Traducido por Caty R.
¡Y aquí tenemos a Condoleezza Rice en Oriente Próximo llamando, como si no hubiera pasado nada, a la «reanudación de las negociaciones israelopalestinas»! Sin duda la retórica diplomática nunca ha estado tan lejos de la realidad palestina como en estos primeros días de marzo de 2008.
Mientras la Secretaria de Estado estadounidense invoca el proceso de paz de Annapolis, los habitantes de los campos de Jabaliya y Khan Younis cuentan sus muertos. Después de cinco días de infierno, los supervivientes emergen de las ruinas de sus casas intentado salvar a sus heridos, quemados o mutilados, que agonizan en hospitales improvisados. Y cuando Rice denuncia la violencia, no se refiere a la de los aviones y tanques israelíes que asesinaron a 120 personas, entre ellas a 22 niños, sino a la de los lanzadores de cohetes Qassam. Su problema no es la injusticia en un territorio económica y socialmente asfixiado, sino la rebeldía que provoca esa injusticia. Como si Hamás acabase de inventar el conflicto israelopalestino. Sin embargo, cualesquiera que sean nuestras emociones, no hay que tomarse a la ligera lo que Condoleezza Rice denomina «el proceso de Annapolis». Realmente no se trata de un proceso de paz en el sentido que podrían entender los palestinos, sino exactamente de una estrategia que pasa, sin duda, por la aniquilación de cualquier resistencia al proyecto colonial israelí. Es decir, la paz de los vencedores.
En Cisjordania el proyecto ya es conocido. Se trata de programas de expansión de las colonias que el gobierno israelí aprovecha para confirmar en cualquier ocasión. Se trata del fraccionamiento del territorio y la confiscación de los recursos. En Gaza, obviamente, la situación es diferente. Al retirarse de esta estrecha franja de tierra, en agosto de 2005, cerrándola y privándola de cualquier salida por tierra mar y aire y, consecuentemente, de cualquier comunicación con Cisjordania, Israel inventó la colonización sin colonias. En Gaza, todavía menos que en Ramala, no hay etapas intermedias posibles.
Para que esta población de un millón y medio de personas pueda vivir, es necesario un Estado palestino con todos los atributos económicos y políticos de la soberanía. La miseria organizada, y agravada desde 2005, añadida a la ausencia de perspectivas, dio un impulso suplementario a Hamás y a los lanzadores de cohetes. Y, como siempre en este conflicto, después ha bastado una hábil propaganda para tergiversar el orden de las causas y las consecuencias. Y después de esto nos asombra el incremento del odio inefable del mundo árabe musulmán. Como si no tuviera más origen que el religioso o la diferencia de civilizaciones; signo de los tiempos: hace pocos días el hombre que promete borrar a Israel del mapa, el presidente iraní Mahmud Ahmadinejad, era recibido triunfalmente por el nuevo régimen de Bagdad, incluso aunque éste ha sido establecido por la guerra estadounidense. Pronto habrá que debilitarlo y aislarlo para regular el conflicto que abastece todos los odios en la región y alimenta su discurso.
Pero regular el conflicto, además de una descolonización que Israel no quiere, es también reconocer al pueblo palestino tal como es y tal como ha llegado a ser a fuerza de injusticias y desprecios. Por lo tanto se trata de reconocer plenamente a Hamás. Eso no es cuestionable. Pero, paradójicamente, una parte de las bazas está hoy en las manos de un hombre políticamente debilitado: Mahmud Abbas. Mientras los niños palestinos mueren bajo las bombas en Gaza, no puede seguir fingiendo que cree en el proceso de paz de Annapolis. Y menos cuando sus «socios» israelíes, por otra parte, no le dan ninguna prueba. Ni siquiera ha podido conseguir de ellos la congelación de los próximos programas de colonización en Cisjordania. Actualmente, Abbas está frente a una elección extrema: o acepta la mano tendida de Hamás, que le propone formar «sin condiciones previas» un gobierno de unión nacional y rehace así la unidad de su pueblo obligando finalmente a la comunidad internacional (y en primer lugar, quizá, a Europa) a reconocer a Hamás (1), lo que es también una forma de obligar a Hamás a reconocer a Israel, o, tras unos momentos de luto, regresa al «proceso de paz de Annapolis» dando, de alguna manera, luz verde al aplastamiento de Gaza y de todo el que, en Cisjordania, manifieste su solidaridad. Entonces la paz de Annapolis ya no será una ficción total, sino el nombre otorgado por los israelíes y estadounidenses al estado de la zona después de la masacre.
(1) La posición francesa cada vez es más confusa. Algunos días después de la promesa hecha en la cena del CRIF (Consejo representativo de las uniones judías de Francia, N. de T.) por Sarkozy de no estrechar nunca la mano de un movimiento que no reconozca a Israel, Bernard Kouchner, el lunes en France Inter, clamaba por un proceso político y «negociaciones»… ¿Con Hamás?
Original en francés: http://www.politis.fr/D-Annapolis-a-Gaza,3134.html
Denis Sieffert es periodista francés, director de redacción del semanario Politis y especialista en las cuestiones israelopalestinas. Ha escrito tres ensayos editados por La Découverte: La guerre israelienne de l’information (2003), en colaboración con la fotógrafa Joss Dray; Israel-Palestine, une passion française (2005), sobre la influencia del conflicto israelopalestino en la sociedad francesa; y Comment peut-on être (vraiment) républicain? (2006), que plantea el problema de la confusión conceptual que se apoderó del término «República» en el discurso político francés.
Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.