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Mujeres de Afganistán

Desde 2001 algo ha cambiado, pero no para la mayor parte de la población

Fuentes: Peacereporter

Traducido del italiano por Antonia Cilla

Desde el año 2001, algo ha cambiado para la población femenina en Afganistán. Algunas mujeres han sido elegidas para la Asamblea Nacional (todas, es importante recordarlo, gracias a las «cuotas rosas» y no porque hayan sido realmente elegidas por el voto de los electores), en las ciudades muchas han podido volver a trabajar fuera de casa, estudiar, estar en los espacios públicos. Para la gran mayoría de las que habitan fuera de los grandes centros urbanos, sin embargo, parece que el tiempo no ha pasado. Todavía hoy, una mujer que nace en Afganistán -llamémosla Gulchí, con nombre de flor- antes de llegar al mundo pertenece al padre. En la vida diaria es el hermano quien la controla, acompañándola y vigilándola cuando por necesidad tiene que salir de casa. Si el padre se ausenta para trabajar o si muere, es el hermano quien se convierte en el jefe de la familia y quien dispone de ella. «El hermano es peor que el padre» es la frase de circunstancia que las mujeres usan cada vez que vienen a saber de algún abuso perpetrado hacia una mujer por parte del hermano.

Matrimonios forzados. El matrimonio en Afganistán, en general, no es un asunto de corazón sino un negocio de la familia: los matrimonios acordados están a la orden del día porque entregar como esposa a las propias hijas a este o aquel otro grupo social sirve para estrechar vínculos de solidaridad y cooperación (y en esto, apreciamos que raramente los hombres tienen más libertad de elección que sus hermanas). Gulchí, pues, se casará por elección de su familia, sobre la que tiene poco o nada que decir, con un hombre que por medio del matrimonio adquiere el derecho a disponer de su persona, de su trabajo y de su capacidad reproductora. La dote, o shir baha, se entrega a la familia de la esposa justo en el momento en el que deja la casa del padre para irse con el marido. Este sistema, contrario además a las disposiciones coránicas (según el Corán, en efecto, la dote le corresponde a la esposa, que dispone de ella con total libertad y no puede ser obligada a cederla o enajenarla contra su voluntad) hace posible que Gulchí de hecho no posea nada a lo largo de su vida, y también porque, normalmente, la obligarán a trabajar en casa pero no podrá buscar un empleo fuera de la misma. La condición de las mujeres se complica todavía más por la tendencia, muy frecuente en Afganistán y más que habitual entre los grupos pashtun, de acordar matrimonios entre primos carnales y, especialmente, entre los hijos de los hermanos varones. En los matrimonios exogámicos, es decir, cuando se desposa a alguien ajeno al propio núcleo familiar, los poderes del padre y del marido pueden, de algún modo, equilibrarse disminuyendo la presión sobre la mujer que tiene «más juego» entre uno y otro para obtener más libertad. Sucede al contrario cuando se desposan dentro del grupo familiar, donde el control sobre la mujer de hecho se redobla.

Suegras y mulás. Dentro de la casa, que para una mujer casada es la gran parte del mundo, Gulchí está sometida a la autoridad de la madre del marido: la suegra dirige la casa, decide sobre la educación de los nietos, da ordenes a las nueras. La vejez de hecho es el único periodo de la vida en el que una mujer adquiere alguna forma de poder aunque limitado al ámbito doméstico. Sin embargo, cada viernes de la vida de Gulchí, el mulá -figura religiosa que dentro de la aldea encarna una serie de funciones políticas y de control social- puede dictar las reglas de su libertad desde los altavoces de la mezquita, imponer, por ejemplo, restricciones a los movimientos de las mujeres, o la posibilidad de que vayan a la escuela.

El espacio negado. Es importante recordar que para las mujeres afganas el espacio público, por norma, está negado. Cuando salen de casa lo pueden atravesar, por ejemplo para ir a comprar algo al mercado (acompañadas naturalmente por un hombre de la familia) o para recoger leña, pero no lo pueden habitar: los hombres se paran a charlar en el mercado, un derecho que las mujeres no tienen. Todo el espacio está dividido y organizado de modo que los hombres y las mujeres pertenecientes a distintas familias no se puedan encontrar nunca. Por ejemplo, la calle es para los hombres, como también lo son el bazar y la mezquita: las mujeres rezan normalmente en sus casas. Los espacios de necesidad común, como el campo y el cementerio, pueden ser lugares «peligrosos»: una norma no escrita regula el acceso en tiempos diferentes con el fin de que hombres y mujeres no se puedan encontrar. En el caso de los funerales, en el sepelio de un pariente (ya sea hombre o mujer) únicamente pueden participar los hombres: las mujeres permanecen en casa y sólo pueden ir al cementerio al día siguiente, cuando en cambio los hombres están excluidos. El primer día del año afgano es el día de la fiesta y del pic-nic para todos los varones: las mujeres y los niños lo festejan al día siguiente, cuando prados y montañas están prohibidos para el sexo opuesto. La vida de una mujer afgana, todavía hoy, está en las manos de los hombres: padres, maridos, hermanos, mulás.

Texto original en italiano:http:/www.peacereporter.net/detaglio articolo.php?idart=7475

Cecilia Strada es italiana, periodista y documentalista de Peacereporter.

Antonia Cillla pertenece a los colectivos de Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, la traductora y la fuente.