«Las relaciones de clase y de género constituyen, en efecto, el único hilo rojo que permite jugar al salta-fronteras, fundir las armaduras identitarias, superar el estrecho horizonte de la «preferencia» familiar, nacional o comunitaria. Frente al desasosiego y al malestar de esas pertenencias de repliegue, de esos postigos vacíos y de esas puertas cerradas a […]
«Las relaciones de clase y de género constituyen, en efecto, el único hilo rojo que permite jugar al salta-fronteras, fundir las armaduras identitarias, superar el estrecho horizonte de la «preferencia» familiar, nacional o comunitaria. Frente al desasosiego y al malestar de esas pertenencias de repliegue, de esos postigos vacíos y de esas puertas cerradas a cal y canto, la lucha de clases preserva la posibilidad de conjugar y de ligar en un combate común singularidades reconocidas y respetadas»
Daniel Bensaïd, Fragmentos descreídos
En su ya célebre ensayo sobre mayo del 68, Kristin Ross explica que uno de los síntomas más claros de la despolitización de la memoria del 68 y su reducción a «revolución cultural» se puede rastrear a partir del auge de los discursos anti-tercermundistas que han proliferado sobre todo a partir de los años ochenta entre los «nuevos filósofos» como André Glucksmann.
Estos discursos, poco después de echar raíces en la industria mediática y editorial, se expandieron, cual enredaderas, a una velocidad vertiginosa en el clima propicio de amnesia histórica que les ofreció la nueva y arrogante sociedad de consumo de la era Reagan. Y encontraron su corolario lógico en lo que hoy se llama «choque de civilizaciones». En estos nuevos discursos, el viejo etnocentrismo colonizador vuelve bajo la forma elitista de un retorno a la ética y la cultura frente a la política. La vieja Europa y «Occidente» vuelven a sus tradiciones, a sus valores y a sus esencias «universales y democráticas» frente al no occidental, el cual representa la alteridad absoluta; la barbarie que sólo merece la compasión, el castigo o la ayuda de Occidente.
Como explica Alain Badiou, este retorno a la ética encubre un proceso de despolitización de la sociedad y legitima las nuevas formas de racismo e imperialismo que, bajo el discurso de los derechos humanos, nos ofrecen un nuevo «sujeto universal» Kantiano geopolíticamente escindido:
«¿Quién no ve que en las expediciones humanitarias, las injerencias, los desembarcos de legionarios caritativos, el supuesto Sujeto universal está escindido? Del lado de las víctimas, el animal despavorido que se expone en la pantalla. Del lado del benefactor, la conciencia i el imperativo. ¿Y por qué esta escisión pone siempre a los mismos en los mismos papeles? ¿Quién no siente que esta ética volcada sobre la miseria del mundo esconde, detrás su Hombre-víctima, al Hombre-bueno, al Hombre-blanco?» (Badiou, Alain., La Ética, p.37)
Durante los sesenta, en cambio, en las metrópolis, para sectores muy importantes de la población, la relación con el «Otro» colonizado se sustentó principalmente en una relación política. Donde «el Otro» era visto como un ser autónomo y racional con voluntad política, con aspiraciones e ideas propias que podían ser criticadas, discutidas y compartidas. La solidaridad con las luchas de Argelia, Vietnam, Cuba, el Congo… permitieron la absorción de sus ideas y aspiraciones, lo que a su vez representaba inevitablemente un proceso de ruptura con los sistemas y las estructuras «culturales» que hasta ese momento configuraban la propia «identidad» de mucha gente en las metrópolis: el Estado capitalista, el imperialismo, el consumismo, los partidos tradicionales… y, por tanto, esas aspiraciones fueron también asumidas y catalizadas por las revueltas en las propias metrópolis.
Pero esta apertura hacia el «Otro» de los sesenta no se daba tan solo respecto a los países que luchaban contra el imperialismo, sino dentro de las propias estructuras sociales de las metrópolis, con el «Otro» interior: el proletario, el inmigrante, las mujeres, los desheredados…
Hoy, con todo el ruido del culturalismo y las políticas de identidad, parece que pasamos por alto este factor político fundamental: los mayores ejemplos de «apertura hacia al Otro», de comprensión «intercultural» del siglo pasado, los encontramos en el internacionalismo revolucionario de los años 20 y 30; en los 60 y 70 y, finalmente, en los nuevos movimientos antiglobalización que desde Chiapas a Génova, pasando por Bolivia, Ecuador, Venezuela o las manifestaciones contra la guerra de Irak, inauguran un nuevo ciclo de luchas; una nueva posibilidad de actualización del espacio de lo común; de una solidaridad no degradada a eslogan publicitario asistencial y compasivo, sino percibida como una comunidad de intereses y de objetivos frente a un enemigo común.
Marx contra Heidegger
En su libro «Pensar tras el terror» Susan Buck-Morse señala cómo el lenguaje está siendo apropiado hoy por los discursos del poder de un modo muy particular, que acaba negando su utilidad como herramienta para la crítica y la cognición social.
Morse denuncia que la actual apropiación «ontológica» de los discursos y las imágenes no permite juicios de verdad respecto a la práctica de los mismos. Así, cuando se dice: «Estados Unidos, Europa, Israel…son civilizados y por tanto no violan los derechos humanos» se está entrando en el terreno ontológico e irracional de la identidad y la «diferencia», ya que bajo esta forma de discurso, hagan lo que hagan estos países, es por definición respetuoso con los derechos humanos, pues la forma de «ser» de estos países es respetar los derechos humanos.
Como señala Morse, muy distinto sería si invirtiéramos el orden del discurso: «Si el estado de Israel no viola los derechos humanos es civilizado». «Si…entonces…» es una forma de discurso que, como se puede ver, admite juicios de verdad o mentira; se puede verificar si el discurso se amolda a la realidad de los hechos o no.
Esto, lejos de ser un simple juego de palabras, lo que pretende señalar es que resulta urgente recuperar una epistemología materialista geográfica e histórica frente esta «jerga de la autenticidad» que parece que se está apoderando de todos los discursos a derecha e izquierda.
En este retorno a Heidegger, parece que la pregunta por el origen, por el «Ser», proporciona la explicación a todos los conflictos sociales sin el engorro de la historia y la política. De este modo, como señala Bensaïd, cualquier analista a sueldo de la OTAN (o desde la izquierda como en el caso de Michel Onfray), puede teorizar la incompatibilidad constitutiva del «ser» musulmán con los valores de igualdad o libertad, y definir el Islam como extrahistórico y «estructuralmente arcaico»…
Sin embargo, como explica Bensaïd siguiendo al Marx de La cuestión judía, no hay que buscar: «más el secreto del musulmán en los versículos del Corán, sino en las relaciones poscoloniales de la época de la mundialización liberal y de las revoluciones técnicas en la biología o la comunicación. No en un texto original, sino en el desarrollo histórico. No en el Ser inmutable, sino en las diferenciaciones del devenir».
Diferenciaciones que, precisamente, como señala Aziz Al-Azmeh, en el caso de algunos islamismos políticos, se parecen sospechosamente a la imagen del musulmán construida por el orientalismo europeo. Y es que uno tiene a veces la sensación de estar leyendo una novela de E.M Forster o visionando Lawrence de Arabia cuando ve las crónicas del telediario sobre Oriente Medio. Como dice Frederic Jameson: «seguramente ello refleja la transformación propiamente posmoderna de la etnicidad en neoetnicidad, en la medida en que se lleva el aislamiento y la opresión de los grupos al reconocimiento mediático y a la nueva reunificación por la imagen».
Ahora, esta pregunta por el «Ser», con la inestimable ayuda de la crisis, ha permitido construir la imagen de los «auténticos europeos», que desde Alemania hasta Francia, desde España hasta Italia, desde Holanda hasta Suiza, pasando por Dinamarca, han «descubierto» por fin sus orígenes humanistas y democráticos y reaccionan con «firmeza» y «responsabilidad» frente musulmanes, gitanos, inmigrantes y pobres varios (pues son «estructuralmente arcaicos», «esencialmente patriarcales» e incapaces de «integrarse»).
Pero, como señala Bensaïd, esta pregunta por el «Ser» (con sus extravagantes neurosis por el origen) en muchas ocasiones no es ajena ni a la izquierda social ni a los oprimidos que reproducen como en una pesadilla los peores clisés del multiculturalismo liberal.
Es por ello que Bensaïd propone una «autonomía de apertura», una «solidaridad crítica» entre los dominados que permita trascender y evitar este tipo de dispositivo entre los movimientos sociales y la máquina culpabilizadora que le acompaña, que acaba introduciendo la paranoia y el «pecado» en todas partes: «¿pero es acaso necesario ser negro para combatir el racismo, judío para combatir el antisemitismo, mujer para denunciar el sexismo y homo para denunciar la homofobia? Instalarse en la sospecha recíproca generalizada no contribuye demasiado a romper el círculo vicioso de la dominación. […] Se trata de hacer un llamamiento a la resistencia y a la acción, exigir para empezar un examen previo de las conciencias y la confesión pública de la parte sombría que cada cual lleva dentro es un mal comienzo».
Internacionalismo o barbarie
Así pues, en Fragmentos descreídos, Bensaïd apela a la tradición histórica de un universalismo «en proceso» para romper con esa dialéctica del amo y del esclavo en la que los oprimidos y la izquierda «nos resignamos a dar vueltas en el círculo de la reproducción colonial».
Frente los mitos identitarios en los que «la opresión se convierte en un asunto de filiación y se insinúa entre los oprimidos una forma perniciosa de derecho de sangre en detrimento de las solidaridades por construir»; frente las idolatrías de los poderosos que convierten la razón en razón de Estado y sus discursos de humanismo y universalismo en las palabras tiernas que un sádico profiere ante sus víctimas mientras les arranca la piel a tiras… Frente a esto, Bensaïd nos propone apostar por una razón estratégica, una política profana de situación donde la universalidad, la justicia, la igualdad, la emancipación de la mujer, el comunismo… sean a la vez proceso y horizonte regulador. Señala las carencias, la necesidad de pensar las solidaridades por construir desde cada opresión específica y las tareas concretas de cada situación necesarias para una humanidad emancipada de los propios mitos que la subyugan.
Así, por las páginas descreídas de Bensaïd pasan personajes revolucionarios y descreídos de mitos identitarios varios como Franz Fanon: «Aun conociendo perfectamente el uso colonial del universalismo abstracto, Fanon pretende asumir plenamente el universalismo inherente a la condición humana […] La negritud es un camino, no una meta. A través del daño particular, quiere tender hacia lo universal» (p. 116).
Malcolm X: «fue abatido por los asesinos. Fue el desenlace lógico de un recorrido que le había conducido, en pocos meses, de la comunidad racial y religiosa a un internacionalismo universalista. Su evolución, era, sin duda, demasiado inquietante para muchos» (p. 131).
Edward Saïd y Michel Warschawsky, palestino y judío respectivamente, apostando uno y otro por la alternativa binacional frente al apartheid y la nación étnica impuesta de forma criminal por el Estado de Israel: «Los israelíes y los palestinos están demasiado inextricablemente mezclados como para estar separados, incluso aunque ambas partes reclamen hoy esta separación. A condición de razonar en términos de ciudadanía más que de nacionalidad, la coexistencia, en un país desembarazado del etnocentrismo y de la intolerancia religiosa, de dos comunidades que gozaran de derechos políticos iguales sobre una tierra común sería un cambio concebible. Y necesaria. Ya que, fueran quienes fueran sus autores, una limpieza étnica seguiría siendo una limpieza étnica» (p. 100).
O el militante Abdellali Hajjat respondiendo a la doxa bienpensante liberal a propósito de las causas de explosión social de las banlieues: «Las causas de este furor popular son sociales y políticas, y no étnicas y religiosas. No se trata de una falta de integración, palabra que ya no tiene ningún sentido hoy en día, en la medida en que tiende a privilegiar la peligrosa batería de explicaciones culturalistas» (p. 165).
En definitiva, Fragmentos descreídos es un libro imprescindible y de una enorme actualidad que intenta descodificar los conflictos de un mundo en descomposición cuyos pánicos identitarios, convulsiones polémicas en torno «civilizaciones» y «religiones» y repliegues autoritarios son síntoma de una crisis de modelo y también de paradigma para pensar alternativas a dicho modelo: «hay que explorar la posibilidad de una política más allá del paradigma clásico y sus categorías. Hay que estar a la escucha de los choques de acontecimientos y de las experiencias fundadoras susceptibles de despertar la razón estratégica de su gran letargo».
Un nuevo internacionalismo debe ser levantado, nuevas mediaciones políticas entre lo particular y lo universal deben constituirse, pues el fin último de una comunidad universal que es el comunismo deviene una necesidad objetiva y concreta cuando la universalidad abstracta del capital tiende a fagocitarlo todo.
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