Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Mohamed Bouazizi
De entre todas las piezas que me componen, esos pequeños ladrillos que constituyen lo que llamamos nuestra identidad, ser de Alepo es uno de los que nunca podría cambiar. Aunque ya no viva en la antigua ciudad situada al norte de Siria, Alepo es ese lugar al que llamo hogar.
Mientras crecía, ser de Alepo era fuente de inmenso orgullo. Como mi padre no deja nunca de recordarme, no solo somos de Alepo sino que somos de dajel al-sour, de dentro de las murallas. «Dentro de las murallas» es un término exclusivo que significa que tu familia es de una de las barriadas existentes en el interior de las murallas originales de la ciudad. Nuestra ancestral barriada aparece indicada en mi documento de identidad sirio, aunque ni mi padre ni yo hayamos vivido nunca allí. Ser de dentro de las murallas no es algo que se pueda adquirir en una generación o dos; es algo que se siente así.
Las pocas familias privilegiadas del «interior de las murallas» se trasladaron finalmente hacia la zona oeste, estableciendo prósperos distritos fuera de las puertas de la ciudad. Esas familias formaron la base de las clases elitistas de Alepo: musulmanes y cristianos, liberales y conservadores, una mezcla de profesionales, hombres de negocios y propietarios de fábricas. El indiscutible acuerdo entre este grupo diverso se basaba en el convencimiento de que no había un lugar sobre la tierra mejor que Alepo.
Durante los últimos cuarenta años, bajo el régimen de Asad, Alepo vivió una historia de hambrunas seguidas de festines. Alepo fue en otro tiempo una de las ciudades sirias más rebeldes, la base de la revuelta de los Hermanos Musulmanes de finales de los años setenta. Aunque fue la vecina Hama la que sufrió la masacre de 1982 que acabó finalmente con las protestas, Hafez al-Asad castigó también a Alepo, encarcelando a miles de sus habitantes y asfixiando económicamente la ciudad durante los siguientes veinte años. En los últimos once años, Bashar al-Asad fue aflojando lentamente la presión sobre la ciudad y la economía de Alepo floreció. Pero puso en marcha la receta perfecta para una ciudad famosa por su cocina: la receta del control total. El régimen compró, amenazó e impuso una lealtad absoluta. Actualmente, esa lealtad se traduce en un ensordecedor silencio.
El 15 del pasado marzo, Siria empezó a levantarse, toda Siria, excepto Alepo. No pude entender cómo la gente con la que yo había crecido podía ignorar el sufrimiento en el exterior de sus límites. En los primeros momentos, cuando la Primavera Árabe extendía su cauce por la primavera misma, me despertaba cada viernes confiando en que ese día sería el día en que mi ciudad se uniría al resto del país en el levantamiento contra el tirano. Tras semanas de frustración, aparté la mirada. Y, en su lugar, me puse a observar cómo los sirios de todas partes tomaban las calles a pecho descubierto para enfrentarse a uno de los regímenes más brutales de la región. Eran de grandes ciudades, como Daraa, Hama, Homs, Deir al-Zor; de ciudades pequeñas como al-Rastan, Yish al-Shughour, al-Rakka, al-Qamishli; de pueblos como el bello al-Yasim, el ingenioso Kafar Nubbul y el valiente Anadan, justo junto a Alepo, y, finalmente, de barriadas densamente pobladas, aunque menos prósperas, del mismo Alepo, como al-Sakhour y Seif al-Dawleh. Más recientemente, los estudiantes de la Universidad de Alepo se movilizaron en grandes cantidades para protestar, a pesar de la violencia de las fuerzas de seguridad. Observé, inspirada y avergonzada, el latido rojo de ese mapa de mi país. Cada video de YouTube disipaba décadas de superioridad. Los fragmentos descargados a diario -de manifestantes enfrentándose a los tanques, de cuerpos torturados, de funerales masivos y de niños asesinados- me iban despojando capa a capa de mi orgullo alepino hasta que ya no me quedó nada. Mientras muchos sirios valientes gritaban bajo la amenaza de las balas, los ricos de Alepo dormían, celebraban fiestas, contaban su dinero y comían kibbeh. Un amigo alepino me envió un mensaje en un momento de desesperación, «¿qué puedo hacer en estos momentos?». No tuve palabras para consolarle; me atormentaba la misma pregunta.
Miré más allá de las fronteras sirias, a través del tumultuoso paisaje del mundo árabe. No podía ya reconocer a la gente de mi ciudad, pero reconocía a los millones de seres en las calles de otras ciudades. En una reciente visita a París, salí del aeropuerto Charles de Gaulle ofuscada por el cambio de horario, sin una guía ni un mapa, tan solo con mi limitado francés. Pero mi taxista argelino me entendió perfectamente. No paramos de hablar en todo el camino hasta la ciudad. Antes, me limitaba a saludar con un corto hola en árabe y una pequeña sonrisa, porque había un muro invisible entre nosotros que me marcaba a mí como siria y a él como argelino. Antes, no había nada en común, nada que decir; pero las revoluciones lo cambian todo. En la estación de Saint Lazare, formé una larga cola detrás de mí porque el tunecino de la ventanilla no me dejaba marchar. Le pregunté cómo se sentía tras la liberación y compartió sus preocupaciones por Siria. Bromeé y me reí con aquellos hombres encantadores; nuestras diferencias desaparecían y nuestros relatos confluían en uno solo.
Una y otra vez, eso es lo que ocurría en cualquier intercambio, ya fuera físico o virtual, ese tácito rayo de reconocimiento que veíamos en los ojos del otro y que leíamos en las palabras del otro. Un sentimiento sencillo, fuerte e innegable: te reconozco.
La sangre de nuestros pueblos continúa derramándose por las calles de nuestros países. Un grueso nubarrón de incertidumbre se cierne sobre nosotros, aunque mucho más ligero que el peso de la opresión que casi nos tenía enterrados. Unos cuantos dictadores más, y todas las monarquías, aún sobreviven, pero nosotros hemos cambiado como pueblo. Quizá sea eso lo que significa realmente el panarabismo. No la rígida definición que nos hicieron memorizar en el colegio, ese utópico, aunque imposible, sueño de la unidad árabe. El panarabismo no era ese concepto que el trío más brutal, Sadam, Gadafi y Hafez, manipularon convirtiéndolo en la piedra angular de sus dictaduras. El panarabismo no significaba borrar literalmente nuestras fronteras y escoger una capital con un ultra-dictador que nos gobernara a todos. Y no era el falso nacionalismo que nos hacía creer que lo que nos unía era nuestro lenguaje, cultura, geografía y recursos, porque eso no era lo que realmente nos unía. Para nada. Lo que nos unía era nuestro rechazo frente a la humillación y nuestra demanda de libertad y justicia. Lo que nos unía era nuestra humanidad.
Panarabismo es mirar hacia el Líbano, Túnez, Egipto, Yemen, Bahrein, Libia, Siria, Iraq, y siempre Palestina, unidos en ese sentimiento: Te reconocemos.
Lo que yo pensaba que significaba ser de Alepo, se convirtió en nada, en un barniz agrietado. Lo que éramos no tenía nada que ver con de dónde éramos sino con el reconocimiento de la fortaleza de nuestra voluntad de vivir.
Siempre seré de ese punto situado al norte del mapa de Siria. Siempre seré la hija de Alepo. No puedo cambiar esa parte de mi historia, ni tampoco querría hacerlo. Cuando visite los callejones adoquinados de la vieja ciudad, imaginaré el patio de la casa en la que nunca he entrado, el aroma del laurel de la fábrica de jabón de la puerta de al lado mezclado con el del jazmín que florece desde la tierra rojo ladrillo. Imaginaré las reuniones secretas que mi bisabuelo y mi abuelo mantenían con los revolucionarios de su época, conspirando para echar a los otomanos y, más tarde, a los franceses. Un día llevaré a mis niños al lugar donde empezó su historia pero les diré que no hay nada ahí que les defina. Somos de un lugar liberado de murallas, las de piedra y las metafóricas.
Una noche de mediados de diciembre del 2010, aunque yo no lo sabía aún, me fui a la cama como una alepina aislada y me desperté después de que un hombre tunecino llamado Mohamed Bouazizi se hubiera liberado a sí mismo de la opresión y la humillación. Les había amenazado: «Si no sois capaces de verme, me quemaré». Su sacrificio final nos planteó una inquietante pregunta al resto de nosotros: ¿Me reconocéis? Y lo reconocimos; nos vimos a nosotros mismos entre las llamas de su cuerpo ardiendo.
Este es el verdadero significado de la Primavera Árabe, del Despertar Árabe. Después de décadas viviendo a la sombra de esas antiguas murallas -murallas que pensamos que nunca iban a cambiar, murallas que nosotros mismos construimos y murallas que nos construyeron a nosotros, esas prisiones de temor, exclusión, vergüenza y duda-, tomamos la decisión de derribarlas con nuestras voces, de echarlas abajo con nuestra determinación y de destruirlas con nuestra sangre.
Un día me desperté. No solo yo, también lo hicieron millones de seres y, por fin, me reconocí a mí misma.
Fuente: http://www.jadaliyya.com/