El nitrógeno y el fósforo son dos elementos esenciales para que los seres vivos funcionen. Pero los impactos de su sobreabundancia en los ecosistemas pueden llegar a ser graves. El Mar Menor es uno de los mejores ejemplos de cómo hemos llegado a alterar los ciclos de dos elementos esenciales para la vida hasta convertirlos en un problema para el planeta.
Un gobio de roca nada tranquilo, pegado al fondo de la laguna. Busca algún crustáceo que llevarse a la boca. Ignora, como hacemos el resto de seres vivos, qué sucede en su interior, qué es lo que mantiene su maquinaria celular en marcha. Allí, a escala microscópica, todo se reduce a la química de los elementos. El nitrógeno, por ejemplo, es una pieza clave de los ácidos nucleicos que dan forma a su ADN. Y el fósforo es el elemento central del complejo proceso que permite respirar a sus células. Sin ellos, ni el gobio ni nada de lo que vive a su alrededor podrían existir.
Pero este no es un pez cualquiera en una laguna cualquiera. Este gobio de roca vive en el Mar Menor (Murcia) y, aunque todavía no lo sabe, será uno de los pocos que sobrevivan al próximo episodio de hipoxia durante el cual se consumirá casi por completo el oxígeno del agua. La culpa, extrañamente, será también del nitrógeno y del fósforo. Y es que esta albufera del Mediterráneo es uno de los mejores ejemplos de cómo hemos llegado a alterar los ciclos de dos elementos esenciales para la vida hasta convertirlos en un problema para el planeta – y para nuestra propia especie.
Ingredientes para la vida (y para la agricultura)
Muy lejos del Mar Menor, a 1,5 millones de kilómetros de la Tierra, flotando en el espacio exterior, el nuevo telescopio James Webb rastrea el universo. Entre sus muchas misiones, está la de buscar posibles indicadores de vida en otros planetas. Para hacerlo, existen muchas técnicas, pero los astrobiólogos suelen centrarse en una: detectar los ingredientes esenciales para la vida tal y como la conocemos en la Tierra. Es decir, detectar carbono, hidrógeno, oxígeno, azufre, nitrógeno y fósforo. Sin estos seis elementos, la vida en nuestro planeta no es posible.
El nitrógeno es un elemento muy abundante en la Tierra, ya que forma el 79% de la atmósfera. Y también está presente en todos los seres vivos del planeta, ya que es clave para la formación de ADN, de aminoácidos y proteínas y para la transferencia de energía. De hecho, los seres humanos somos un 3% nitrógeno, aproximadamente. Sin embargo, mientras los seres vivos necesitamos construir otras cosas con el nitrógeno, el que está presente en la atmósfera es muy estable y difícil de combinar. El camino que sigue hasta formar parte de la maquinaria de la vida no es precisamente sencillo.
«La mayoría de seres vivos necesitamos nitrógeno reactivo, combinado con otros elementos. Pero la capacidad de transformar la molécula de nitrógeno de la atmósfera en otros compuestos es limitada en los sistemas naturales», explica Estela Romero, ecóloga marina e investigadora posdoctoral en en el Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales (CREAF) de la Universitat de Barcelona. «Solo algunas bacterias son capaces de hacerlo, fijando el nitrógeno y combinándolo con hidrógeno. Algunas viven en el suelo, otras están hospedadas en las raíces de plantas como las leguminosas y muchas de ellas están también en el océano».
Desde ahí, va pasando al resto de seres vivos a través de la cadena trófica. Todos estos caminos se conocen como el ciclo del nitrógeno, un conjunto de procesos biológicos y químicos que hacen circular este elemento por la biosfera. Todos los ingredientes esenciales para la vida siguen sus propios ciclos, incluido el fósforo, aunque con una pequeña diferencia: este es mucho menos abundante que el nitrógeno. Para empezar, apenas está presente en la atmósfera y casi todo lo que existe en la Tierra está en forma de roca.
Mediante la erosión, a lo largo de miles y millones de años, este fósforo sólido va pasando al suelo, de ahí a los vegetales y, después, a los animales. Una parte es también arrastrada por el agua hacia los ríos y el mar, donde todos los seres vivos lo van tomando. «No hay vida en la Tierra que pueda funcionar sin fósforo», señala Julia Martín-Ortega, profesora de economía ecológica y directora asociada del centro de investigación del agua de la Universidad de Leeds. «Es clave para el funcionamiento de las estructuras básicas de la célula».
Dado que son dos elementos esenciales para que los seres vivos funcionen, el nitrógeno y el fósforo son también dos factores limitantes para la vida. Es decir, si no están en el medio o si están en pocas cantidades, las plantas y los animales no pueden crecer igual. Y esto es algo que el sistema alimentario global, tal como está diseñado, no puede permitirse. Solo en la Unión Europea, en 2020 se utilizaron 10 millones de toneladas de fertilizantes de nitrógeno y 1,2 millones de toneladas de fósforo para abonar los campos. Pero la gran mayoría no se quedó en ellos, y ahí es donde empiezan los problemas.
Las minas del Sáhara y las fábricas de nitrógeno
La disponibilidad de fósforo y de nitrógeno marca el ritmo del crecimiento de los seres vivos. Cuanto más puedan tomar del medio, más rápido será su desarrollo. De forma natural, ambos elementos no están repartidos de forma equitativa por el planeta, por lo que el ser humano acabó ideando dos caminos para poder aumentar su cantidad allí donde hacía falta. Así, los fertilizantes nitrogenados y los fosfatados acabaron convirtiéndose en una de las piezas fundamentales del fuerte crecimiento de la producción agrícola en los últimos 60 años (durante la llamada revolución verde).
«Entre finales del siglo XIX y principios del XX, Fritz Haber y Carl Bosch fueron capaces de sintetizar amonio a partir de dinitrógeno [la molécula que está en la atmósfera] en un proceso industrial utilizando altas temperaturas y altas presiones», explica Estela Romero. Altas temperaturas y presiones que solo se consiguen mediante la quema de combustibles fósiles. Hoy, la producción y el uso de nitrógeno sintético es responsable del 10,6% de las emisiones de gases de efecto invernadero relacionadas con la agricultura y del 2,1% de las emisiones globales.
«La suya fue una solución brillante que les valió un premio Nobel y que abrió la puerta a la fabricación industrial de fertilizantes nitrogenados y, con ellos, a la esperanza de decir adiós a las hambrunas del mundo», añade Romero. «Sin embargo, desde el descubrimiento del proceso Haber-Bosch hemos introducido cantidades ingentes de nitrógeno reactivo en el planeta. Este ha mejorado el rendimiento de nuestros cultivos, sí, pero también se ha transformado, ha viajado y ha reaccionado de muchas otras maneras, algunas con consecuencias graves para el funcionamiento de los ecosistemas».
El fósforo, por otro lado, no se puede sintetizar. Pero se puede minar. El 85% de los yacimientos de roca de fosfato que quedan en el mundo están repartidos en 5 países: Marruecos, China, Egipto, Argelia y Sudáfrica. Solo Marruecos atesora alrededor del 70% de las reservas. Una parte de estas, de gran importancia a nivel de exportaciones, está en un territorio ocupado y en conflicto en cuya situación España tiene mucho que ver: el Sáhara Occidental. Mientras el pueblo saharaui se opone a la explotación del recurso por parte de Marruecos, las exportaciones no han dejado de aumentar, tal como denuncia la organización Western Sahara Resource Watch.
Tras el apoyo de Estados Unidos, primero, y de España, más recientemente, al plan marroquí para el Sáhara Occidental (que entre otras cosas reconoce la soberanía de Marruecos sobre el territorio), la actividad alrededor del fosfato se ha multiplicado. Según el WSRW, el año pasado el Gobierno Marroquí dio luz verde a la construcción de una nueva planta de producción de fertilizantes y una nueva terminal portuaria en el Sáhara Occidental. La India y México son los grandes consumidores del fósforo marroquí, seguidos de Turquía, Pakistán y varios países de la Unión Europea, entre los que se encuentra España.
El conflicto entre nuestro país vecino y la antigua colonia española es solo uno de los ejemplos de cómo el fósforo se ha ido convirtiendo en un elemento de tensiones geopolíticas en los últimos años. «El otro gran problema es que estamos echando en la tierra mucho más fertilizante del que la planta puede absorber. Una parte se queda en el suelo y el resto se va con el agua y acaba llegando a los ríos y al mar. El fósforo no es tóxico, pero estamos generando un desequilibrio de nutrientes que acaba teniendo consecuencias tóxicas», explica Julia Martín-Ortega.
Del Mar Menor al resto del mundo
En el CREAF llevan ya muchos años estudiando el impacto del exceso de nitrógeno y fósforo en los ecosistemas acuáticos, un impacto que es mucho más visible en las cuencas fluviales donde la actividad humana es más intensa y donde hay más población. Los seres vivos y los ecosistemas han evolucionado adaptándose a vivir con cantidades limitadas de ambos elementos (sobre todo, de fósforo). Han aprendido a utilizarlo y reciclarlo con eficiencia. Pero, en unos pocos años, los seres humanos hemos alterado el equilibrio químico del medioambiente hasta el punto de que hemos superado el límite planetario de estabilidad de los ciclos del nitrógeno y del fósforo.
«El exceso de nitrógeno supone una modificación de los ecosistemas que nos afecta de manera directa, por los altos niveles de nitrato en el agua potable y sus efectos graves para la salud, por ejemplo, [el exceso de nitrógeno en el trigo se ha relacionado con la alta prevalencia de la celiaquía] e indirecta, por las emisiones de gases de efecto invernadero ligadas a su producción y su uso», señala Estela Romero. Los impactos de la sobreabundancia de nitrógeno en los ecosistemas son muy variados y, aunque no ocupen grandes titulares, son un problema real en un número creciente de ecosistemas y para cada vez más personas.
El exceso de nitrógeno provoca, entre otras cosas, el crecimiento desorbitado de algas que consumen el oxígeno del agua (dándose episodios de hipoxia o anoxia como los que vive el Mar Menor que causan la muerte por asfixia de otros organismos); el crecimiento explosivo de algas tóxicas (como los que causan el cierre de las mejilloneras y otras explotaciones acuícolas); la emisión de amonio y otros gases de efecto invernadero directamente desde el suelo; o la contaminación directa de las aguas dulces superficiales y subterráneas.
Con el fósforo sucede algo parecido. Según un estudio publicado recientemente por el CREAF, el exceso de este elemento fertiliza las aguas costeras, alterando el crecimiento de las algas y otros microorganismos que están en la base de la cadena alimentaria, pero que, en situaciones de abundancia extrema, hacen imposible que el resto de seres sobrevivan en ese ecosistema.
Llegados a este punto, ¿qué hacemos?
Ambas investigadoras coinciden en que lo primero es empezar a tomarse el asunto en serio y disminuir el aporte de ambos elementos al medioambiente. En el caso del nitrógeno, por ejemplo, se puede apostar por otros cultivos y prácticas agrícolas o por reconectar la agricultura con la ganadería (el estiércol es una fuente natural de nitrógeno). En cuanto al fósforo, se puede aumentar la eficiencia (se estima que más del 60 % de los fertilizantes usados acaba en el agua) e incluso dejar de usarlo en algunos casos en los que los terrenos de cultivo cuentan con reservas importantes tras muchos años de sobrefertilización.
«El principal problema que tenemos es que no existe un reconocimiento de la magnitud del problema ni una gobernanza articulada», concluye Julia Martín-Ortega, quien ha participado en la elaboración de la nueva estrategia de Reino Unido para transformar el uso de los fertilizantes fosfatados en el país que señala, entre otras cosas, la importancia de afrontar la cuestión desde la ciencia y la innovación, pero también desde la política, la economía o la implicación de la sociedad y las comunidades. «Por ejemplo, tenemos una conversación alrededor del carbono y los gases de efecto invernadero. Con mejores o peores resultados, pero ahí está. Pero el fósforo parece que no existe. Mira en el Mar Menor cuánto cuesta empezar a hablar del tema en serio», añade. «Tenemos un riesgo ecológico, por la contaminación por exceso de fósforo, y un riesgo alimentario real, porque el suministro del fósforo es muy vulnerable, depende de pocos países, y un día puede cortarse o volverse tan caro que sea inaccesible para muchos países».
Fuente: https://www.climatica.lamarea.com/contaminantes-fosforo-nitrogeno/