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¿De dónde vienen las maricas si no pueden tener hijos?

Fuentes: Rebelión

Había una vez un grupo de Funky Punky Glamour, de Tenerife, llamado familiarmente Las Monjas. Su nombre era, en realidad, más largo, y tenía la forma de una pregunta: “¿de dónde vienen las monjas si no pueden tener hijos?”.

Contaba Yeray, el batería, que esa pregunta se la hizo un día su hermano pequeño. Desde su perspectiva, la producción de un ser tan extraño como una monja debería requerir de la intervención de, al menos, una pareja de monjas o, quién sabe, de un clan de todas ellas dispuesto a criarlas en un medio hostil, al estilo de los pingüinos. Algo habría oído, además, sobre los votos de abstinencia. La pregunta se abrió paso, por tanto, inexorable: ¿De dónde han salido, si no pueden reproducirse?

La lógica subyacente era, a su manera, impecable, y se encuentra en la base de todo el pensamiento eugenésico. Ya se sabe, para resolver cualquier problema, esterilización. Se hizo con los criminales, con las diversas funcionales, con las comunidades indígenas, con las enfermas y, en suma, con todo tipo de amenazas a la salud de la raza y del orden social establecido. Pues bien, amigas, nos ha llegado (de nuevo) la vez. Las fuerzas del cosmos, reunidas en una convención ultra-secreta celebrada, con toda probabilidad, en el Vaticano, han decidido recurrir a esa elegante estrategia para expulsar a las maricas de la faz de la Tierra. Y es que, reconozcámoslo: de un tiempo a esta parte, las maricas no queremos podemos criar seres humanos ni, mucho menos, reproducirnos.

Vayamos, por si las dudas, por partes.

Para empezar, cada vez menos maricas se ven abocadas por la presión social a conocer los misterios de la familia heterosexualTM. En consecuencia, cada vez hay menos maricas con hijes de relaciones anteriores. A las que no pasamos por ese trance nos quedaban, hasta la fecha, dos vías para contribuir a la decadencia de la especie: adopción o subrogación.

La primera es ya, prácticamente, testimonial. Atrás quedan ya las imágenes de maricas paseando sus carritos de los que asomaba una niña de ojos rasgados haciendo las delicias de conocidos y extraños por las calles de Chueca. La causa no se encuentra, por cierto, en un súbito desinterés por la adopción debido un repunte del narcisista interés por “propagar los propios genes” como se suele escuchar en tertulias y bares de cuñados por igual. Las estadísticas no engañan: según los datos de la Conferencia de la Haya, las más de cuarenta y cinco mil adopciones internacionales que se registraban en todo el mundo allá por el año 2004 cayeron en picado hasta poco más de seis mil, y ello antes del parón pandémico. Fue así como, en el reino de España, en particular, se pasó de recibir más de cinco mil adopciones anuales a apenas doscientas. Esto es, por debajo incluso de las cifras de la adopción nacional, que siempre fue incapaz, por su parte, de atender más que una mínima parte de las solicitudes aprobadas con certificado de idoneidad. Es más, debe tenerse en cuenta que para solicitarlo hace falta tener la esperanza de que el proceso llegue a buen puerto, por lo que, sin duda, la “demanda” real es mucho mayor que la computable.

Por supuesto, la pocas adopciones restantes se integran, en su mayor parte, en familias heterocentradas. Para empezar porque, a pesar de los más denodados esfuerzos de Disney por evitarlo, sigue habiendo muchas, muchísimas más heteros que maricas en el mundo. No es ningún secreto, además, que a las maricas les cuesta unos cuantos puntos extra encajar en la foto de familia estable y monógamamente organizada a los ojos de las funcionarias. Para rematar, muchos países consideran a la familia heterosexualTM como único destino posible para las adopciones, incluidas las internacionales. Por cierto que no creo, dicho sea de paso, no que ese sea suficiente motivo para romper los acuerdos que facilitan la adopción procedentes de tales países, como defendió repetidamente la FELGTB para el caso de Rusia. Conviene subrayarlo: más allá de los sueños parentales de cada cual, la adopción es, ante todo, una medida de protección de la infancia. Sería en extremo injusto, desde esa perspectiva, que quienes ya se encuentran en posiciones de extrema vulnerabilidad deban pagar, encima, los platos rotos de la homofobia de sus gobiernos. Por no mencionar que en los orfanatos también hay maricas, bisexuales y bolleras a las que les puede venir muy bien ponerse a resguardo de la homofobia de estado, así sea al precio de quedar al cuidado de familias heterosexuales.

La alternativa a esta situación no pasa, vale la pena recordarlo, por el manido mantra de “eliminar trabas burocráticas” para facilitar las adopciones. No, al menos, sin tener en cuenta que lo que sucede es que se tiende ahora a salvaguardar, mucho más que antes, los vínculos de las potenciales adoptadas con sus familias biológicas. Se privilegia también más que antes, además, la adopción nacional frente a la internacional, para proteger el enraizamiento cultural y, también, por una suerte de orgullo patrio en resolver los asuntos domésticos sin recurrir a repartir criaturas por el mundo. Más países han firmado en las últimas décadas, además, la convención de la Haya, cuyos protocolos evitan situaciones de abuso y de tráfico de menores al precio de reducir el número final de adopciones. Hablamos, pues, de un cambio global de paradigma destinado a proteger ese “interés superior del menor” que se revela en este caso, como en tantos otros, como una noción mucho más compleja y ambivalente de lo que se podría pensar en primera instancia.

Debe tenerse muy en cuenta, por último, que quienes, a pesar de los pesares, logran adoptar, lo hacen tras largos años de espera (seis de media para la internacional), tras pagar importantes sumas de dinero a los intermediarios privados de la adopción internacional (la nacional, al menos, es gratuita), para luego enfrentarse a la cuestión, en absoluto menor, de si se está en condiciones de lidiar con los desafíos específicos que acarrean las adopciones tardías y los problemas de salud asociados, cada vez más, a las adopciones en todas sus modalidades. En todo caso, si por algún tipo de velo cognitivo ignorásemos la complejidad de este panorama para repetir que ayudar a les niñes necesitades es más importante que propagar los propios genes, resultaría bastante oportuno recordar que la familia heterosexualTM también puede participar de ese noble proyecto gracias a la revolucionaria invención de los anticonceptivos

Valga ese conciso resumen para aclarar que la adopción resulta, para las maricas, estadística y geopolíticamente inviable. Agotada, pues, esta vía, resta la opción de establecer un acuerdo mediante el cual una persona con capacidad gestante desarrolle el trabajo reproductivo correspondiente a la gestación a cambio de una remuneración (modalidad comercial) o de una compensación por los gastos generados (modalidad altruista). Ahora bien, como es sabido, no se puede celebrar tal tipo de acuerdo en territorio español. Lo impide la ley de reproducción asistida de 2006, en donde puede leerse: “no gestarás para la marica desconocida”. Ni por dinero ni, tampoco, bajo estricto control judicial del carácter altruista del proceso, como sucede en países como Inglaterra o Canadá. La ley vigente impide llevar a cabo ese tipo de trabajo reproductivo, incluso, para tu hermana o para tu prima, como sí que se admite en el caso de Brasil. Como consecuencia, quienes recurren a esta técnica lo hacen en terceros países, previo pago de ingentes cantidades de dinero a un sinfín de intermediarios. Como se puede imaginar, tal proyecto requiere de un cuidadoso análisis previo de los marcos normativos disponibles para la protección de la red de vulnerabilidades entrelazadas que la subrogación transnacional inevitablemente implica. Pensemos si no, como ejemplos extremos, en la situación de quienes vieron sus procesos bloqueados por los cierres de fronteras durante la pandemia de covid-19 o, poco más tarde, de las parejas heterosexuales que eligieron mal las fechas para subrogar en Ucrania. Quienes recurren a la subrogada en el terceros países se enfrentan a su regreso, además, con todo tipo de incertidumbres burocráticas, que con frecuencia incluyen la necesidad de adoptar a la propia descendencia. Se generan así, como saben bien las lesbianas no casadas (a la espera de la aprobación definitiva de la ley trans, que terminará con la discriminación que obligaba a la madre no gestante a convertirse en madre adoptiva) todo tipo de situaciones incertidumbre jurídica, además de una carga adicional de estrés para un proceso que pude ser, de por sí, muy exigente a nivel emocional.

Por si fueran pocas estas dificultades, para las maricas las opciones son, de nuevo, más restringidas y, por supuesto, más caras. Sirva el ejemplo de la vecina Portugal que, a pesar de prohibir la discriminación por razón de orientación sexual en su mismísima Constitución, restringe el acceso a su ley de subrogación únicamente a las mujeres portuguesas. De esa forma, la propuesta de la izquierda portuguesa conseguía evitar el fantasma de la explotación reproductiva del cuerpo de la mujer por parte de los hombres. Por imaginación, a la hora de impedir la reproducción marica, que no quede. Así las cosas, entre las aproximadamente mil subrogaciones que se producen al año con origen en el Estado español se cuenta, es cierto, una minoría de familias homoparentales. Hablamos casi en exclusiva, eso sí, de maricas de buen pasar, con capacidad para costearse los más de cien mil euros que puede llegar a costar una subrogación transnacional. Ni a la marica de a pie, la marica del quinto, la marica obrera, la marica periférica, la marica precaria ni, mucho menos, a la marica migranta, se les ocurriría siquiera embarcarse en ese tipo de viajes. Alguna podría, a lo sumo, fantasear con ello, después de ver a algún famoso contar su privilegiada experiencia en el Sálvame.

Esa era ya, poco más o menos, la situación creada antes de la llegada de un gobierno de coalición de enérgica militancia abolicionista que se entregó, en los ratos libres que les ha dejado el cisma sobre los derechos trans y su unitario asedio a los de las trabajadoras del sexo, a la elevada tarea de combatir la gestación subrogada. Se trataba, decían, de extender la prohibición desde el territorio nacional al internacional. Pronto se dieron cuenta de que tal proyecto resultaba, claro está, inviable. La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos restringía bastante el margen de maniobra, para empezar, con sus condenas a los estados que, como Francia o Italia, han pretendido negar el reconocimiento de los lazos de parentesco generados mediante la subrogación. Tampoco resulta posible criminalizar, además, a quienes hacen uso de las leyes que regulan la subrogación en cualquier estado, de la misma forma que ningún país puede impedir los viajes que se producen cada año con rumbo a España para acceder a la inseminación artificial o la donación anónima de gametos. Como tampoco pueden hacerlo, en fin, las leyes antiaborto con quienes viajan a otros países hacer lo propio. En unos casos y otros se trata, más bien, de multiplicar los obstáculos hasta restringir, obstaculizar, estigmatizar, elitizar y, en suma, de enviar de vuelta al ámbito de lo inconcebible el acceso al correspondiente cuidado reproductivo.

Ante la frustración generada por una abolición imposible de alcanzar, pues, el feminismo institucional se contentó con ejercer una política de la censura, aprovechando el proyecto de reforma la ley del aborto para prohibir la publicidad de la subrogación, en un gesto que recuerda a las estrategias del feminismo anti-pornografía y que resulta muy similar, en definitiva, a la prohibición de los anuncios por palabras de las trabajadoras del sexo en el suplemento dominical. Ojos que no ven, moral que no se resiente. Es decir, nada que sirva para mejorar las condiciones en que se ejerce este trabajo reproductivo en ningún país, ni para evitar situaciones de abuso, como sí que podría hacerlo una legislación que asuma el desafío de proteger los derechos de todas las partes implicadas en los acuerdos de subrogación, empezando por los de quienes los hacen posibles: las gestantes. Haríamos mal, no obstante, en minimizar la importancia de una reforma que ha llegado acompañada de un florido ejercicio de retórica estigmatizante investido del poder del performativo estatal. Es el caso, en especial, de la referencia a la “violencia reproductiva”, un tipo penal inexistente que, no obstante, estigmatiza con una fuerza especial a las parentalidades maricas pues, a diferencia de lo que sucede con la familia heterosexualTM, les basta con aparecer con un bebé en los brazos para poner en evidencia el recurso a la subrogación. La violencia retórica así desplegada no podría ser, en este sentido, más certera, pues combina el estigma de la homoparentalidad, el de toda la vida, con la acusación de haber explotado a una gestante que se ve así, de paso, convertida en víctima sin consulta previa y por completo al margen de sus propias opiniones al respecto.

A propósito de las gestantes, cabe señalar que resulta en extremo paradójico que las modificaciones de la ley del aborto consoliden la autonomía reproductiva en relación con la decisión de interrumpir la gestación, a la par que la consideran a un mero “mito” cuando se trata de la decisión de gestar para terceras personas. En realidad, en la decisión de abortar juegan un papel muy importante los factores económicos cuya presencia se considera suficiente para perturbar la voluntad de las gestantes hasta anular por completo su capacidad de agencia. El neoabolicionismo peca en ese sentido, de un doble rasero, a la par que olvida que la defensa feminista del derecho a decidir sobre el propio cuerpo nunca pasó por negar la existencia de factores materiales que puedan influir en la toma de decisiones en el campo sexual o reproductivo sino, antes bien, en la negativa a dejar que sean terceras personas quienes determinen, con base a sus propios condicionantes morales, lo que se nos permite o no hacer en relación con las condiciones materiales, y corporales, de la propia existencia.

Por supuesto, ese ente del upside down que he llamado aquí, por simplificar, “maricas” pero que es, en realidad, legión y está compuesto también por hombres bisexuales y personas trans y no binarias, involucradas en todo tipo de relaciones, no necesita de ninguna ley para extender sus tentáculos donde menos se los espera. Nuestro “crecer y multiplicaos” es, en ese sentido, bastante autónomo. Por lo general, además, no lo hacemos tanto para reproducirnos como, ante todo, por placer y mediante el placer. Por el camino, por así decirlo, algunas de entre nosotras hemos tenido que redefinir y en ocasiones, desfigurar las configuraciones conocidas de las relaciones de parentesco hasta dejarlas, prácticamente, irreconocibles. Tanto con, como sin proyectos reproductivos y de crianza de por medio. Las huestes conservadoras que vigilan los márgenes de esa arcaica institución llamada “familia” pueden estar, no obstante, agradecidas para siempre al feminismo neoabolicionista con el que intercambian susurros en la intimidad y al que, de vez en cuando, en las horas altas de su desasosiego, le preguntan, ¿de dónde vienen las maricas si no pueden tener hijos?

Pablo Pérez Navarro. Doctor en Filosofía por la Universidad de La Laguna e investigador del Centro de Estudios Sociales (CES) de la Universidad de Coimbra (Portugal).

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