Traducido del Inglés para Tlaxcala y Rebelión por Carlos Sanchís
Cuando el gobierno israelí decidió, en el espacio de unas pocas horas, empezar la segunda guerra de Líbano, no tenía ningún plan.
Cuando el Jefe del Estado Mayor instó al gabinete a empezar la guerra, no presentó ningún plan. Esto lo reveló esta semana un comité de investigación militar. Y da miedo.
Un plan no es un extra optativo, sin un plan no se puede hacer nada bueno. Una guerra sin un plan es como un cuerpo humano sin columna vertebral. ¿Puede alguien imaginarse la construcción de un edificio sin planos? ¿De un puente? ¿De un automóvil? ¿La celebración de una conferencia?
Después de todo, a diferencia de una casa, un puente, un automóvil o una conferencia está el hecho de que una guerra mata personas. Su propia esencia es matar y destruir.
Casi en todos los casos comenzar una guerra es un crimen. Empezar semejante guerra sin un plan ni la preparación apropiada es totalmente irresponsable, acumulando crimen sobre crimen.
Cuando un estado inicia una guerra, la secuencia es, simplificando, como sigue:
1. El gobierno adopta un objetivo político claro.
2. El gobierno reflexiona sobre si este objetivo sólo se puede lograr mediante la guerra después de llegar a la conclusión que no se puede conseguir por otros medios.
A partir de este punto, el énfasis se mueve del liderazgo político al militar. Su deber es:
3. Preparar un plan estratégico por lograr el objetivo elegido por el gobierno.
4. Convertir el plan estratégico en un plan táctico. Entre otras cosas para: decidir qué fuerzas se necesitan, cuáles serán empleadas, cuál es el objetivo de cada fuerza y en cuánto tiempo debe lograrlo, así como prever los posibles movimientos del otro bando.
5. Preparar a las fuerzas para sus tareas de acuerdo con su adiestramiento y equipo.
Una voluntad gubernamental sabia también piensa sobre la situación que le gustaría tener después de la guerra e instruirá al ejército para tener esto en cuenta mientras planea sus operaciones.
Ahora se desvela que no sucedió nada de esto. No había ningún objetivo de guerra claramente definido, no había ningún plan político o militar, no había ningún objetivo claro para las tropas y éstas no se prepararon para las tareas que les fueron encomendadas. Sin un plan central ningún objetivo era posible.
Una guerra sin un plan no es en absoluto una guerra, sino una aventura. Un gobierno que empieza una guerra sin un plan no es en absoluto un gobierno, sino un manojo de políticos. Un Estado Mayor que va a combatir sin un plan no es en absoluto ningún Estado Mayor, sino un grupo de generales.
La forma en que se desarrollaron los hechos, según los comités de investigación, fue así:
El gobierno decidió emprender la guerra con prisa, en unas horas, sin definir ningún objetivo.
En los días siguientes, algunos objetivos fueron lanzados por aquí y por allá. Se siguieron unos a otros en sucesión rápida y contradiciéndose de muchas maneras, lo que por sí mismo es una receta para el desastre: cada objetivo exigía sus propios métodos y medios que podían ser bastante diferentes de los que exigían otros.
Entre los objetivos que se anunciaron estaban: la liberación de los dos soldados capturados, la destrucción de Hezbolá, la eliminación del arsenal de misiles en el sur de Líbano, empujar a Hezbolá lejos de la frontera, etcétera. Más allá de eso había un deseo general de tener un gobierno libanés que estuviera completamente subordinado a los intereses estadounidenses e israelíes.
Si se hubieran dado instrucciones a los oficiales competentes del ejército para que prepararan un plan para cada uno de estos objetivos, habrían llegado pronto a la conclusión de que todos ellos eran inalcanzables por medios militares dadas las circunstancias.
La idea de que los dos prisioneros podrían ser liberados mediante la guerra es manifiestamente ridícula. Como perseguir un mosquito con una almádana. El medio apropiado es la diplomacia. Quizás alguien habría pensado en capturar a algunos comandantes de Hezbolá para facilitar un intercambio de prisioneros. Algo que no fuese una guerra.
La destrucción de Hezbolá por una guerra necesariamente limitada era imposible, como debió de haber estado claro desde el principio. Hezbolá es una fuerza guerrillera que es parte de un movimiento político profundamente arraigado en la realidad libanesa (como se puede comprobar estos días en cualquier pantalla de televisión). Ningún movimiento guerrillero puede ser destruido por un ejército regular y, desde luego, no de un solo golpe y en días o semanas.
¿La eliminación del arsenal de misiles? Si los mandos del ejército se hubieran sentado para elaborar un plan militar, habrían comprendido que el bombardeo aéreo sólo puede lograr esto en parte. Una destrucción completa habría exigido la ocupación de todo el sur de Líbano, mucho más allá del río Litani. Durante ese tiempo una gran parte de Israel se habría expuesto a los misiles, sin que la población estuviera preparada para ello. Si esa conclusión se hubiera presentado al gobierno, ¿habría tomado la decisión que tomó?
Empujar a Hezbolá a unos pocos kilómetros al norte de la frontera no es un objetivo de guerra apropiado. Empezar una guerra para ese propósito, provocar una matanza y destruir barrios y pueblos enteros, habría significado una frivolidad inadmisible para lograr ese objetivo.
Pero el gobierno no tenía que entrar en tales deliberaciones. Puesto que no definió ningún objetivo claro, no exigió ni recibió plan militar alguno.
Si el atolondramiento del liderazgo político fue escandaloso, la imprudencia de la dirección militar lo fue doblemente.
Claramente, el mando del ejército fue a combatir sin ningún objetivo definido y sin plan alguno. Había algunos planes que se habían preparado y se habían ejercido a priori, sin ningún objetivo político específico en mente, pero se ignoraron y se abandonaron al comenzar la guerra. Después de todo, ¿quién necesita un plan? ¿Desde cuándo planean los israelíes? Los israelíes improvisan y están orgullosos de ello.
Así que improvisaron. El Jefe de estado Mayor, un general de la fuerza aérea, decidió que era suficiente con bombardear: si mataban a bastantes civiles y destruían bastantes casas, carreteras y puentes, la población libanesa se pondría de rodillas y haría lo que el gobierno israelí ordenara.
Cuando esto falló (como se debería de haber previsto) y la mayoría libanesa de todas las comunidades se agrupó tras Hezbolá, el mando comprendió que las operaciones terrestres eran inevitables. Puesto que no había ningún plan, las hizo sin él. Se enviaron tropas a Líbano de una manera casual, sin objetivos claros, sin calendario. Las mismas localidades se ocupaban una y otra vez. El resultado final: las fuerzas arrancaron pedazos pequeños de terreno en los límites del territorio de Hezbolá, sin logro real alguno, pero con fuertes pérdidas.
No puede decirse que los objetivos de guerra no se lograran. Simplemente no había ningún objetivo de guerra.
La peor parte no fue la falta de un plan. La peor parte fue que los generales ni siquiera notaron su ausencia.
Los investigadores del Interventor Estatal descubrieron la semana pasada un hecho sorprendente de suma importancia: la mayoría de los miembros del Estado Mayor General nunca ha asistido a cualquiera de los cursos del alto mando que son el equivalente israelí de una academia militar.
Esto significa que nunca aprendieron la historia militar y los principios de la estrategia. Son técnicos militares asimilables a ingenieros técnicos o contables. Asumo que están bien versados en el aspecto técnico de la profesión: cómo mover fuerzas, cómo activar sistemas armamentísticos y cosas semejantes. Pero no han leído libros sobre teoría militar y el arte de la guerra, no han estudiado cómo los líderes de los ejércitos dirigieron sus guerras a lo largo de los siglos, no se han enterado de las reflexiones de los grandes pensadores militares.
Un líder militar necesita intuición. Ciertamente. Pero la intuición crece a través de la experiencia; su propia experiencia, la experiencia de su ejército y la experiencia acumulada de siglos de guerra.
Por ejemplo si hubieran leído los libros de Basil Liddell Hart, quizás el comentarista militar más autorizado del último siglo, habrían aprendido que la batalla de David y Goliat no fue una confrontación entre un muchacho con una honda primitiva y un gigante fuertemente armado y protegido, como normalmente se presenta sino, muy al contrario, una batalla entre un sofisticado luchador con una arma moderna que podía matar a distancia y un combatiente engorroso equipado con armas obsoletas.
En la guerra de Líbano, el papel de David lo jugó Hezbolá, una fuerza móvil e ingeniosa, mientras que el ejército israelí fue Goliat, fuerte, limitado por la rutina y con armas inapropiadas.
Cualquiera que lea esta columna regularmente sabe que nosotros le dimos bien al silbato antes de la guerra. Pero nuestra crítica fue entonces sospechosa debido a nuestra oposición a la propia guerra, qué consideramos inmoral, superflua e insensata.
Ahora tenemos varios comités de investigación militar nombrados por el propio Jefe del Estado Mayor (¡aproximadamente 40!) y éstos, uno tras otro, confirman nuestra crítica casi palabra por palabra. No sólo la confirman, sino que agregan una riqueza de detalles que pintan un cuadro aun más oscuro.
Es un cuadro de confusión absoluta: operaciones improvisadas, una estructura de mando anárquica, mal entendimiento de las órdenes, órdenes emitidas, canceladas y emitidas de nuevo, oficiales del Estado Mayor que dan órdenes directamente para subordinar a comandantes que se desvían de la cadena de mando.
Un ejército que una vez fue uno de los mejores del mundo, un objeto de estudio para oficiales de muchos países, se ha vuelto un cuerpo ineficaz e incompetente.
Los comités no contestan una pregunta básica: ¿cómo sucedió esto?
Salvo unos pocos indicios aquí y allí, los comités no dicen cómo hemos llegado hasta aquí ¿Qué le ha pasado al ejército israelí?
Esto también lo hemos dicho muchas veces: el ejército es la víctima de la ocupación.
El próximo junio, la ocupación de los territorios Palestinos «celebrará» su 40 aniversario. No hay ningún precedente para semejante y largo régimen de ocupación militar. Una ocupación militar es por su propia naturaleza un instrumento a corto plazo. En el curso de una guerra, el ejército conquista territorio enemigo y lo administra hasta el final de la guerra, cuando se decide su destino por un acuerdo de paz.
Ningún ejército está contento con el papel de fuerza ocupante y sabe que esto lo destruye, lo corrompe desde dentro, lo daña física y mentalmente, lo desvía de su función más importante e impone en él métodos que no tienen nada que ver con su misión real: defender al estado en guerra.
Con nosotros, la ocupación se convirtió, casi desde el principio, en un instrumento político para el logro de objetivos que son extraños a la función de las «Fuerzas de Defensa». En teoría es un régimen militar, pero en la práctica es una subyugación colonial en la que el ejército israelí cumple, principalmente, la vergonzosa tarea de fuerza policiaca opresiva.
En el ejército de hoy no hay ningún oficial en servicio activo que recuerde las Fuerzas Israelíes de Defensa de antes de la ocupación, el ejército en el que creció el «pequeño» Israel dentro de la Línea Verde, que derrotó cinco ejércitos árabes en seis días al mando del brillante Jefe de Estado Mayor Isaac Rabin. Todos los comandantes de la segunda guerra de Líbano empezaron su carrera cuando ya era un ejército de ocupación. El último éxito militar del ejército israelí se logró a principios de la ocupación, hace una generación, en la guerra del Yom Kippur.
Un ejército cuyo trabajo es mantener la ocupación, los «asesinatos selectivos» (aceptados esta semana por el Tribunal Supremo en una decisión vergonzosa), la demolición de casas, el maltrato a civiles indefensos, la caza de niños que les arrojan piedras, la humillación a la población en los innumerables bloqueos de carreteras y los incontables actos típicos de un ejército de ocupación, ha demostrado que no se ajusta a la guerra real, ni siquiera contra una pequeña fuerza de guerrilla.
La corrupción del ejército israelí y la putrefacción a la que ha llegado, expuesta en toda su fealdad por las investigaciones de la guerra, son un peligro para el Estado de Israel.
No es bastante con destituir al Jefe de Estado Mayor (quien aferrándose a su cargo añade un escándalo mas a los escándalos de la guerra), ni es suficiente relevar a todo el Estado Mayor. Hay una necesidad de reforma desde la cima hasta el fondo, un cambio del ejército en todos los sectores y en todas las calidades. Pero mientras dure la ocupación, no hay ni siquiera un punto por el que empezar.
Nosotros siempre lo hemos dicho: la ocupación corrompe. Ahora hay que decir alto y claro: la ocupación está poniendo en peligro la seguridad de Israel.
Original en inglés:
Carlos Sanchís pertenece a los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, el traductor y la fuente.