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Democratización: antídoto al burocratismo

Fuentes: La Tizza

Rosa Luxemburgo colocó tempranamente las discusiones sobre la Revolución rusa en el ámbito de la democracia como centralidad determinante. Abría así un eje de discusión que, evadido o vedado por fuerzas políticas diversas durante mucho tiempo, es una constante en la elaboración de paradigmas que superen los órdenes sociales opresivos. «La misión histórica de los […]

Rosa Luxemburgo colocó tempranamente las discusiones sobre la Revolución rusa en el ámbito de la democracia como centralidad determinante. Abría así un eje de discusión que, evadido o vedado por fuerzas políticas diversas durante mucho tiempo, es una constante en la elaboración de paradigmas que superen los órdenes sociales opresivos. «La misión histórica de los trabajadores, una vez llegados al poder, es crear, en lugar de una democracia burguesa, una democracia socialista y no abolir toda democracia».

Desde una visión marxista, Rosa contextualizó su crítica al curso de la Revolución en Rusia pues, en condiciones tan fatales como las que padecía el país, hasta el idealismo más gigantesco y la energía revolucionaria más inquebrantable, no habría estado en condiciones de realizar la democracia ni el socialismo, sino tan solo los primeros rudimentos impotentes y deformados de ambos.

El levantamiento de los obreros, campesinos y soldados rusos constituyó un avance sin precedentes de los mecanismos organizativos para la democracia. Los órganos de lucha dieron paso, en los albores de la Revolución, a un Estado que de inmediato se vio abocado a su autodefensa, acto en el cual la democracia fue la víctima principal.

Para Rosa el remedio inventado por Lenin y Trotski, la supresión de la democracia en general, resultaba peor que el mal que se quería evitar: el desorden de las fuerzas revolucionarias y el avance de la contrarrevolución. Si bien la espina dorsal del poder revolucionario en Rusia estaba en los soviets, también lo eran, como un instrumento de la dictadura del proletariado, la Constituyente y el sufragio universal.

La integralidad de la democracia requerida por el socialismo, como las garantías democráticas más importantes para una vida pública sana y para la actividad política de las masas trabajadoras, no pueden desatender la libertad de prensa, de agitación y de reunión. «Sin una ilimitada libertad de prensa, sin una vida libre de asociación y de reunión, es totalmente imposible concebir el dominio de las grandes masas populares.»

La libertad reservada solo a los partidarios del gobierno, solo a los miembros del partido no es libertad. «La libertad es siempre y únicamente libertad para quien piensa de modo distinto». Todo lo que puede haber de instructivo, saludable y purificador de la libertad política depende de ella, y pierde toda eficacia cuando la «libertad» se vuelve un privilegio.

Las condiciones históricas rusas ponían límites a la democracia, pero no le podían variar sus basamentos. Se es o no democrático. Para el socialismo es condición impostergable. El socialismo es democrático o no es socialismo.

En su análisis crítico, la luchadora revolucionaria valoró justamente que los bolcheviques mostraron capacidad para hacer lo que un partido verdaderamente revolucionario está en condiciones de hacer en los límites de las posibilidades históricas. Tales límites también fueron desafiados desde la comprensión de que las medidas antidemocráticas fueron asumidas como necesidad y no como principio. Es por eso que los años comprendidos entre 1921 y 1923 fueron para Lenin de lucha frontal y agónica contra las «severas deformaciones burocráticas» del régimen soviético. Sus propuestas de entonces intentaron detener ese proceso. Su estrategia fundamental en esa, su última lucha, fue impulsar el control social, político y económico de los trabajadores.

Para armar a los trabajadores frente al desafío de «la opresión», «la arbitrariedad» y «la corrupción» burocráticas, Lenin propugnó cuatro medidas; a saber: las elecciones libres con revocabilidad de todos los funcionarios; que ningún funcionario pudiera recibir un salario más alto que un obrero cualificado; ningún ejército sería permanente, sino el pueblo armado; y gradualmente, todas las tareas de administración del Estado se harían por todo el mundo de manera rotativa, para que todos fueran burócratas por un tiempo y nadie fuera un burócrata.

Tales medidas atendían al punto neurálgico del socialismo que pretendió el poder bolchevique: un fuerte basamento democrático, entendido como control popular en la administración productiva y en el gobierno público. Este tipo de gobierno de los trabajadores fue la conclusión más destacable que hizo Marx de la Comuna de París y estaba presente en la más importante reflexión de Lenin sobre la democracia, su texto El Estado y la Revolución, en el que recreó la tradición del socialismo democrático.

Tras la muerte del líder bolchevique se sucedió una lucha de poder que, en esencia, se libraba entre dos concepciones, métodos y tácticas diferentes para la creación de la sociedad socialista en las condiciones soviéticas. Una tendía a dotar a Rusia de un Estado que defendiera el interés de los trabajadores, bajo el control de estos, al menos de su vanguardia. La otra tendía a un Estado como fin en sí mismo, independiente del control directo de la clase trabajadora, desde el cual se realizara la revolución para los trabajadores, no con los trabajadores.

La tendencia de Lenin, esgrimida después de su muerte por la Oposición de Izquierda, se inscribe en la primera opción. Por el contrario, la praxis encabezada por Stalin, supuestamente derivada del leninismo, impuso en la escena la segunda, lo que a fin de cuentas condensó la renuncia a los objetivos primeros de la Revolución: la revolución internacional y la autoemancipación de los trabajadores.

El desenlace de esta lucha por el poder fue el advenimiento de un régimen burocrático fuertemente centralizado con severos límites al control democrático de la sociedad por parte de los trabajadores, cuyo sustento estructural fue un modelo administrativo desde arriba, marcado por el absolutismo de las directrices. Los límites democráticos con que se encauzó el proceso soviético pasaron de ser una necesidad dictada por las circunstancias a una virtud en la configuración de las razones estructurales del régimen.

Al analizar ese punto definitorio en la historia soviética en particular, y del socialismo en general, Georg Lukacs develó el dilema de la Revolución rusa después de la guerra civil, donde las exigencias del contexto imponían como alternativa los términos siguientes: adelantar en el período de creación material de las condiciones socialistas los procedimientos de la democracia socialista, o en su defecto, en nombre del mero progreso económico, relegar a un segundo plano dichos procedimientos, e incluso que fueran completamente descuidados.

Destacar este asunto lanza, de inicio, un problema esencial para la creación de la sociedad emancipadora: ¿los mecanismos democráticos liberadores deben ser el punto de partida para alcanzar las condiciones materiales requeridas por la nueva sociedad o deben ser pospuestos en espera de aquellas condiciones? Este asunto será eje de análisis a lo largo del texto.

Desde su proceso de configuración, el régimen consagrado por la burocracia soviética suscitó oposición y resistencia de carácter socialista democrático. Como una constante en las propuestas alternativas al régimen burocrático estaban los avances de la Revolución de Octubre en materia democrática, los que fueron velados por los usurpadores. El estallido revolucionario de 1917 mostró en sus albores, como práctica histórica concreta, que era posible intentar un tipo de ordenamiento político donde de manera cotidiana las masas, los trabajadores, los oprimidos, se dieran un órgano de gobierno propio de abajo hacia arriba.

Aun cuando las condiciones de la guerra civil pusieron límites a esas prácticas, para la reconfiguración del gobierno revolucionario se intentó retomar los principios de participación de los trabajadores en la gestión económica, política y social, como afirmaban las propuestas de Lenin.

Varios de los viejos bolcheviques denunciaban la regresión sufrida por el gobierno revolucionario a manos de la burocracia, su distancia de las ideas y alcances de los primeros años del poder de los trabajadores. Entre ellos se destacó León Trotski, quien realizó una exhaustiva sistematización de las condiciones y resultados del «bonapartismo» soviético.

El dilema que se presentaba ante la URSS, es decir, los grandes ámbitos históricos que se le abrían como tendencias, fueron vistos por Trotski en 1936 del siguiente modo: «La caída de la dictadura burocrática actual, sin que fuera reemplazada por un nuevo poder socialista, anunciaría, también, el regreso al sistema capitalista con una baja catastrófica de la economía y de la cultura«.

Se abre así un ámbito de discusión teórico política fundamental: ¿desde qué horizonte corregir los regímenes políticos nominalmente socialistas, el capitalista o el socialista de contenido democratizador?

El poder de la burocracia, sobre las simientes de la Revolución, no era para ese tiempo un proceso calmo ni concluso. Si bien es cierto que en proyecciones históricas generales la disputa seguía siendo entre el capitalismo y el socialismo, Trotski concretaba el dilema político en el país de los soviets en los términos siguientes: «¿el funcionario concluirá por devorar a la clase obrera o la clase obrera lo hará impotente para perjudicar?»

Esta lucha se dirimía en varios ámbitos de la sociedad, destacándose entre ellos el productivo. La democratización de los mecanismos de relacionamiento para la producción de bienes y servicios es consustancial al socialismo, este empieza a realizarse en la gestión colectiva y libre para la generación de riquezas (producción, distribución y consumo). En la experiencia soviética se verificaba, entre la economía nacionalizada y el problema de la calidad, el mandato burocrático. La «calidad» escapa a la burocracia «como una sombra», por lo que un entorno de libre discusión de los problemas económicos disminuiría los gastos generales impuestos por la burocracia.

Trotski vuelve a tomar la democracia como brújula al ver que, en la economía nacionalizada, la calidad supone la democracia de los productores y de los consumidores, la libertad de crítica y de iniciativa, contrario a la coerción burocrática. Idea congruente con la proyección leninista de que «el hábito de observar las reglas de la comunidad es susceptible de alejar toda necesidad de coerción».

El hecho de que la burocracia erigió su poder sobre los resultados revolucionarios de 1917 imponía condiciones diferentes a la lucha política de los trabajadores en la preparación de su conflicto con los dirigentes, tanto en el ámbito de la economía como en el de la gestión pública.

Para Trotski, sea como sea, la burocracia solo podría ser suprimida revolucionariamente. Pero aclaraba que la revolución no sería social como la de octubre de 1917, pues no trataría de cambiar las bases de la sociedad ni reemplazar una forma de propiedad por otra. Sería una «revolución política» que, sin tocar los fundamentos económicos de la sociedad derribaría las viejas formas dirigentes. La subversión de los trabajadores contra la casta burocrática tendría naturalmente profundas consecuencias sociales, pero no saldría de los ámbitos de una transformación política. La democracia socialista se transformó en la centralidad del programa político de tal revolución.

La manera en que se sucedió la lucha política por restaurar el carácter democrático iniciado en 1917 tuvo, en su comienzo, dos etapas. Durante los diez primeros años la oposición de izquierda trató de conquistar ideológicamente al partido sin lanzarse contra él a la conquista del poder. La palabra de orden era reforma y no revolución. Cuando en 1927 el conflicto alcanzó ribetes de guerra civil, el camino de la reforma se transformó, visto por Trotski, en el de la revolución.

En el sentido de la reactualización de la condición revolucionaria, no se trata de reemplazar un grupo dirigente por otro sino de cambiar los métodos mismos de la dirección económica y cultural. La arbitrariedad burocrática debería ceder el lugar a la democracia: restablecimiento del derecho a la crítica y a una libertad electoral auténtica, restablecimiento de la libertad de los partidos soviéticos y el renacimiento de los sindicatos, la revisión radical de los planes en beneficio de los trabajadores.

En una postura más radical, defendida y divulgada por Trotski el propio año de su muerte, parecía necesario, en las condiciones de la lucha por restablecer el carácter democrático popular de la revolución, una organización revolucionaria que agrupara a todos los trabajadores en torno a las banderas de Marx y Lenin, es decir, una organización basada en la tradición democrática del socialismo.

La revolución política presentada por Trotski como programa reveló sus formas embrionarias -visto así por Daniel Bensaid- a través de los levantamientos de Berlín Este en 1953, de Polonia y Hungría en 1956, de Checoslovaquia en 1968, y Polonia en 1969 y 1975. En cada una de esas experiencias de movilización de los trabajadores contra un aumento de precios o contra la arbitrariedad burocrática, se puso a la orden del día las mismas exigencias: supresión de la policía política, libertad de reunión y de asociación, separación de los sindicatos y del Estado, libertad sindical y pluripartidismo, restablecimiento de los consejos. Por el contrario, nunca se pidió la restauración de la propiedad privada de los medios de producción como una reivindicación de masas.

Las causas de la derrota de la alternativa democrática al régimen estalinista son conocidas. No obstante, el cuestionamiento al orden totalitario y antidemocrático continuó en la mira del análisis crítico del marxismo revolucionario. El principio político y doctrinal que sustentaba tal crítica era el rescate de la democracia para la clase trabajadora. Este planteo fue evolucionando, enriqueciéndose en su alcance específico y en los conceptos y métodos para su práctica política, de lo que se intenta dar cuenta a lo largo del presente texto.

Uno de los exponentes más sólidos de esta crítica en su contenido teórico fue Georg Lukacs, quien en 1968 escribía un ensayo sobre la democracia burguesa, el cual fue ampliado a la democracia socialista como una exigencia ética tras los sucesos de Checoslovaquia, acontecidos en agosto de ese año, los que desataron una crisis de legitimidad del mundo socialista en general y de su epicentro en particular, la URSS, cuyo proceso se inició con el XX Congreso del PCUS y tuvo un repunte con la invasión de las tropas soviéticas a Hungría en 1956.

El grueso de los debates en torno a las condiciones y soluciones del socialismo se colocaba en dos extremos, a saber, la implementación de la democracia occidental (burguesa), es decir, la restauración del capitalismo, de un lado, y del otro, la posibilidad de hacer eficiente la dirección política y económica consagrada por el estatus quo burocrático.

Lukacs desestima la democracia burguesa como alternativa al socialismo existente, lo hace por consideraciones político-prácticas ampliamente argüidas, al tiempo que está convencido de que es imposible presentar al socialismo existente, sin ningún reparo, como el otro término de la alternativa.

En este punto converge con la posición de Trotski y reitera como problema histórico la pregunta ¿la superación de los términos opresivos de la sociedad solo tiene ante sí como alternativa contraria el capitalismo y el socialismo existente? Para Lukacs esta constituía una «falsa alternativa» y colocó entonces, desde la explicación de la democracia como asunto que atraviesa su argumentación, la alternativa en el ámbito de lo que llamó «la democratización del socialismo», es decir, su renovación.

El intelectual húngaro asume el esfuerzo por comprender en términos históricos sociales el modo real de ser del socialismo existente, «su actual ser-en-sí-mismo» para, a partir de ahí, formular los problemas de la democratización. Ese ser en sí mismo develaba en su esencia que la actividad práctica de las masas desapareció casi por completo no solo de la considerada gran política, sino también de la regulación en su vida cotidiana.

Entre las razones contenidas en la visión de Lukacs, subyacen tres coincidencias con Trotski. Primero, la alternativa al régimen existente es socialismo democrático. Segundo, el proceso implica una recuperación actualizada de los valores perdidos de una historia de creación política de los movimientos de masas que sustentan la posibilidad de otro ordenamiento, es decir, la recuperación del papel activamente participativo de las masas. Tercero, se clarifica el dilema ante la crisis en los términos de que solo se sale o por el camino de la renovación o por el camino de la restauración.

Lukacs le otorgó contenido histórico y de transición a la democracia, pues apuntaba que con frecuencia se habla de la democracia como de un estado y se olvida examinar las direcciones del desarrollo real de tal estado, cuando solo por esta vía será posible tener un cuadro adecuado de sus características. Para subrayar esto es que prefirió el término «democratización» al de «democracia». La alternativa socialista al régimen autoritario burocrático no es un estado que se otorga o decreta sino un acumulado, un proceso de imprescindible matriz democratizadora. Aprender y aprehender culturalmente, desde la práctica, la democracia.

La democratización socialista, entendida como programa histórico a largo plazo, es el camino de la práctica social para la realización del ser humano político. Democratización no es un medio para evitar las crisis, es un proceso de socialización en el que es posible terminar con la división de las esferas pública y privada.

Desde la reflexión ofrecida por Lukacs, la democratización se relaciona con la tarea histórica fundamental del socialismo, tiene validez como medio social y político, como práctica de la liberación contra la enajenación. Para que esta democratización se constituya en proceso histórico es necesario rescatar las formas esenciales que se han dado, en su movimiento espontáneo, las experiencias de revoluciones socialistas (Comuna de París, 1871; Revolución Rusa, 1905 y 17; Revolución Húngara,1919) cuyas formas organizativas fueron la Comuna y el Consejo: la unión política, directa de las masas, la eliminación revolucionaria de la mediación escalonada, la alternativa socializadora del poder.

La espontaneidad de las masas que generaron esos procesos se explica en el hecho de que los hombres y mujeres asumen la transformación en su vida cotidiana, en sus puestos de trabajo, en sus viviendas, etc. El estallido de masas los organiza para la actividad inmediata, para de allí elevarlos a la práctica revolucionaria en todas las cuestiones decisivas de la sociedad.

Y es que la democratización, como proceso en la totalidad social, alcanza el conjunto de la vida: la vida cotidiana y la actividad económica, las instituciones y el mecanismo político para las decisiones. El énfasis no está puesto en «mejorar» la esfera política o el sistema de instituciones, debe democratizarse el conjunto de la vida. Se trata de democratizar la cotidianidad, es crear un sentido común democrático. Democratización como práctica social que se realiza en todas partes. Es esta la condición socialista para la democracia.

Es sabido que en los períodos de crisis del socialismo real se ejerce una presión sobre los gobernantes para el ajuste socioeconómico del diseño del sistema. En tales períodos entra a escena la pugna de alternativa que, por lo general, han tendido, de un lado, a retoques muy parciales, conservando el control burocrático, de otro, a la introducción de las nociones liberal burguesa sobre la democracia y la libertad.

El marxista húngaro alcanzó a analizar algunos de estos procesos sucedidos en los países del llamado campo socialista, de lo que concluyó que en cualquier caso se parte de que, como condición objetiva, «la burocracia que planifica centralmente no desea renunciar a su rol de dirigente absoluta», por lo que no es de asombrar que las modernizaciones formales dejen intactas las viejas esencias de control político.

Los cambios tecnológicos y la informatización pretenden optimizar los cálculos y la ejecutoria de los planes, pero dejan intacto el viejo método de administración absoluta de la sociedad desde arriba, administración para y no administración con.

Los cambios impelidos por las crisis del modelo se presentan en un primer momento como una reforma económica con el objetivo de acrecentar cuantitativamente, y de mejorar cualitativamente, el aparato productivo y distributivo.

Lukacs, al igual que Trotski, aborda el asunto de la economía como el terreno en el que, de manera práctica, se sucede la discusión entre el socialismo y el capitalismo, donde con más claridad se disputan como la alternativa.

Desde esta perspectiva destaca que la economía socialista, si bien su relación elástica con el consumo se convierte para ella en un problema vital, no está en condiciones de resolverse con una simple introducción del modelo capitalista. Lo que en el capitalismo el mercado era capaz de realizar espontáneamente, aquí debe ser integrado por una multidimensional y variada democratización del proceso productivo; desde el plan hasta la realización práctica.

A este nivel de análisis se presenta la gran urgencia de actualizar la discusión sobre los sindicatos acontecida en los primeros años de la Revolución rusa, cuya alternativa se discutió en los términos siguientes: a) los sindicatos con una posición independiente, como instrumento contractual de los trabajadores, para negociar colectivamente con la administración de la industria socializada; b) los sindicatos insertados en la maquinaria estatal debido al carácter de defensor de los derechos de los trabajadores que adquiría el Estado, lo que suponía la ausencia de contradicciones esenciales.

Uno de los límites de la experiencia socialista del siglo XX estuvo en separar la economía de la política, o, en otros términos, estuvo en no comprender que la superación de la economía capitalista solo será posible con la democratización de las relaciones productivas.

El problema del socialismo no es económico en primera instancia sino político. Entonces, ¿cómo lograr la renovación política del socialismo? A este problema le dio respuesta Lukacs en términos diferentes a los planteados por Trotski. Tal diferencia se debe a que el primero analizó un cúmulo mayor de práctica histórica, que incluye la maduración del régimen burocrático y sus resultados en la subjetividad de las masas. El segundo basó su análisis en una etapa muy reciente, históricamente hablando, de la experiencia revolucionaria rusa donde las generaciones activas habían sido protagonistas del proceso y la evocación de las condiciones revolucionarias de Octubre se relacionaba a experiencias de vida.

Por otra parte, es presumible que Lukacs sustentara sus criterios desde la política real, es decir, desde las condiciones de posibilidad que brindaba el régimen existente, y no en una comprensión teórico general de las vías para lograr la democracia como fundamento de la renovación socialista.

Desde esos términos, Lukacs veía como parte del proceso de democratización socialista la creación de nuevas formas de relación entre el «abajo» y el «arriba», lo que a su vez implica la condición de desarrollar la democracia interna partidista, habida cuenta de que para él el partido debía dirigir el multifacético proceso de democratización.

En cambio, Trotski, después de haber defendido la función central del partido en el proceso soviético durante varios años, como había hecho con la relación de subordinación de los sindicatos al Estado que después reconsideró, llegó a la conclusión de que el partido se había convertido en un instrumento de control de la sociedad en manos de la burocracia, es decir, se había convertido en el partido de la burocracia, de lo que derivaba la necesidad de la formación de una organización obrera fuera del Partido.

Lukacs colocaba como base de su argumento que las masas deben concebir la realidad del cambio como ruptura práctica con las tradiciones estalinistas, día tras día, mediante su propia experiencia. Si no se promueven las coaliciones entre los trabajadores no será posible una movilización de estos para mejorar activamente su vida cotidiana. Sin embargo, acotaba que «un movimiento para la democratización en sentido socialista no puede introducirse en la conciencia espontánea sino solo guiado desde fuera». Para Lukacs, dado el tamaño de esta tarea, no podía ser conducida por otra fuerza que no fuera el Partido Comunista, cuya exigencia primera es la democratización del partido mismo.

Si bien las condiciones esbozadas por Trotski no fructificaron históricamente, la historia se encargó de demostrar que los procesos desatados por los partidos comunistas del campo socialista no atendieron al proceso de democratización como asunto determinante en la renovación socialista. ¿Cómo podría el partido, siendo el instrumento político de control de una burocracia que «no desea renunciar a su rol de dirigente absoluta», conducir un proceso de democratización que comenzaría por cuestionar sus privilegios y la centralización del poder en sus manos?

De cualquier manera, queda esbozado el problema de cómo estimular el activismo políticamente creador de las masas dentro del entramado de la dominación burocrática. Llevaba razón Lukacs al decir que la cuestión no se reduce a revivir toda la experiencia práctica y teórica del movimiento de los trabajadores pues esta no es una garantía de su efectividad para la acción de las masas en el retorno al camino truncado por el stalinismo. En primer lugar, porque «el largo período del sistema estalinista provocó necesariamente profundos efectos en la calidad de las personas, sobre todo en relación con su actitud hacia las posibilidades de una propia práctica social. Este hecho desborda el componente represivo y se sitúa en el complejo ámbito del hábito. La gente se habituó. Las personas que están afectadas como objeto pasivo terminan por habituarse a esta forma en su propia manera de vivir».

De cualquier manera, sobre la realidad es donde se impulsa el proyecto contra las opresiones. La participación social, la administración colectiva de la libertad que entraña la democracia socialista, no se decreta, se aprende a participar participando en la definición de sentidos comunes, valores, proyecciones, necesidades. Intentarlo es, sobre todo, una decisión política.

La democracia es medio de un proyecto político sustentado en la práctica participativa del sujeto popular en todos los ámbitos; lo que implica que democratizar una parte no tiene sentido de no democratizarse la totalidad. Democratizar el Estado y democratizar la sociedad como procesos concomitantes concreta el entendido de que el socialismo, como «continente de la libertad», es democracia sin límites.

Para Rosa Luxemburgo, aferrarse a la libertad como inmanencia democratizadora no viene de ningún concepto fanático de la «justicia», sino de que todo lo que es instructivo, totalizador y purificante en la libertad política depende de su carácter democrático. Al postergarse la democracia, se cierran las fuentes vivas de toda riqueza y progreso espirituales.

El carácter político de la emancipación está en que todo el pueblo participe en una completa transformación espiritual de sí mismo, degradado por siglos de opresión. Transformación que da paso a los instintos sociales en lugar del egoísmo, a la iniciativa popular en lugar de la inercia, a la cooperación en lugar de la competencia. Transformaciones contenidas en la revolución humana que parte de comprender, como invita Marx, que el ser humano es la esencia suprema de sí mismo, y por consiguiente, resulta un imperativo categórico que eche por tierra todas las relaciones en la que sea una «esencia humillada, esclavizada, abandonada y despreciable», para que sea humano en su relación con el mundo y solo pueda «cambiar amor por amor y confianza por confianza».

La democratización es un método inexpugnable que la burocracia no está preparada para vencer, sobre todo porque esta es, por su esencia, antidemocrática.

Textos consultados

Carlos Marx. Crítica el derecho político hegeliano. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1976.

Carlos Marx. Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Empresa Editorial Austral LTDA, Santiago de Chile, 1960.

Daniel Bensaid. Prefacio a la edición francesa del libro La última lucha de Lenin, de Moshé Lewin. Boletín solidario de información, colectivo militante-agenda radical, Montevideo-Uruguay, 22 de setiembre 2010.

Georg Lukacs. El hombre y la democracia. Editorial Contrapunto, Buenos Aires, 1989.

Georg Lukacs. Historia y consciencia de clase. Sarpe, Madrid, 1984.

Isaac Deutscher. La era de la Revolución Permanente. Antología de escritos de León Trotski. Ediciones Saeta, México, 1967.

Rosa Luxemburgo. «La Revolución Rusa». En: Paradigmas y utopías. Revista de reflexión teórica y política del Partido de los Trabajadores. Revista trimestral, diciembre 2002/febrero 2003, México.

Rosa Luxemburgo. Reforma o Revolución. Fundación Federico Engels, Madrid, 2002.

Trotski, León: ¿Qué es y a dónde se dirige la Unión Soviética? La revolución traicionada. Pathfinder. Nueva York. 1992.

Fuente: http://medium.com/la-tiza/democratizaci%C3%B3n-ant%C3%ADdoto-al-burocratismo-ffd0139b93f9

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