En los últimos tres meses de 2023, año que se fue entre gritos y lágrimas de dolor, Israel asesinó a un niño palestino en Gaza cada diez minutos y destruyó las tres cuartas partes de las viviendas de la Franja, creando un infierno de escombros y muerte.
Desde que Netanyahu ordenó la más feroz operación de venganza tras el ataque de Hamás en octubre, el objetivo del ejército israelí ha sido aterrorizar a los palestinos, destruir sus casas, expulsarlos de la Franja, matar sin descanso como un dios sombrío sediento de sangre: el gobierno de Tel-Aviv, que mata también en Cisjordania sin contenerse, quiere ahora completar la limpieza étnica y la deportación de la población palestina que el judío polaco David Gruen (el Ben-Gurión de la mitología sionista) y los suyos iniciaron en 1948 y que culminó en las matanzas de la Nakba y en la destrucción de centenares de poblaciones palestinas.
A los pocos días del inicio de los bombardeos israelíes sobre Gaza, no había ya electricidad, ni agua, escaseaban los alimentos, y largas caravanas repletas de niños huían hacia el sur de la Franja, mientras Israel se ensañaba vertiendo un diluvio de bombas. Sin recursos, las poblaciones, barrios y campos de refugiados fueron sistemáticamente destruidos. A mediados de noviembre, Israel permitió la entrada de dos camiones de combustible al día, para evitar el colapso del sistema de tratamiento de las aguas residuales. No lo hizo para evitar sufrimiento a los palestinos, sino para prevenir la aparición de enfermedades que podrían afectar también a sus soldados. El presidente del Consejo de Seguridad Nacional israelí, Tzachi Hanegbi, advertía: «Si estallara una plaga, tendríamos que detener la guerra.» En medio de la oscuridad y el miedo, los hijos y nietos de los refugiados palestinos de 1948 se abrazaban, pero no había piedad para ellos: Tzipi Navon, una asesora de Sara Netanyahu, la esposa del primer ministro, escribía en las redes sociales: «El pueblo de Gaza debería ser capturado vivo y torturado uno por uno, arrancándoles las uñas y desollándolos vivos.» Amichai Eliyahu, ministro del gobierno Netanyahu e hijo y nieto de rabinos de extrema derecha de orígenes iraquíes, pidió que se lanzasen bombas atómicas sobre la Franja de Gaza, y el ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, hijo de otro rabino y con orígenes ucranianos, sentenció: «No hay que permitir que dos millones de palestinos permanezcan en Gaza tras la guerra.» Tampoco el vicepresidente del parlamento israelí, Nissim Vaturi, del Likud, se contuvo: exigió al gobierno israelí que incendiase toda la Franja: «¡Quemen Gaza ahora!» Llegaron también las declaraciones del ex embajador israelí en Italia que afirmaba con odio: «Tenemos un propósito: destruir Gaza. Destruir ese mal absoluto, absoluto».
Porque ese es el programa político del gobierno israelí: la limpieza étnica, la expulsión, la deportación, y para ello son capaces de llenarse las manos de sangre. El 14 de octubre de 2023 apareció un aterrador titular en algunos periódicos europeos: los trabajadores palestinos atrapados en Israel a quienes el ejército impedía volver a sus casas con sus familias, clamaban: «Dejadnos volver a Gaza a morir con nuestros hijos». Ese mismo día, el Tsahal había bombardeado un camión con remolque repleto de palestinos que se dirigían al sur cumpliendo las órdenes del propio ejército israelí. Murieron setenta personas. Al día siguiente, los palestinos informaban: «Lamentamos profundamente transmitir que el profesor Midhat Saidem, un cirujano y especialista en quemaduras que era indispensable en el Hospital Shifa de Gaza, fue asesinado en un ataque aéreo israelí. Asesinado después de regresar a su casa para descansar tras siete días de servicio incesante atendiendo a cientos de heridos graves. La pérdida del profesor Midhat es una tragedia en sí misma, pero se ve agravada por la devastadora noticia de que su esposa e hijos, así como sus dos hermanos y sus esposas, también fueron asesinados.»
Más de dos millones de personas eran forzadas a huir de sus casas en apenas unos días, repitiendo la deportación y la matanza bíblica de 1948. Las organizaciones humanitarias declaraban que órdenes semejantes no se habían visto nunca en las guerras contemporáneas. Mientras tanto, en Cisjordania, los colonos israelíes y el ejército ejecutan también a palestinos. En los primeros días de la operación sobre Gaza, ya habían asesinado a cincuenta y cuatro personas desarmadas en esos territorios ocupados, y en 2023 han eliminado a más de quinientos palestinos. Pero nada detiene a ese dios iracundo y vengativo de los sionistas. Netanyahu arengaba a sus tropas en los límites de Gaza y les animaba a ejecutar la «siguiente fase»: invadir la Franja para seguir matando y destruyendo con saña. Después, sin piedad, llegó la guadaña del Tsahal.
En uno de los videos que alguien grabó esos días, se veía a un numeroso grupo de hombres jóvenes descargando en Gaza los cadáveres que habían llegado en la larga y repleta caja de un camión. Había muchos bultos pequeños: eran los niños. Todos estaban envueltos en un sudario blanco, y uno de los chiquillos supervivientes observaba la escena en silencio, la enorme y alargada zanja donde depositaban las mortajas y las víctimas, la excavadora que había levantado la tierra, las sencillas casas de los refugiados al fondo, mientras otros hombres silenciosos, detenidos ante la fosa, miraban la escena con todo el dolor del mundo en sus ojos, como si vieran el destino de sus vidas.
Un misil israelí destruyó el jueves 19 de octubre una escuela de la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, causando numerosos muertos, y pudo verse el gesto tierno de un médico que, mientras abrazaba a un niño palestino que temblaba de miedo, rompió a llorar. El diario francés Le Monde informó de que el hospital Al Ahli ya había sufrido daños el 14 de octubre a causa de los bombardeos israelíes, y que al día siguiente «el ejército israelí llamó al director del hospital para decirle que aquellos disparos previos eran avisos para que evacuaran», según dio cuenta el ministerio de Sanidad de Gaza. Otros médicos no podían tampoco resistir el horror y trataban de salvar vidas con lágrimas en sus ojos. Ese jueves de octubre, el director del Hospital Europeo de Gaza, el doctor Al-Akkad, se preguntaba, desolado, ante los cadáveres de niños depositados en una camilla: “Miren a estos niños. ¿Quién está matando a estos niños?” En ese instante, 1.524 chiquillos ya habían sido reventados por las bombas israelíes. Ahora son ya más de nueve mil los niños asesinados: la mayor barbarie de los últimos años. Y nadie está a salvo: más de cien periodistas que trataban de informar al mundo de la masacre han sido asesinados por el ejército hebreo. Uno de ellos, Wael Al Dahdouh, periodista de Al Yazira, vio como todos sus familiares murieron bajo las bombas israelíes.
Von de Leyen, Biden, Sunak, Sánchez, se apresuraron a visitar Israel para mostrar su apoyo al gobierno de Netanyahu: no tuvieron el menor gesto hacia las víctimas palestinas, los miles de muertos, los centenares de miles de personas que huían hacia el sur de la Franja: la siniestra paradoja que llevó al mundo a contemplar con horror a refugiados huyendo de campos de refugiados, mientras el Tshal seguía bombardeando, destruyendo hospitales, escuelas, infraestructuras, cortando el agua, impidiendo la llegada de alimentos, medicinas. Si en los ataques israelíes de 2008, los médicos palestinos se veían obligados a limpiar con mangueras la sangre que cubría los suelos de los quirófanos, desde octubre de 2023 ni siquiera pudieron hacerlo. Israel, en las primeras dos semanas de bombardeos, ya había destruido cien mil viviendas, la cuarta parte de todas las de Gaza. Más de veintidós mil personas han sido asesinadas, casi la mitad niños, y la población está muriendo de hambre según denunció el Programa Mundial de Alimentos de la ONU. En esos días, murió en un bombardeo israelí Heba Abu Nada, una poeta y novelista palestina. La joven dejó una nota: “Si morimos, sepan que estamos satisfechos y firmes, y digan al mundo, en nuestro nombre, que somos personas justas, del lado de la verdad”. Su último poema decía: «La noche en la ciudad es oscura, excepto por el brillo de los misiles; silenciosa, excepto por el sonido del bombardeo; aterradora, excepto por la promesa tranquilizadora de la oración; negra, excepto por la luz de los mártires».
El mundo ha visto la desesperación y el dolor de las madres abrazando a sus hijos muertos, envueltos en el sudario blanco a que los ha condenado el odio de Israel. Ha visto al desolado padre que ponía unas galletas en la mano de su niño muerto; a la mujer triste que abrazaba el zapato de su marido, lo único que había quedado de él. Otro palestino gritaba su desesperación por la muerte de su esposa y sus hijos, abrazado a un trozo de cemento de su casa destruida. El mundo ha escuchado las palabras del responsable de UNICEF sobre los niños con sus miembros amputados que solo tenían agua sucia para beber, y las del médico español que explicaba cómo los niños heridos en los bombardeos morían después porque no podían ser atendidos en el caos y la destrucción. A centenares de niños heridos por los bombardeos se les han tenido que amputar, sin anestesia, brazos o piernas, porque Israel no permite la entrada de suministros médicos a Gaza.
Muchas escenas quedarán grabadas en nuestra mente para siempre. Los soldados israelíes derribando a un palestino en silla de ruedas que acudía a socorrer a una niña a la que acababan de disparar y que agonizaba en el suelo. El rescatista que rompió a llorar tras sacar de los escombros a una niña. El responsable de la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, que se quebró en medio de una entrevista televisiva al recordar la matanza de la escuela en Saftawi: se cubrió el rostro con las manos y ya no pudo continuar. El niño en la incubadora que acompañaba a la noticia de que treinta y nueve bebés que se encontraban en cuidados intensivos en el hospital Al-Shifa habían muerto por falta de oxígeno, porque el ejército israelí no dejó que llegasen suministros ni ayuda. Las excavadoras israelíes que aplastaron hasta la muerte a los palestinos desplazados mientras dormían frente al hospital gazatí de Kamal Adwan. La niña que sobrevivió a un bombardeo donde murieron sus padres y dos hermanos, Mohammad y Dalia: «Cuando desperté, me di cuenta de que me habían cortado la pierna». Esa niña, Dounia Abu Mohsen, entrevistada el 17 de noviembre de 2023, solo quería que terminase la guerra, que le pusiesen una prótesis para caminar y jugar con sus amigas. Quería ser médico, pero no pudo sobrevivir a un segundo ataque cuando el 17 de diciembre un tanque israelí atacó la maternidad del hospital Naser en Jan Yunis. Netanyahu acompañaba la parca alardeando de los feroces bombardeos de Israel: “Hemos matado ya a miles de terroristas”, calificando así a las víctimas, aunque sabía que la mitad eran niños. May Golan, la ministra israelí para el Avance de la Condición de la mujer, afirmaba que «no le importan los civiles de Gaza»: «A mí no me importa Gaza… En lo que a mí respecta, ¡pueden salir a nadar en el mar! Sólo quiero ver cadáveres de terroristas alrededor de Gaza.» Después, hemos visto a chicas del ejército israelí bailar ante la destrucción de Gaza, hemos contemplado con horror a militares satisfechos que grababan videos con sus teléfonos para compartir con sus amigos, celebrando la matanza, llamando a puertas de casas destruidas en Gaza para burlarse del dolor palestino, haciéndose fotografías y videos con el fondo de la destrucción de barrios enteros y de los gritos de los palestinos bombardeados. Son los militares que han apresado a miles de palestinos y los han concentrado casi desnudos en grandes campos de detención, que han convertido a Gaza en un gigantesco matadero. Al mismo tiempo, en los canales de internet del ejército israelí calificaban a los palestinos de «cucarachas». Después, los soldados israelíes bailaban felices celebrando la matanza en Gaza.
El ataque del 7 de octubre de Hamás ha sido utilizado por Netanyahu como pretexto para imponer una venganza feroz, pero sus propósitos son hijos de la irresponsable, ciega y delirante política que durante décadas ha impuesto el Estado de Israel, su ejército, policía y servicios secretos, para expulsar a los palestinos y apoderarse de todas sus tierras. Porque fue Israel quien, para debilitar a la OLP, Organización de Liberación de Palestina, apoyó en sus orígenes al islamismo palestino que daría origen a Hamás, el Movimiento de Resistencia Islámico que fundó años después Ahmed Yassin, y que hoy se ha convertido en una de las organizaciones que vertebran la resistencia palestina. Tel-Aviv siguió el ejemplo de Estados Unidos, que apoyó a los siniestros mujahidin en Afganistán, los torvos asesinos que lucharon contra los soldados soviéticos y contra la población que sostenía al gobierno popular afgano, unos guerreros que después se volverían contra las tropas estadounidenses. También lo hizo Ahmed Yassin, que acabaría asesinado por el ejército israelí. Después del 7 de octubre, la propaganda israelí lanzó mentiras que fueron difundidas por los medios de comunicación: desde la supuesta decapitación de bebés hasta la violación masiva de mujeres y la extracción de un feto del útero de su madre. El propio Biden, primero, difundió las noticias falsas sobre la masacre de bebés israelíes y luego se retractó, forzado por la evidencia, a través de su oficina de prensa. Días después, el presidente estadounidense viajó a Israel para abrazar a Netanyahu, y tuvo el cinismo de declarar que el brutal e inhumano bombardeo de un hospital donde murieron más de quinientas personas fue obra del «otro bando» y no del ejército israelí, cuando todos los testigos y la prensa informaban de lo contrario. Pero no fue un error de Biden, porque el imperialismo estadounidense patrocina siempre la atrocidad israelí: en otras guerras anteriores muchas víctimas murieron de hambre pero ha sido en Gaza donde, además, Estados Unidos y la Unión Europea han apoyado públicamente a los responsables de la hambruna, y Washington ha bloqueado que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobase un alto el fuego en Gaza. Culminando disparates, Nikki Haley, candidata a las primarias republicanas para optar a la presidencia estadounidense, afirmó que detrás del ataque de Hamás del 7 de octubre estaba Putin porque ese día era su cumpleaños. En esa sanguinaria campaña de muerte, Estados Unidos es cómplice de la matanza, como la Unión Europea. Todo lo que Occidente (Estados Unidos y sus aliados de la OTAN) proclamaba, su ética y defensa de los supuestos «valores europeos», de los derechos humanos, de la vida, se ha revelado una gran mentira ante la matanza de Gaza. La defensa de la libertad, la justicia, de la convivencia y la paz, que tantas veces han repetido los dirigentes occidentales se ha convertido en una máscara hipócrita y sangrienta que mira los cadáveres de los niños palestinos revelando una patente falta de humanidad.
Ahora, Israel se presenta a sí mismo como víctima manipulando el recuerdo de los campos de exterminio nazis, pero carece del derecho a hablar en nombre de los judíos asesinados por el Tercer Reich. Porque Israel no es una víctima sino un Estado colonial, terrorista, que ocupa militarmente la tierra ajena, que persigue, oprime, roba y asesina a la población palestina, que permite que los colonos en Cisjordania organicen pogromos, como los que padecieron los judíos en la Europa de entreguerras. De nada sirvió el pacto de Oslo hace treinta años; de nada, el reconocimiento de Israel por la OLP. De nada, la renuncia a la lucha armada. Los palestinos, convertidos en refugiados en Gaza, en Cisjordania, en Oriente Medio, sus hijos y nietos, ven ahora cómo Israel los expulsa de nuevo, en una limpieza étnica que avergüenza al mundo. ¿En qué momento muchos de los hijos y nietos de los admirables judíos que resistieron al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en esos siniestros israelíes de nuestros días que jalean la muerte palestina?
La población israelí (con pocas excepciones, entre ellas el Partido Comunista de Israel que califica, con rigor, de fascista al gobierno de Netanyahu; los severos y ortodoxos hasidim, y algunos núcleos pacifistas valientes como B’Tselem) clama venganza y apoya los bombardeos y la invasión de Gaza, en una debacle moral cuya vergüenza arrastrará para siempre. Porque la mayoría de los israelíes cierra los ojos al sufrimiento palestino: es capaz de convivir a unos pocos kilómetros del gigantesco campo de concentración de Gaza, de las carreteras cortadas, es capaz de levantar asentamientos ilegales, de apoyar los chek-points, las jaulas por donde deben pasar los palestinos, el robo de tierras, los asesinatos cometidos por colonos y militares, la destrucción de cualquier esperanza. Mientras buena parte de la juventud israelí bailaba, los palestinos seguían encerrados en el infierno. Pero Israel no representa a los judíos, aunque sea por el simple hecho de que la mayoría de judíos no son israelíes; de hecho, no apoyan al Estado terrorista de Israel.
El Estado de Israel lleva setenta y cinco años tratando de ahogar y expulsar a la población palestina, pero no puede evitar que Jerusalén sea el corazón de Palestina; los seis millones de palestinos que siguen viviendo en campos de refugiados en Líbano, Siria, Jordania y otros países tienen derecho a volver a su tierra, los prisioneros deben salir de las cárceles israelíes (eran seis mil presos antes del actual estallido y ahora son más de once mil), y los colonos llegados de otros puntos del planeta deberían volver a sus lugares de origen porque han arrebatado sus casas a los palestinos. Las colonias israelíes deben desmantelarse, entregándolas a la población palestina; Jerusalén debe ser la capital de un Estado palestino y recuperar la libertad. Ante ello, la solución de los dos Estados es inviable porque Israel no quiere aceptarla, y pretende imponer un Estado judío para los suyos en toda la Palestina histórica y tolerar apenas pobres y exiguos enclaves aislados, carcelarios, para los palestinos mientras los empuja para que abandonen su patria. Un solo Estado democrático, laico, en todo el territorio de la Palestina histórica debería ser el objetivo.
Pero Israel tiene otros planes. Con un odio enfermizo, Netanyahu y su sanguinario gobierno quieren expulsar a todos los palestinos de Gaza, de Jerusalén y de Cisjordania, en una deportación forzosa que recuerda los días de la Segunda Guerra Mundial. A sus ministros y militares no les basta saber que cuando terminaba 2023 Israel ya había asesinado a más de veintidós mil palestinos, la mayoría niños y mujeres. Su ejército ha destruido las universidades palestinas, los hospitales, mezquitas, iglesias, escuelas, bibliotecas, viviendas, e impuesto el desplazamiento forzado, el hambre, la limpieza étnica, la deportación, porque la ocupación militar israelí tiene ese propósito: expulsar a los palestinos de su tierra, como en 1948. Una nueva Nakba. Centenares de miles de palestinos han tenido que huir, aterrorizados bajo las bombas, hacia el sur de Gaza, sin nada, con la vida en una pequeña mochila, esperando que el mundo ponga fin al genocidio. En los estertores de un mundo que agoniza y tiene las manos manchadas de sangre palestina, Netanyahu y Biden, von der Leyen y Scholz, Macron y Sánchez, Sunak y Meloni, son apenas el negro presagio del futuro que el capitalismo ofrece: un paisaje de explotación, matanzas, de expolios y bombardeos.
Nunca podremos olvidar esas palabras: «Dejadnos volver a Gaza a morir con nuestros hijos». La fragilidad de la vida de los palestinos bajo las bombas y la soledad de quienes han visto morir a los suyos no pueden quedar sepultadas en los escombros de Gaza, porque no hay duda de que los palestinos son ahora mismo la resistencia del mundo. Emily Callahan, una joven enfermera estadounidense que había vuelto del horror sembrado por Israel, lo sabe. El 7 de noviembre, la CNN entrevistó a Emily. Anderson Cooper le preguntó: «¿Volverías a Gaza?», y ella respondió: «En un instante. Mi corazón está en Gaza. El pueblo palestino es el pueblo más increíble que he conocido. Héroes absolutos. Si pudiera tener un poco del coraje que ellos tienen, moriría siendo una persona feliz.»
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.