Muerte de Virgilio , de Hermann Broch es una de las más extraordinarias del siglo XX. Como toda obra de esa dimensión, ofrece numerosas posibilidades de diálogo con el lector. Uno de los ejes narrativos transcurre a través del debate entre el poeta moribundo y Mecenas, quien ejercía funciones equivalentes a las de un ministro […]
Muerte de Virgilio , de Hermann Broch es una de las más extraordinarias del siglo XX. Como toda obra de esa dimensión, ofrece numerosas posibilidades de diálogo con el lector. Uno de los ejes narrativos transcurre a través del debate entre el poeta moribundo y Mecenas, quien ejercía funciones equivalentes a las de un ministro de cultura junto con el emperador Augusto. El poeta había escrito por encargo -algo normal en aquellos tiempos y aun muchos siglos después- La Eneida, epopeya romana que establecía desde Eneas, el superviviente de los derrotados troyanos, el vínculo de continuidad y ruptura respecto al modelo helénico. La obra constituye, hoy todavía, uno de los textos canónicos de la historia literaria universal. Postrado en su lecho de muerte, el poeta establece un forcejeo desesperado con su todopoderoso protector. Llegado el momento decisivo, quiere destruir su obra magna. Su antagonista, afable, culto, refinado, aspira a preservar a toda costa, desde su perspectiva de político, un relato poético que induce a reconocer en el imperio la eclosión del proyecto de los fundadores.
Mecenas no era un burócrata. Supo reconocer y apadrinar a los talentos que emergieron en aquella edad de oro de las letras clásicas. De ahí que su nombre quedara para siempre asociado a la práctica de quienes, validos del poder de la iglesia, de los recursos de los señoríos feudales, de la banca naciente, de las monarquías, favorecieran en sus respectivas cortes la realización de obras reconocidas al cabo como paradigmas de una época.
Las relaciones de los artistas con el mecenazgo no carecieron de áreas de conflicto. Miguel Ángel afrontó asperezas con el pontífice mientras trabajaba en la Capilla Sixtina. Muchos mediocres, hoy olvidados, disfrutaron de amplios beneficios, mientras Cervantes, a pesar de todos sus esfuerzos, no encontró fiador estable. Probable víctima de cataratas que interferían su percepción de las cosas, la corte de Carlos IV fue generosa con Goya, sin advertir el acento satírico de sus cuadros.
Sin embargo, en el siglo XVIII era evidente que los tiempos estaban cambiando. La burguesía se había constituido en poder económico y, en competencia con la nobleza de origen feudal, comenzaba a atesorar valores artísticos. Había crecido en su seno un público lector femenino, aficionado a las novelas. En su crítica de arte Denis Diderot será el portavoz del gusto que se iba imponiendo poco a poco. El coleccionismo empezaba a expandirse y desencadenaba la acumulación creciente de objetos de toda índole. Nacía el mercado en el ámbito de la cultura. Y, con ello, tomaba fuerza el tema de la libertad de creación.
El crecimiento de las capas medias, la concentración urbana, la acelerada industrialización y la consiguiente evaluación tecnológica, el predominio de un modelo de ilustración, el acentuado papel de la enseñanza como necesidad de orden práctico y el elemento constitutivo de un ideario humano, impulsaron el desarrollo de un mercado cultural. Algunos de sus mecanismos se asentaron inicialmente en el libro. Los nuevos lectores consumían folletines en las publicaciones periodísticas y comenzaron a adquirir libros que devinieron mercancías sujetas a un sistema comercial y productivo cada vez más complejo, en el que intervinieron la eficiencia progresiva de la maquinaria impresora, el abaratamiento del costo del papel y el surgimiento de dos empresas de nuevo tipo: las editoriales y las distribuidoras. Tal y como lo describe Balzac, el escritor queda subordinado a las demandas de un contrato editorial, condicionado al perfil propio de cada una. Críticos y gacetilleros se encargaban de distintas formas de una publicidad todavía primaria.
Ese modelo, todavía germinal, se extendió rápidamente a todas las manifestaciones del arte y fue evidente, de manera particular, en el mundo del espectáculo, en la plástica, hasta imponerse en el cine, requerido de inversiones considerables y de una extensa red distribuidora, muy pronto transnacionalizada. En la actualidad, la industria cultural ha constituido poderosos conglomerados multinacionales, que devoran a los pequeños, se valen del poder mediático e imponen una visión homogeneizante del mundo.
Aunque el capitalismo sustentara el laisser faire del mercado, receta que proponía una falsa democratización de la cultura, los estados nacionales comprendieron desde el siglo XIX y, aún más, en el siglo XX, la necesidad de establecer algunas medidas proteccionistas. Por vías diferentes, la Europa continental y el mundo anglosajón procuraron preservar ciertas zonas de la cultura. Mantuvieron universidades públicas. En Europa, el estado conservó formas de subvención directas e indirectas, considerando la necesidad de proteger áreas específicas. Adquirieron libros para el amplio sistema de bibliotecas. Salvaguardaron el patrimonio urbano, museístico, bibliográfico y documental. En el contexto norteamericano, algunos de estos sectores reciben ayuda gubernamental. En ese contexto, la acción indirecta se produce ofreciendo ventajas sustanciales en el pago de impuestos a las fortunas millonarias que inviertan en donaciones significativas para la educación y la cultura. Estas políticas, implementadas desde el siglo XIX, sufrieron recortes notables como consecuencias del neoliberalismo y de la crisis financiera. Pero, aun así, subsisten.
Por su naturaleza y razón de ser, el proyecto socialista exige garantizar el pleno desarrollo educacional y cultural de los ciudadanos. En el caso cubano, el propósito se tradujo en acciones concretas desde el triunfo de la Revolución. Las inversiones en el sector educacional han favorecido el crecimiento de un capital humano altamente calificado, con resultados tangibles en el impulso a la biotecnología, a la industria farmacéutica, entre otros. En el terreno científico, su potencial le permite, en un mundo de rápida transformación tecnológica, asimilar los conceptos renovadores, adaptándolos a nuestras realidades y evitar la insalvable distancia, con su consecuente dependencia, que separa a los países del Primer y el Tercer Mundos.
Estrechamente vinculada a la educación, la cultura se sitúa en el corazón del proyecto socialista, como parte imprescindible de su esencia primordial. Más allá de la necesaria redistribución de la riqueza y del rescate de la justicia social, el gran desafío consiste en construir un sujeto capacitado para participar en la transformación del entorno y de intervenir con eficacia, para reorientarlas, en la mecánica ciega de las fuerzas económicas en conflicto.
A lo largo de medio siglo, la ampliación de nuestra política cultural, así como el análisis de ese proceso por parte de cubanos de ambas orillas y por extranjeros, objetivos algunos, mal intencionados otros, han sufrido las interferencias de debates heredados que permearon la perspectiva de los políticos y de los intelectuales. Era un fenómeno en cierto modo ineludible. No se puede irrumpir en la historia sin cargar con las marcas que han dejado en la conciencia, en la memoria, en la ideología y en las corrientes estéticas. A pesar de sus rasgos originales, la Revolución no podía desprenderse de sus contextos. Potentes reflectores iluminaban, como problemas centrales, la función del arte, el compromiso del artista -reactivado por la poderosa influencia sartreana-, la libertad de creación y el normativismo impuesto por razones doctrinarias, asuntos todos de indudable importancia que, de haberse ventilado hasta las últimas consecuencias, hubieran podido evitar algunos errores cometidos, causantes de heridas y de pérdidas irreparables. Pocos se han detenido en valorar que, a pesar de esos movimientos pendulares, ha habido una línea de continuidad sostenida aun en etapas de aguda crisis económica. Se trata de la prioridad concedida a una auténtica democratización de la cultura.
De manera reduccionista, las Palabras a los intelectuales pronunciadas por Fidel Castro en la Biblioteca Nacional suelen resumirse en el conocido «dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada». Aunque precipitado por la censura aplicada al documental PM y por conflictos latentes entre instituciones culturales, no es gratuito recalcar que el acontecimiento se produjo en 1961, año de Girón, de la proclamación del carácter socialista de la Revolución, de la Campaña de Alfabetización y cuando se estaba trabajando en la reforma universitaria.
No es casual advertir que, una vez más, educación y cultura se entrecruzaban. Formaban parte de una misma voluntad democratizadora. La alfabetización era el primer paso para elevar el nivel de instrucción de las mayorías marginadas. La Universidad se modernizaba. Se abría a los negros, a los obreros y a los campesinos, como lo había reclamado el Che; revitalizaba la tradición iniciada en Córdoba, asumida por Julio Antonio Mella quien, impedido de llevarla a la práctica en la institución oficial, fundaría la Universidad Popular José Martí. En las palabras de Fidel a los intelectuales, pueden reconocerse todavía respuestas implícitas a preguntas que le fueron formuladas. Estos aspectos puntuales se inscriben en un entramado de mayor alcance, orientado a favorecer el acceso a los bienes de la cultura a todos aquellos que estuvieron privados de tal posibilidad. Educación y cultura convergían en el rescate y el autorreconocimiento de una memoria deshilachada.
La voluntad democratizadora se tradujo en el salvamento de un patrimonio intangible de raigambre popular -danzario y musical- de participación colectiva, reintegrado al imaginario de la nación. La procedencia social de muchos artistas formados por la enseñanza especializada, constituyen un resultado visible de aquel empeño. Se establecieron las bases de una industria cultural indispensable para el desarrollo de una cinematografía propia, mientras se daba a conocer lo más notable de la producción internacional de la época. A bajo costo, el libro empezó a llegar a todos, mientras se creaba un verdadero sistema nacional de bibliotecas. Arte de minorías, el ballet conquistó un público nuevo, tal y como sucedía con el teatro y con las manifestaciones de las artes escénicas.
En la educación y la cultura, la inversión se recupera a mediano y largo plazo en términos de valores intangibles que se revelan en el crecimiento del sujeto con vistas a sus prácticas laborales concretas, al desarrollo de la conciencia, a la capacidad de asumir una participación responsable, a la afirmación del sentido de pertenencia, fundamento del arraigo identitario en todas sus instancias. Interconectadas, educación y cultura contribuyen a moldear mentalidades integradas a complejos procesos sociales.
Situadas en el núcleo de una sociedad cambiante, donde intervienen factores y circunstancias diversos, la voluntad democratizadora de la cultura requiere la observación permanente de la realidad para reajustar los modelos a los cambios inevitables.
Como la historia, como la vida, la democratización de la cultura es un proceso en constante renuevo. Inscrita en el cuerpo viviente de la sociedad -ajiaco compuesto de imágenes del ayer y de coyunturas del día que transcurre- no se alcanza de una sola vez con acciones aisladas. Transita por el aliento fecundante del diálogo entre la producción más elaborada de los escritores y artistas y el aporte de las manifestaciones que emergen desde abajo, nacidas de otras demandas, expectativas y necesidades, entre las cuales no pueden descartarse aquellas generadas por la influencia de los medios masivos. La presencia de la recreación -sin duda imprescindible- se integra la totalidad existencial del ser individual y colectivo. Así ocurría en los tiempos más remotos con las celebraciones en torno a las cosechas y con los cantares asociados al trabajo. Por el vínculo entre el ser y el pensar, por la imbricación de factores de distinta naturaleza, la cultura nutre el espíritu de la nación, hace brotar valores y formas de comportamientos, favorece el crecimiento del sujeto, ese protagonista del socialismo. Su creación y su distribución no pueden abandonarse a la anarquía mercantilista. Aun en las circunstancias económicas más difíciles, la conducción de estos procesos requerirá preservar estrategias de subvención sabiamente administradas.