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De Franco al 18/98

Fuentes: Rebelión

No es ningún misterio el que un personajillo acomplejado, rencoroso y taimado, poco apto para el trabajo organizativo e intelectual, y militar incompetente, como era Franco, llegase al poder absoluto del Estado español con una sublevación contrarrevolucionaria y se mantuviera en él durante casi cuarenta años. Tampoco es un misterio el que, tras su muerte, […]

No es ningún misterio el que un personajillo acomplejado, rencoroso y taimado, poco apto para el trabajo organizativo e intelectual, y militar incompetente, como era Franco, llegase al poder absoluto del Estado español con una sublevación contrarrevolucionaria y se mantuviera en él durante casi cuarenta años. Tampoco es un misterio el que, tras su muerte, perviviera no sólo lo esencial de los aparatos de la dictadura sino también muchas de sus formas secundarias, y lo hicieran además disfrazadas con el celofán de una democracia hueca, sin contenido democrático y monárquica. Según las circunstancias, la clase dominante delega el poder represivo y buena parte de otros poderes en manos de un líder, caudillo, duce, führer, encargado de exterminar a los enemigos de la burguesía e imponer la más sistemática explotación de las clases trabajadoras y de las mujeres. En la historia capitalista, el recurso a un dictador que realice estas tareas es más frecuente de lo que sospechamos, y lo es más aún cuando el Estado se asienta también sobre la opresión nacional de otros pueblos. Los poderes del dictador tienden a aumentar en la medida en que disminuye la fuerza de la burguesía, y a mayor debilidad de ésta más poder de aquél.

La decadencia española era casi incontenible sobre todo porque, además de otras razones, la burguesía no había realizado una revolución política que modernizase el Estado, impulsase la industrialización, centralizase las diferentes zonas de desarrollo capitalista, y asentase la racionalidad burguesa. El viejo estado clientelar y enchufista se reforzó con el poder eclesiástico y militar. Si a esto unimos el miedo burgués a la revolución y a la independencia de los pueblos, más las sospechosas muertes de golpistas más capaces que Franco, viendo todo esto, se comprende la larga victoria del dictador. Realmente, sólo fue peón de una burguesía que vivió muy cómoda, mirando sólo el presente y desentendiéndose del futuro, de las reformas profundas que necesitaba el Estado. La política franquista puede resumirse en tres grandes capítulos: represión interna, nulas reformas modernizadoras e impunidad patronal. Quienes más padecían esta política eran los pueblos oprimidos y especialmente Euskal Herria. Su inicial apoyo práctico a Hitler fue suavizado poco antes de su derrota para convertirse en apoyo a los EEUU, pero esta adaptación oportunista no varió los tres ejes citados. Tanta dejadez no podía durar y a finales de los ’50 la situación económica era tan grave que la fracción tecnocrática y opusdeista de la burguesía asumió muchos más poderes económicos, ideológicos y políticos, dejando a Franco el monopolio de la represión, que era lo único que hacía bien. La dictadura no desapareció en modo alguno, fue adaptada a las nuevas necesidades del capital manteniendo y endureciendo su brutalidad cuando era necesario.

Pero lo que más nos interesa es la continuidad de un aparato estatal arcaico y de una mentalidad burguesa despreocupada por el futuro, que miraba casi exclusivamente a la ganancia inmediata. Esta mentalidad miope tan opuesta a la racionalidad burguesa de invertir para el futuro, ya había hecho crack en las derrotas de Cuba y Filipinas, y volvió a hacerlo en las extremas dificultades de la invasión de Marruecos pero siguió no sólo viva sino orgullosa y engreída. Así se comprende que tras el desarrollismo caótico de los ’60 y mientras la burguesía europea imponía severas medidas de austeridad para capear la crisis de finales de esa década y la subida del crudo de 1973, la tecnocracia opusdeísta siguió creyendo que nunca acabarían los años de vacas gordas. Idéntica despreocupación reinaba en la estrategia represiva torpemente militar, ciega ante la hondura de las raíces de las luchas independentistas y convencida de que con consejos de guerra sumarísimos, penas de muerte, largos períodos de excepción, etc., acabaría con Euskal Herria. La metamorfosis de la dictadura en democracia vacía no fue efecto de un súbito ataque de inteligencia de ese sistema sino una oferta de la leal oposición que ya en Munich había elaborado la base de la claudicación, con el apoyo externo del PCE y el de un PSOE creado artificialmente con los marcos de la Alemania Occidental bajo la supervisión de la embajada norteamericana.

En el plano represivo, la «ayuda internacional» fue decisiva porque las innovaciones de la UCD y el Plan ZEN del PSOE se basaban en consejos de las mejores policías políticas del capitalismo mundial, en aquellos cruciales años. La mentalidad cuartelera y africanista no podía hilar tan fino, y el PSOE tuvo que recurrir a las mafias internacionales más crueles para crear los GAL, junto con los servicios franceses y los ineptos españoles. El PSOE quiso introducir una cierta racionalidad y un proyecto a medio plazo para «reconstruir España» pero no pudo por la inmensidad de la tarea, por su propia corrupción e incapacidad interna, y por la fanática oposición de la derechona más reaccionaria. La «España de charanga y pandereta» le presionaba tanto y le estaba poniendo al borde de la derrota electoral que el PSOE inició el proceso que acabaría en el encarcelamiento de la Mesa Nacional de HB, entre otras medidas. Su fina capa de modernismo tibio y vergonzoso no podía contener las erupciones de odio que salían de lo más profundo de mentalidad de cruzada y reconquista española. Mas no fue sólo el PSOE el que se descubrió a sí mismo volviendo al pasado, también el PNV de Ardanza, con su lazo azul, se postró ante «la furia de la raza», preparando el camino para el recibimiento que Arzallus hizo a Aznar.

Con el PP en el gobierno volvió la Inquisición de siempre pero con su forma actual. Intelectuales que habían cambiado la tricolor republicana por la bicolor constitucional, se pasaron a la bicolor franquista, exigiendo autos de fe, castigos públicos y quemas de independentistas vascos. Luego, desagradecidos ellos, le gruñeron al siempre fiel PNV, y llevados la fe en el nuevo líder joseantoniano decretaron que todos los vascos somos sospechosos por nacimiento, pudiendo ser culpables según los caprichos de un aparato judicial que había retrocedido a la época del plomo derretido en la garganta del reo. Mientras multiplicaba la represión, el PP despreciaba el futuro y el capitalismo español aceleró su caída en la obsolescencia productiva: que inventen los extranjeros. La mentalidad del señorito pendenciero e ignorante volvió -nunca se fue del todo- a dominar oficialmente, y entre chapuzas y ridículos se gestó lo que ahora es el 18/98, un monumento al irracionalismo más vengativo. Lo hizo contando con el apoyo del PSOE, en cuyo interior también se regodea el nacionalismo español más irreflexivo. El desprecio del PP hacia la inteligencia colectiva se demostró en el 11-M, su esencia dictatorial se reafirmó con su campaña contra los resultados electorales del 14-M/04; ambos son muestra de esa ideología que se cree designada por dios para propagar los «valores eternos de España» por todo el mundo. El PSOE está atado por la fuerza de esa ideología que le lleva a obedecer las órdenes represivas dejadas por el PP, como, entre otras muchas, la del 18/98. Vigilado muy de cerca por el PP, por la Iglesia, por la industria político-mediática, por las ONGs de derechas, etc., que saben que avanza la construcción nacional vasca, el PSOE no se libera del fantasma de Covadonga y sigue apoyándose en los cañones de Cisneros. Salvando los cambios de forma, buceando en la lógica de la opresión nacional descubrimos la nítida continuidad entre los macroprocesos franquistas y el proceso del 18/98 en estos momentos. ¿Al final, será Zapatero una excrescencia más de los delirios imperiales?