus países de origen, a no ser aquellos pocos, muy pocos, que logran despertar el interés de las transnacionales de la edición? ¿Interesan a algún periódico o los entrevistan los grandes suplementos culturales?¿Cuántas editoriales sobreviven en sus naciones, cuántas lo hacen en ese paraíso llamado Miami?
Paradojas de la sospecha: los cubanos, pese a ser los únicos emigrantes que cuentan con una ley norteamericana que los admite de modo automático, ocupan sin embargo, proporcionalmente, el duodécimo lugar entre la emigración latinoamericana en Estados Unidos. Esto al parecer lo ignoran los medios, tan ocupados en demostrar que huir del socialismo es la obsesión de todos los habitantes de la isla. Los que huyen en masa del «exitoso» capitalismo tercermundista y, a pesar de ser devueltos una y otra vez, logran al fin lavar los platos del sueño americano, no merecen la más mínima atención como fugitivos del orden que esos mismos medios desean y prefiguran para Cuba.
Resulta igualmente paradójico que Cuba busque normalizar las relaciones con su emigración mientras el gobierno de Estados Unidos limita las libertades de los cubanoamericanos para viajar a su país, y establece por decreto cuáles de sus familiares pueden recibir un paquete de medicamentos. Pero los sospechosos de limitar las libertades y los limitados de libertades sólo existimos en Cuba, por tanto no hay emigración cubana sino «exilio», y mostrarse como parte de él es la manera más fácil de adquirir dinero, espacio mediático y hasta «prestigio» literario. Así se gana la gloria de algún jugoso premio para los peores disparates históricos o lingüísticos y se entra en el olimpo de los grupos editoriales más poderosos.
Importantes escritores, víctimas antaño de la persecución y el exilio -Augusto Roa Bastos, Ernesto Cardenal, Thiago de Mello o Mario Benedetti, por ejemplo- no existen para las amplísimas páginas de opinión que convierten a cualquier mediocre en agorero del fin de la Revolución Cubana. La voz monocorde, que no obstante reclama para sí la capacidad de diálogo y de tolerancia, sustituye los argumentos con la mentira y sólo admite escucharse a sí misma cuando alguien puede salirse del redil temático que tan celosamente vigilan los guardianes de la fe. Alejo Carpentier, escritor extraordinario, que como otros grandes autores cubanos -Virgilio Piñera, José Lezama Lima, Nicolás Guillén-, enfrentó enormes dificultades para publicar su obra en Cuba antes de 1959, en medio de un panorama editorial casi desértico, seguramente sufriría en nuestros días la misma censura mediática que hoy padecen la mayoría de los escritores cubanos, culpables del delito de pretender hacer literatura en un país que no acaba de entrar por el aro del circo imperial en que quieren convertir al mundo.
No se trata entonces de simpatías por los olvidados ni de preocupaciones por la calidad literaria, sino del funcionamiento brutal y eficaz de una maquinaria excluyente que, con la misma lealtad de un perro de presa, se lanza feroz sobre aquellos que la desafían y a quienes su amo no consigue silenciar. El pasado año lo hicieron con Gabriel García Márquez, acosado como un pecador en tiempos de Torquemada, por atreverse a matizar su opinión sobre Cuba. Ha vuelto a suceder recientemente con Belén Gopegui, esta vez por osar escribir una novela que se plantea la posibilidad de defender la Revolución Cubana, confirmando que la censura llega hasta el espacio aparentemente libre de la ficción. Los shogunes de la palabra, no satisfechos con hiperpromover cualquier libelo disfrazado de literatura -incluso el intento de imponer la sordidez como único modelo literario para tratar la realidad cubana-, necesitan excomulgar a la oveja negra como garantía de que el rebaño no olvide las reglas.
Sin hablar directamente de política, los ciudadanos europeos merecerían que se les informara de la intensa vida artística cubana, de la lectura como fenómeno de masas y de la presencia constante en el país de figuras de la cultura y el pensamiento universales, de la extensión a todos los municipios de los estudios universitarios, de eventos como los festivales de Cine, de Ballet, la Bienal de Artes Plásticas o la Feria del Libro, que se realizan en Cuba y que conjugan, como pocos en el mundo, el rigor estético con un público masivo. Realidades que, junto con el sistema que impide que se pierda un solo talento para el arte, las ciencias o el deporte, por apartado que sea el lugar donde se reside, serían barridas por el «programa de transición» que acaba de proclamar el Sr W. Bush para nuestro país. Pero hablar de eso sería tal vez brindar demasiada información sobre el infierno, y nada mejor que la ignorancia para satanizar con facilidad la amenaza de lo diferente.
Todo esto, seguramente más, diríamos los sospechosos desde el incómodo banquillo de acusados, antesala de las bombas inteligentes y los daños colaterales, si se tomaran la molestia de escucharnos. Sabedores de que no es la libertad de grandes autopistas y gigantescos mercados cuanto necesita el mundo que sobrevive en las aldeas polvorientas donde el llanto de los niños no alcanza a los micrófonos de la CNN, por otra libertad bajo sospecha, como diría el poeta cubano Fayad Jamís, estamos dispuestos a darlo todo.
*Texto presentado a las jornadas «Cultura y libertad en Cuba», Cádiz, Octubre de 2004.