Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Los recientes planes del gobierno israelí y de la Knesset [parlamento] de modificar leyes existentes sobre los derechos de ciudadanía en Israel han generado olas de crítica en círculos liberales, incluidos los israelíes. Las enmiendas propuestas institucionalizarían un juramento de lealtad a Israel como «Estado judío» y permitirían que comunidades residenciales excluyan a familias que «afecten» su «tejido social-cultural». Por refrescantes que hayan sido esas reacciones críticas (después de todo es bueno saber que todavía hay algunos liberales por ahí dispuestos a defender los ideales de democracia e igualdad en lugar de justificar violaciones de derechos humanos -especialmente los de árabes y musulmanes- como un mal menor, a lo que se han acostumbrado varios destacados liberales en los últimos años), los puntos de vista expresados todavía sufren una importante deficiencia.
Los críticos liberales de esos planes no llegaron a señalar el verdadero tema en cuestión, es decir el sionismo. En otras palabras, se concentraron en el efecto en lugar de la causa. Es algo típico de los críticos liberales del Estado israelí que no dejan de objetar algunas de sus políticas -por ejemplo, la demolición de casas y la construcción de nuevos asentamientos- pero que siempre temen criticar la ideología subyacente. Para los liberales occidentales, el sionismo es la ideología y movimiento de liberación nacional de los judíos que fueron perseguidos en Europa durante siglos, y como tal debería ser inmune a toda crítica. Aunque la oposición al antisemitismo es la única posición honorable que cualquier persona decente debe adoptar ante el racismo contra los judíos, no debería conducir a pasar por alto el carácter racista del propio sionismo.
Las características racistas y colonialistas del sionismo fueron bastante evidentes desde su comienzo como movimiento político organizado a finales del Siglo XIX. En su intento de vender la idea de un Estado judío en Palestina a las potencias colonialistas de esa época, Theodor Herzl explicó que semejante Estado constituiría parte del «muro de defensa [de Europa] contra Asia; serviría como un puesto avanzado de la civilización contra la barbarie». Pero se apresuró a agregar que los sionistas aceptarían cualquier país que las potencias coloniales europeas quisieran darles. Nótese que fue casi medio siglo antes de los atroces crímenes de los nazis contra los judíos europeos. Sobra decir que la opinión de la gente indígena de cualquier país que las potencias coloniales escogieran para destinarlo a los sionistas carecía de importancia para estos últimos. Porque si hubiera sido Palestina, Argentina o Uganda -por mencionar sólo unos pocos países que fueron considerados para establecer un Estado semejante- habría sido considerada «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra».
Por cierto, los sionistas eran conscientes de la presencia de gente en Palestina. Sin embargo para ellos esa gente, a diferencia de los judíos de Europa, no era lo bastante desarrollada y civilizada como para tratarla como nación digna de un Estado. El hecho de que esa actitud haya sido el Zeitgeist de la Europa del Siglo XIX no la hace menos racista o aceptable. Incluso cuando los imperios europeos comenzaron a mostrar señales de fatiga debido a la resistencia de pueblos colonizados y de oposición interna, los dirigentes sionistas siguieron siendo incondicionales partidarios del colonialismo. Como dijo Jabotinsky, tenían «la decisión inconmovible de mantener todo el Mediterráneo en manos europeas… Porque Occidente ha representado una cultura superior al Oriente en los últimos mil años… y nosotros somos hoy los portadores más destacados y leales de esa cultura.» La infame negación de la existencia de los palestinos de Golda Meir es en esencia sólo otra expresión de esa lógica. El Proceso de Oslo -que incorporó un cierto nivel de reconocimiento por Israel de los palestinos- no condujo a un cambio importante al respecto como lo demuestra la continua deshumanización de los palestinos en Cisjordania y Gaza a manos de soldados y colonos israelíes.
Esas leyes que se implementarán pronto deben ser consideradas junto a la insistencia del gobierno israelí de que los palestinos reconozcan Israel como Estado judío y las frecuentes advertencias hechas por políticos y eruditos israelíes sobre la amenaza demográfica presentada por los árabes de 1948. El que se considere a una parte importante de la ciudadanía como una amenaza existencial parecería bastante absurdo a todo el que crea en la democracia, pero no para los sionistas (incluyendo sionistas liberales) quienes creen que ser el Estado de los judíos, no de todos sus ciudadanos, es la razón de ser de Israel. Por lo tanto los árabes que lograron permanecer en la tierra sobre la cual se estableció el Estado israelí en 1948 -después de la limpieza étnica de la mayoría de la población indígena- fueron colocados bajo la ley marcial durante casi dos decenios. El fin de ese estado, poco antes del ataque israelí contra Egipto, Siria y Jordania en junio de 1967, no significó que la vida de la comunidad árabe haya vuelto a la normalidad. Durante años, la Knesset aprobó una serie de leyes hechas para impedir su desarrollo cultural y económico. Confiscación de tierras, demolición de aldeas y rechazo de permisos de construcción son sólo algunos de los mecanismos empleados para lograr ese objetivo. La persecución de dirigentes y masacres (por ejemplo Kafir Qassem) también forman parte de los métodos utilizados para eliminar la «amenaza» de la comunidad árabe.
La estrategia -si alguna vez hubo algo que merezca esa descripción- del movimiento de liberación nacional palestino desde los años sesenta hizo el juego a los sionistas y contribuyó a mantener fuera de la vista a los árabes de 1948. Hasta la derrota árabe de junio de 1967, los palestinos habían cifrado sus esperanzas en que los ejércitos de los Estados árabes liberarían Palestina. Después de la batalla de Al-Karama los fedayines se convirtieron en el objetivo de la esperanza. En ambos casos la liberación se buscaba por medio de esfuerzos militares que se originaban desde afuera de Palestina histórica; y durante todo este período la «Cuestión Palestina» se aplicó sólo al segmento de la población que fue expulsada de Palestina en 1948. Raramente, si alguna vez, se mencionó algo sobre los que se quedaron. Comenzando ya en 1974 y culminando en el Proceso de Oslo, la transformación de la Organización por la Liberación de Palestina de un movimiento de liberación a una burocracia interesada en gobernar un Estado o cualquier parte de Palestina -no importa cuán pequeña- de la cual los israelíes estuvieran dispuestos a retirarse, parecía haber sellado para siempre la suerte de los árabes de 1948.
Sin embargo, resultó que eran tan resistentes como los cactus que crecen en las ruinas de las cerca de 400 aldeas árabes destruidas en 1948, indicando su ubicación y sirviendo de testimonio viviente de los crímenes cometidos contra los árabes de Palestina. De no menos importancia es el hecho de que la presencia de esa comunidad en el corazón del Estado israelí saca a la luz la lógica defectuosa en la que se basa el Proceso de Oslo -una lógica adecuadamente descrita por el difunto Baruch Kimmerling como «separatista». Hace unos años Martin van Creveld, el celebrado historiador militar israelí, resumió sucintamente esa lógica. La solución al conflicto como la vio él tomó la forma de un muro que separara a los israelíes de los palestinos en Cisjordania y Gaza. El muro debía ser «tan alto que ni los pájaros puedan volar por encima… Y luego, por supuesto, si alguien trata de trepar por el muro, lo matamos.» Es, en pocas palabras, la esencia del Proceso de Oslo. Lejos de tener que ver con paz, coexistencia y justicia, el Proceso de Oslo tiene que ver con una forma menos costosa de control que arroje un lazo salvavidas al proyecto sionista.
Sin embargo, la confinación de un segmento del pueblo palestino a bantustanes en Cisjordania y Gaza, es decir el «Estado palestino», y la dispersión de otro segmento por todo el mundo, no solucionarán el problema del Estado israelí. Y sus dirigentes lo saben, de ahí su presión por lograr el reconocimiento palestino de lo que afirman que es el carácter judío del Estado y su más reciente ataque sistemático contra los árabes de 1948. Mientras tanto, los mismos dirigentes nunca se cansan de referirse a su Estado como la única democracia en la región. ¡Chutzpah! [Descaro en yídish]
Es muy probable que fracase la búsqueda de Binyamin Netanyahu y compañía de una victoria final y total sobre la gente indígena de Palestina. Ciertamente atraerá atención al sufrimiento de los árabes de 1948 y a sus luchas, y podría reavivar los debates sobre el sionismo. Esto podría explicar por qué algunas personalidades belicistas han advertido contra las potenciales consecuencias negativas para la imagen de su Estado. Queda por ver si los palestinos y los árabes en general aprovecharán esta oportunidad para denunciar la verdadera cara del sionismo, o si seguirán en la persecución de un espejismo.
En cuanto a los amigos liberales de Israel que apoyan una solución de dos Estados para «salvar a Israel de sí mismo», si son sinceros deberían comenzar a aconsejar a sus amigos que de-sionicen sus instituciones y leyes. Porque sin una acción semejante la política israelí no seguirá siendo otra cosa que una democracia de Herrenvolk (doctrina utilizada por los nazis para justificar su dominación racista, N. del T.) y un sistema de apartheid. No es una receta para la paz. Al contrario, es una causa de conflicto.
Bassem Hassan es profesor de ciencias políticas en la Universidad Británica en el Cairo.
Fuente: http://weekly.ahram.org.eg/
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