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Democracia y revuelta: una política insumisa

Fuentes: Rebelión

Desde las revueltas que se fueron generalizando en la actualidad no sólo por el norte africano sino también en Medio Oriente y el sur de Europa, sabemos que lo imprevisible forma parte de nuestras vidas cotidianas. Lo imprevisible del acontecimiento es también ese elemento incontrolable e impredecible que quisieran conjurar los poderes. Sin embargo, el […]

Desde las revueltas que se fueron generalizando en la actualidad no sólo por el norte africano sino también en Medio Oriente y el sur de Europa, sabemos que lo imprevisible forma parte de nuestras vidas cotidianas. Lo imprevisible del acontecimiento es también ese elemento incontrolable e impredecible que quisieran conjurar los poderes. Sin embargo, el poder humano es impotente ante lo imprevisible. Puede, a lo sumo, prever lo imprevisible. Alguien podría advertir a los gobiernos occidentales: si siguen con sus políticas de ajuste, en algún momento indeterminado, pueden desatar una respuesta colectiva articulada; si siguen con sus políticas de terror, pueden activar una explosión terrible de violencia; si siguen destruyendo el planeta pueden desatar fuerzas naturales descomunales…

El 15-M muestra que lo imprevisible está aconteciendo bajo la forma de una movilización colectiva ligada a varias plataformas ciudadanas, tales como «Democracia real ya». Con esa movilización, lo que se reactiva es el sentido de lo que constituye la democracia, poniendo en cuestión el discurso hegemónico que la identifica con la mera alternancia de los dos partidos políticos mayoritarios en el gobierno. Dicho de otro modo: mientras que para unos la «democracia» es significada como un procedimiento para el recambio de oligarquías políticas marcadas por el bipartidismo, para otros no puede ser sino el derecho a decidir sobre aquellas políticas que los afectan de forma directa e indirecta.

Cualquier interpretación que reduzca el 15-M a una reacción económica se equivoca. Desde luego, pone en evidencia no sólo la persistencia de problemas económicos que afectan a una parte mayoritaria de la población sino también una respuesta ante los responsables de la crisis que siguen siendo beneficiarios de la misma. Distante a cualquier forma de determinismo simple, además de carencias económicas graves, lo que irrumpe de forma insoslayable es la indignación moral ante la percepción de unas injusticias recurrentes y una articulación discursiva de esas insatisfacciones (bajo la plataforma que lidera de forma anónima este proceso). En suma: el hartazgo ante un estado de situación inaceptable de corrupción generalizada e impune, recortes sociales sucesivos, paro sostenido, concentración de la renta por parte de unos pocos grupos, complicidad mediática y cinismo al por mayor, sin olvidar la falta de un proyecto político de raigambre popular por parte de los partidos políticos mayoritarios, por mencionar algunos puntos significativos.

Para decirlo de un modo rotundo: el hambre -lo sabemos bien los latinoamericanos- no conduce necesariamente a una revuelta -y no digamos ya un proceso revolucionario-. Sólo en condiciones concretas puede movilizarnos colectivamente; en particular, cuando se agudiza la percepción de una injusticia. Es lo que sentimos estos días. Como decía Thompson, también existe una «economía moral de la plebe» que cuestiona cualquier determinismo unilateral. El problema, entonces, no es sólo la percepción de una diferencia en renta (eso ocurre de forma constante sin desatar revueltas), sino el sentimiento de injusticia ante una desigualdad creciente.

Se trata, así, de la irrupción de una saludable indignación moral. Si como señala Ranciere, el «pueblo» es lo que falta (diferenciado, desde luego, de la «población»), este tipo de prácticas sociales están constituyéndolo. No sabemos adónde conducirá este proceso; no podemos saberlo, porque lo imprevisible es irreductible. Si nuestros temores miran a la Argentina de 2002 -en el que hubo una restauración neoconservadora, que mantuvo la concentración del poder político-económico y desactivó en una medida importante a una ciudadanía movilizada-, nuestras esperanzas miran a la incertidumbre.

Para las versiones dominantes de los medios masivos todas estas escenas quedan reducidas a meras fantasmagorías: nunca ocurrieron. Los medios televisivos y escritos llegan tarde al acontecimiento, cuando su notoriedad impide seguir ocultándolo. La falta de democracia en el campo mediático se hace manifiesta en el silenciamiento de uno de los acontecimientos políticos más importantes en la España del ajuste y los recortes de derechos sociales y económicos. A pesar del consenso mortífero de los medios masivos en omitir estos acontecimientos, su fuerza de disenso ha estallado a nivel público. La proliferación de imágenes y mensajes producidos a partir de las tecnologías informativas y comunicacionales en manos de los manifestantes ha puesto en evidencia esa mala complicidad mediática, mostrando sus intereses corporativos: evitar que esas oligarquías políticas, aliadas a los poderes económico-financieros concentrados, sean jaqueados por movilizaciones colectivas. Queda por escribir la crónica de lo que no fue (para los medios de comunicación): miles de personas lanzadas a las calles para demandar «democracia real ya», esto es, un espacio de ciudadanía en la que los seres humanos no sean tratados como «mercancía» en manos de políticos y empresarios corruptos sino como ciudadanos con derecho a decidir por sí mismos la política que desean.

La convergencia de sectores sociales diferentes -irreductibles a una franja de edad- en reivindicaciones comunes está produciendo una protesta de creciente magnitud. Si, como decía Camus, la rebelión es condición de la libertad, lo que esas protestas están produciendo es un nuevo espacio para el libre ejercicio de la ciudadanía. En otros términos, estos sujetos colectivos están experimentando una práctica de libertad que tiene como escenario la ciudad, esto es, que trasciende la esfera privada y permite la concurrencia de otros ciudadanos en un espacio público. Incluso si la decisión gubernamental fuera reprimir policialmente esa práctica, el acontecimiento está en marcha. Cada intento de sofocarlo no puede más que activar resistencias múltiples. Que esas resistencias pueden doblegarse a fuerza de palos y persecución no niega que el costo político de acciones de ese tipo sea demasiado alto para gobiernos que presumen actuar acorde al estado de derecho.

El callejón sin salida es claro: no intentar frenar esa protesta social sería permitirles una visibilidad que no sólo va contra sus intereses sino que favorece su consolidación; frenarla, por el contrario, también implicaría otra forma de visibilidad, en la que son suspendidos hasta los derechos más básicos que el «procedimiento democrático» debe garantizar, como es la libertad de reunión y manifestación. En esas vacilaciones se moverá un ya desacreditado gobierno nacional, de por sí desgastado ante las inminentes elecciones.

Entretanto, los problemas que están en juego comprometen directamente al mundo occidental: la pésima distribución del excedente, la creciente desigualdad de las rentas, el carácter regresivo de la estructura tributaria, las relaciones de fuerzas asimétricas entre unos capitales trasnacionalizados que quieren incrementar su rentabilidad como sea -incluso si para ello hay que invertir en industria bélica, en investigación farmacéutica que experimenta en el tercer mundo o en bonos de deuda con efectos catastróficos en los países afectados- y unos salarios paupérrimos que van en baja por la irrupción descontrolada de mano de obra esclava o casi esclava en economías «emergentes», el deterioro del sindicalismo mayoritario, los privilegios de la casta política… Por si fuera poco, el paro, la pobreza y la creciente exclusión social forman parte de estos problemas que se agravan con la corrupción estructural, el deterioro de un sistema institucional y judicial en manos de una derecha recalcitrante y paleolítica (respaldada por los sectores más reaccionarios de la iglesia católica) o, por referirnos a una escala más amplia, la violación de los derechos humanos a escala planetaria en nombre de una política de seguridad que no duda en apelar a estrategias como el asesinato selectivo o la creación de guerras como salida para las industrias bélicas y reconstructivas. El diagnóstico resulta desolador, pero las grietas no dejan de multiplicarse.

Lo que está en juego no es solamente el «neoliberalismo. Lo que estamos padeciendo es la voracidad de un capitalismo mundializado que deglute todo. Literalmente se está comiendo el planeta, además de a un tercio de la humanidad. Es un asunto de economía política, no tanto de economía a secas. Este sistema estalla por dentro, produciendo de forma cíclica sus crisis de superproducción y sus ejércitos de parados y precarios. En la economía globalizada del capitalismo van a seguir cayendo pueblos. La lección de estos años es que cualquiera puede ser el próximo «sacrificado».

España se parece cada vez más a otras regiones empobrecidas del mundo: el saqueo oculto es cada vez más notorio. No por azar desde hace meses están aplicando políticas de ajuste propias del neoconservadurismo. Europa se incendia y no cabe descartar que -con variantes- en la presente década participemos en más de una revuelta y quizás alguna revolución (como la ocurrida en Islandia). Hasta el Banco Mundial se escandaliza, prototipo absoluto de la insensibilidad: «Niveles peligrosos de pobreza» llama ahora al hundimiento colectivo. Pero atendiendo a su historial, quizás deberíamos decir: lo que interpretan como «peligrosos» son esos estados que incitan a una revuelta que está latiendo en distintas partes del mundo. La rebelión, en estas condiciones, es un acto de dignidad. La única esperanza política para los condenados.

Más que nunca necesitamos un giro político que apueste por la redistribución de la riqueza, por el control del poder financiero, la limitación a los capitales, el respeto al medio ambiente, la inclusión de la diversidad social, en suma, la institución de una democracia radicalizada. Técnicamente no faltan recursos; lo que falta es voluntad política para regular los desequilibrios. «Democracia real ya» quizás no sea aun (al menos no de forma invariante) una propuesta anticapitalista. Pero es un reclamo concreto contra unos sujetos políticos y económicos corruptos y antipopulares.

Los responsables de la crisis son también sus principales beneficiarios y los que han saqueado el estado son premiados con triunfos electorales o puestos de trabajo bien remunerados. Los que predican con medidas legislativas regresivas son los mismos que proponen no recortarse pensiones a sí mismos; los que piden austeridad tienen ganancias millonarias; los que piden nuevos sacrificios no dudan en excluirse de esas peticiones. No sólo es penoso: es delictivo.

Ahora bien, ¿vamos a desistir de un proyecto político global -por mínimo, inestable y provisorio que fuera- que permita producir agenciamientos revolucionarios? ¿No necesitamos pensar en modos de producir transformaciones en las configuraciones de poder mayor? Si el capitalismo es un dispositivo de conjunto, que produce efectos de totalización, ¿no deberíamos intentar destotalizarlo desde una pluralidad de líneas de fuga, como primer desplazamiento necesario? ¿No deberíamos, complementariamente, producir proyectos que apuesten a reinventar nuestras sociedades? En ese punto, el trabajo de articulación política resulta irrenunciable. En esta lucha, por tanto, no cabe excluir lo utópico, entendido como espacio de multiplicidades, como lugar de articulación de una pluralidad de prácticas resistenciales que carecen de un centro de poder unitario. La utopía, más que diagrama definitivo de una sociedad reconciliada, aparece en este contexto como un horizonte de deseos colectivos que pujan por subvertir lo presente. A ese horizonte, que no tiene contenidos definitivos y es capaz de articular lugares diversos, no se llega. Se construye en la práctica política. Ese es el trabajo, precisamente, que manifestaciones como estas están efectuando.

Más allá de los interrogantes que un acontecimiento de este tipo plantea, no deberíamos perder de vista la oportunidad histórica que se abre. Lo político es irreductible a unas instituciones del estado cada vez más distante de la sociedad civil o a un sistema de partidos que desde hace décadas está afectado por una escasa credibilidad. Siempre merodea el riesgo de una restauración del control. Es lo que alientan las potencias que miran con incredulidad y recelo esta internacionalización de la revuelta. Contra esa voluntad de control, nuestra tarea más crucial es respaldar este acontecimiento en el que lo político se constituye como insumisión ante unas autoridades gubernamentales que han perdido todo crédito. Cada uno de nosotros puede nutrir con ideas su potencial revolucionario, apostar por que esas resistencias se articulen de forma relativamente duradera, más allá de la inminencia de las elecciones y, por sobre todo, estar ahí, reinventándonos en la construcción de una democracia radical que no se disipe como las promesas oficiales de darnos lo que sistemáticamente nos han negado.

Blog del autor: http://arturoborra.blogspot.com

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