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Del genocidio como una de las «bellas artes»

Fuentes:

Cuando a finales de la segunda guerra mundial comenzaron a aparecer y difundirse las noticias sobre los campos de concentración la primer reacción de cualquier persona medianamente en sus cabales fue la incredulidad. Sin embargo el genocidio no fue patentado por el nazismo. Provocar la muerte de semejantes en grandes proporciones parece haber sido una […]

Cuando a finales de la segunda guerra mundial comenzaron a aparecer y difundirse las noticias sobre los campos de concentración la primer reacción de cualquier persona medianamente en sus cabales fue la incredulidad. Sin embargo el genocidio no fue patentado por el nazismo. Provocar la muerte de semejantes en grandes proporciones parece haber sido una constante más que una excepción en el catálogo de conductas humanas. Quién más, quién menos todas las sociedades «exitosas» se edificaron sobre el exterminio de algún «otro». No cabe duda que si debiéramos confeccionar algún «ranking», los muy civilizados pueblos europeos marcharían a la cabeza: los españoles en América central y meridional; ingleses y holandeses en Africa; y sus descendientes puritanos en la parte septentrional del nuevo continente.

También la Francia revolucionaria tuvo el suyo en Haití, y Portugal no dejó de construir el propio en sus colonias de ambas márgenes del Atlántico. A principios del siglo XX igualmente los jóvenes turcos estrenaron la modernidad tanto tiempo demorada en el imperio otomano tratando de exterminar al pueblo armenio. La lista es extensa, y hacerla de modo exhaustivo excede los propósitos de este artículo, y muy probablemente la capacidad de trabajo de numerosos historiadores puestos a investigar con tiempo y medios suficientes. Sólo para no ser irremediablemente injustos con los pueblos orientales se hace necesario recordar el empeño puesto por el Japón en China y Corea para no quedar fuera de tan prestigiosa competencia. Más cerca, también los subdesarrollados argentinos – por ejemplo – han obtenido modestos pero significativos logros en la construcción de su propio genocidio doméstico: algunos generales tuvieron más suerte y sus hazañas genocidas fueron recompensadas con dos presidencias, calles a su nombre, y barrocas estatuas ecuestres; para otros los tiempos fueron crueles y sólo obtuvieron el reconocimiento de unos pocos fieles de fuertes convicciones, genocidas…

Sin caer en generalizaciones injustas podríamos no obstante postular que la historia de la humanidad admite ser contada por la sucesión de genocidios. Poco quedaría por explicar, e incluso una hipotética historia de las artes no quedaría demasiado mutilada si fuese interpretada sólo por los efectos estéticos que la muerte de semejantes produce en la sensibilidad de los hombres. La visión del «Guernica», por ejemplo, da cuenta en forma bastante completa del espíritu de la época, sin caer en los excesos del realismo.

Poco podía, pues, asombrarse el mundo por la matanza de seres humanos, más aún cuando la segunda guerra mundial había dejado el saldo de 50 millones de víctimas, la mayoría no combatientes, o – más precisamente – no soldados regulares.

No obstante esto, el horror ante los crímenes del nazismo conmovió a toda la humanidad. ¿Qué tuvo de especial? ¿Cuál fue su sello distintivo? Volveremos sobre esto.

Volveré a mi tierra, allá en Israel…

Es bastante probable que los «Padres Fundadores» del sionismo, allá por las postrimerías del siglo XIX, hubiesen subscripto sin demasiadas reservas una interpretación de la historia que dividiese a los pueblos en «fuertes y conquistadores» frente a «débiles y sojuzgados», quedando en esta oposición el pueblo judío en el segundo de los términos. Se trataba, entonces, de conmutar esta situación. Los sionistas, herederos tardíos de los nacionalismos europeos de mediados de siglo adscribieron sin restricciones al ideal romántico de la «Tierra», el «Idioma Nacional» y, como no podía ser de otra manera, un «ejército», depositario del «honor», el «valor» y las «tradiciones».

En la mitología de todos los pueblos – hoy se diría: Imaginario Colectivo – el ejército propio es siempre glorioso y triunfador, constituyéndose en hitos fundacionales aquellos hechos de armas victoriosos que hayan representado la conquista de territorio, poblaciones, o – aparentemente menos tangible – independencia nacional.

Para desgracia de los sionistas había que rastrear muchos siglos hacia atrás para encontrar alguna batalla de relieve con triunfo de las armas judías, pero su falta no arredró a los constructores de leyendas, y entonces, amparándose en los escritos de Flavio Josefo – reconocido tránsfuga y mentiroso – elevaron a categoría mítica la defensa de Massadá; fortaleza sureña de Herodes que los tenaces – ¿U obcecados? – zelotes defendieron durante meses frente a las legiones romanas, prefiriendo el suicidio colectivo antes que rendirse al invasor, actitud que coadyuvó a la desaparición de cualquier entidad política judía en Palestina durante casi 2.000 años, pero se constituyó en ejemplo de heroísmo y resistencia a la opresión para generaciones de judíos, y también gentiles.

Parecería que el «Complejo de Massadá» condicionó el código genético del sionismo, a tal punto que la obsesión por extender las fronteras de la Comunidad hasta 1947, y las del estado de Israel a partir de esa fecha, fue el alfa y omega de la política sionista. La opinión sustentada por algunos que identifican esta actitud con la búsqueda de un «Espacio Vital» debería – sin embargo – ser considerada como un tanto exagerada. Ciertamente que el estado de Israel adoptó el criterio de las «Fronteras Vivas», ya desde los tiempos en que jóvenes pioneros se deslizaban nocturnamente en tierras compradas en el corazón de una zona densamente poblada por campesinos árabes, levantando lo que el folklore israelí tantas veces cantó como la gesta de «Torre y Empalizada». Sostenían, los sionistas, que la frontera se defiende de cuerpo presente, menos con tropas que con trabajadores armados, para los cuales la retaguardia estaba adelante…

Es fácilmente verificable que esta posición no ha variado mucho con el correr de los tiempos, y durante 35 años de ocupación de los territorios conquistados en la «Guerra de los 6 días» se mantuvo – con altibajos – como política de estado.

Desde aquellos lejanos días de su «Guerra de Liberación» el nacionalismo sionista, con variantes más o menos virulentas, no ha dejado de reivindicar su derecho a la tierra de sus ancestros, a despecho de toda lógica o prueba histórica, ya que – como dice una canción – «Vinimos a esta tierra a construir y construirnos, por que nuestra, nuestra, nuestra es esta tierra». La presencia de habitantes autóctonos que no veían con buenos ojos estas pretensiones era sin duda un problema, pero, bueno: «Nunca te prometí un jardín de rosas» reconoce la propaganda sionista desde siempre. La paradoja del nacionalismo, como dice Hobsbawm, es que «al formar su propia nación, creaba automáticamente el contranacionalismo de aquellos a quienes forzaba a elegir entre la asimilación y la inferioridad.»*

Atrapado en esta paradoja el sionismo no tuvo otra alternativa que construir un estado racista: para sobrevivir debía segregar. Los inconvenientes de tal comportamiento estriban en que generalmente se sabe como comienzan, pero no dónde terminan. Las consecuencias afectaron a judíos y árabes, y dentro de los primeros más a los de origen oriental (sefardim y teimanim) que no encajan dentro del estereotipo judío que los «Padres Fundadores» – rusos, polacos y alemanes – impusieron como medida de todo lo humano. Baste recordar que el documento de identidad que el estado de Israel provee a sus ciudadanos contiene un apartado específico para la «nacionalidad» de su titular. Hay que reconocer que el sionismo no ha caído en la tentación de sostener prejuicios liberales respecto a la homologación entre «ciudadanía» y «nacionalidad», distinción aún más reveladora que la simple religión.

No ha de extrañar – por lo tanto – que las tropas israelíes en operaciones en Gaza y Cisjordania agreguen el desprecio y el tratamiento humillante hacia los palestinos a los bombardeos genocidas que cometen con el beneplácito (¿Mandato?) de los Estados Unidos y la callada complicidad de Europa, amordazada por siglos de antisemitismo, matanzas y «pogromos», evidentemente Occidente cree profundamente que las culpas de los padres recaerán sobre sus hijos, habría que ver hasta que generación.

Nada impide, pues, a los israelíes consumar su pequeño genocidio, a la medida de un territorio de tan pocos kilómetros cuadrados, y contra una población total de menos de cuatro millones de personas. Para sostener la presencia de menos de doscientos mil colonos el estado de Israel moviliza a sus reservistas, victimiza a su propia población al someterla a los atacantes suicidas que se autoinmolan, previsiblemente en aquellos que ya no tienen nada que perder, y comienza a reprimir aún a ciudadanos judíos que protestan contra una política manifiestamente racista y genocida. Los sionistas sacrifican aún sus últimos restos de democracia ante el becerro de una «Tierra de Israel Completa». Incluso la apocada y en retirada izquierda israelí deberá estar preparada para que los controles que ahora sufren los palestinos sean cotidianos en Tel-Aviv y Haifa. Es el precio de vivir en una dictadura: nunca se sabe cuando puede volverse contra uno mismo.

Muy claras son las cosas, y la honestidad impone llamarlas por su nombre: al crimen de guerra, al crimen de lesa humanidad, y al genocidio. La destrucción de toda la infraestructura que posibilita la vida humana en conglomerados urbanos es un crimen contra la humanidad. El bombardeo de áreas civiles desprotegidas es un crimen de guerra, y la demolición de edificios civiles y residencias particulares con seres humanos adentro es genocidio. De poco les servirá tratar de ocultarlo al mundo: lo verán en sus ojos cuando crucen miradas. Lo sentirán cuando sus hijos les pregunten: ¿Y tú que hiciste en la guerra, papá?

Y sin embargo. Israel está cometiendo un genocidio, su primer ministro es un asesino despiadado y calificarlo de «nazi» no está lejos de la realidad, pero:

Ramalah no es Auschwitz. Como esto no es gratuito, trataré de explicarme.

La vida es bella

¿Qué hace especial al genocidio nazi? ¿Por qué no admitir la semejanza con otros?

A diferencia de ciertas interpretaciones no le otorgo una relevancia especial al hecho de que su principal víctima haya sido el pueblo judío.

Es cierto: siglos de antisemitismo europeo facilitaban la elección. Los judíos eran el «otro» que debía ser eliminado para mayor gloria de la raza superior y revancha de la humillación de Versalles.

El judío contaba con importantes ventajas a la hora de encontrar una víctima propiciatoria: estaba allí, era visible, sus conductas podían ser descriptas sencillamente como esotéricas, y no contaba con fuerzas armadas propias o ajenas que lo defendiesen. No obstante, la pregunta inicial subsiste: ¿Qué tuvo de especial el Holocausto en comparación a otros genocidios? Vayamos por partes.

Es complicado hoy en día escribir sobre los campos de concentración. Por un lado están las imágenes de Spielberg: ese blanco y negro tan bien utilizado, esa simplificación para hacer los conceptos asequibles al norteamericano medio. La guerra estaba justificada en la enorme maldad de los alemanes, y entonces expedito el camino para realizar lo que verdaderamente le interesaba al lacrimógeno de Steven: ¡Busquemos juntos al soldado Ryan! Si en el camino no lo hallamos seguramente recogeremos unos cuantos millones para paliar su pérdida. Es doblemente gratificador ganar dinero y ser políticamente correcto. Naturalmente que para respetar el tono dramático, y no ser acusados de simplistas deberemos elegir un rostro atormentado y que despierte sentimientos contradictorios. Nadie quiere que lo acusen de crear personajes monofacéticos cuando se tienen pretensiones intelectuales, y el Schindler fílmico debe mostrar mucho, para ocultar el carácter del Schindler verdadero: un capitalista puro y duro en viaje de negocios por lo que él consideraba Polonia, y los judíos el infierno.

Por otra parte, y para ser completamente sinceros, tampoco resulta sencillo escapar a la visión oligofrénica de Begnini: uno no ve la hora de que los alemanes lo despachen, de antipático que resulta ese filicida peligroso para cualquiera que lo frecuente. Sin guerra el hijo de ese padre indudablemente que se hubiese convertido en un pelele inútil para defenderse de cualquier agresión, ofreciendo continuamente la otra mejilla, o – más propiamente – dejándose explotar calladamente, dado que pese a todo «La vida es bella».

Merecidamente ganadora de un Oscar por su idiotez, la película cumple a la perfección la función que su cretino director imaginó: nada puede ser – al fin y al cabo – tan terrible. Aún en el infierno podemos encontrar motivos para la sonrisa, así que después de todo un campo de concentración no era demasiado distinto a cualquier escuela con un régimen un tanto estricto.

La «Cosificación» del prisionero de un campo de concentración la reproduce Begnini para sus espectadores: Aceptando sus premisas podemos descartar al pensamiento racional. De nada sirve la reflexión, sólo los sentimientos cuentan. Hay hombres buenos y malos, eternos, inmutables, idénticos a sí mismos en todo tiempo y lugar. Imposible pervertir a los buenos, y – por el segundo principio aristotélico – tampoco es factible redimir a los malos. Unicamente queda decidir quién es quién. ¡Qué triunfo para Noche y Niebla!

Quizá únicamente Iván Denisovich, en sólo 24 horas, haya sido capaz de transmitir la deshumanización fundamental que discurre tras los días y noches, dónde el terror se instala en el alma, y la incertidumbre – tan humana – sobre el futuro, se mide por minutos. El campo de concentración es ese lugar en el que los seres humanos aprenden que el área de sus intereses y afectos se superpone con la propia piel, y la capacidad de supervivencia se mide en decibeles de sometimiento: un gesto mínimo puede separar la vida de la muerte.

La capacidad de sufrimiento humana parece correr paralela a la línea descendente de la abyección, de la cual los guardias de los campos parecen haber estado particularmente provistos, nacionalidades al margen.

Y aquí vuelve la pregunta, si los campos de concentración fueron un fenómeno no sólo acotado al régimen nazi, entonces: ¿Cuál es la particularidad del Holocausto frente a otros universos concentracionarios?

Tiempos Modernos

Veamos:

1) Utilización integral de todos los recursos

2) Aprovechamiento de los «Subproductos»

3) Optimización de los tiempos

4) Organización piramidal y centralizada

5) Descentralización operativa

6) Efecto «Multiplicador» sobre el conjunto de la economía

7) Minimización de costos

8) ¡Maximización del Beneficio!

Este listado podría perfectamente ser el encabezado de algún memorándum interno en cualquier empresa que pretenda ser «Competitiva». No sería desatinado conjeturar que Taylor mismo lo hubiese suscrito sin reservas.

Los métodos capitalistas de producción puestos al servicio del exterminio. ¿Cuál es la forma más eficiente de convertir los cuerpos en humo?

Una vez aceptada la premisa inicial sólo hay que poner manos a la obra. Metódicamente se rescata el oro oculto en las dentaduras. La cadena de producción está científicamente diseñada para optimizar los recursos, nada de idas y venidas improductivas. Los trenes deben llegar a horario para evitar «tiempos muertos» en la utilización de las cámaras de gas.

La organización es fundamental: cada pieza destinada a volatilizarse es identificada indeleblemente, a cada judío su número. No hay tiempo que perder, los administradores deben cumplir con su cuota semanal y mensual. Si es necesario se harán horas extra.

La buena administración es la madre de la productividad. Los insumos críticos deben ser encargados con suficiente antelación, por supuesto se puede confiar en la calidad y capacidad de la industria germana, que cierra importantes contratos de provisión al estado.

Tras los primeros intentos tradicionales, o artesanales, el estado nazi comprendió que la aniquilación de millones de seres humanos sólo se podía realizar con los métodos de producción en gran escala, y sistematizó de la manera más eficiente la conversión de cuerpos vivos de carne y hueso en humo.

¡Qué insignificantes resultan los anteriores genocidios frente a la ciclópea tarea emprendida por el nazismo!

El siglo XX produjo el primer genocidio planificado, industrial, científico. ¡Racional!

¡La apoteosis del capitalismo! La industrialización de la muerte. Miles de administradores, capataces y operarios aplicados con germánico tesón a producir la mayor cantidad de humo en el menor tiempo posible y al costo más bajo, partiendo de una materia prima abundante.

Cada trabajador en su puesto, frente a la cadena de montaje, y el resultado final se mide en metros cúbicos de un humo denso y de olor característico, según los testimonios más conspicuos.

Final poco feliz

Es difícil extenderse en el tema para quién tiene antepasados que fueron materia prima para este proceso, como el autor de estas líneas. No sería del todo irrelevante que alguien con mayores conocimientos y capacidad desarrolle la hipótesis aquí planteada sobre la especificidad del Holocausto.

No, definitivamente Palestina no es Auschwitz. Pero la monstruosidad de uno no hace menos horrible al otro.

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* Eric Hobsbawm, «La era del capital», 1848-1875 Crítica. Buenos Aires, p. 107