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Después del 22-M: lo que (no) ha cambiado

Fuentes: Rebelión

Tras las «marchas de la dignidad» que recorrieron las calles de Madrid, algo ha cambiado en la anatomía de la protesta social en España: el 22 de marzo constituye uno de los hitos más significativos en las luchas populares recientes a nivel nacional. Cientos de miles de personas han tomado la calle, confluyendo desde distintas […]


Tras las «marchas de la dignidad» que recorrieron las calles de Madrid, algo ha cambiado en la anatomía de la protesta social en España: el 22 de marzo constituye uno de los hitos más significativos en las luchas populares recientes a nivel nacional. Cientos de miles de personas han tomado la calle, confluyendo desde distintas regiones del país para manifestar su insatisfacción radical ante las políticas del ajuste. Aunque la interpretación oficial ni siquiera tome note, la presencia simultánea de diversas mareas ciudadanas y movimientos sociales hace posible el reconocimiento de los participantes como partes implicadas en una misma «comunidad de lucha», unidos bajo la defensa de la dignidad colectiva.

Algo ha cambiado, aunque se empecinen, por otra parte, en estigmatizar las marchas como una manifestación de violencia. Y, en efecto, la violencia está ahí: en el ocultamiento abrumador, por parte de los grandes medios de comunicación, de la magnitud multitudinaria de la protesta pública en España y el alcance político de sus reivindicaciones; en la falta de voluntad de diálogo por parte de un gobierno autista, sumido en la corrupción y embarcado en la peor deriva neoconservadora de toda la historia de España; en la transferencia millonaria de fondos públicos a la banca privada y en el salvataje a los poderes económicos más concentrados; en los miles de desahucios que se producen cada mes, arrastrando al abismo a familias enteras; en la restricción de los servicios públicos básicos, ligados al sistema educativo y sanitario, así como a prestaciones por desempleo, pensiones o servicios sociales; en la arremetida contra los derechos laborales por parte de las patronales y la explotación escandalosa que prescriben como receta; en la pobreza, la precarización laboral y el paro extendidos como consecuencias de una reestructuración sin precedentes del capitalismo financiero; en la criminalización de la disidencia, la arremetida contra diversos derechos ciudadanos y la imposición autoritaria de una política de desregulación de mercado y privatización estatal.

Violencia es la estafa de la que somos objeto la mayoría absoluta de la ciudadanía, aunque la ley electoral se empecine en tratar así a una primera minoría parlamentaria. Partimos entonces de la constatación de esa violencia omnipresente: también en las marchas, comenzando por una policía tardofranquista que ha convertido la represión social en el método de disuasión por excelencia, mostrando su desprecio hacia los cientos de miles de manifestantes que se movilizan de forma pacífica, acorde al derecho. ¿Qué cabe decir de las autoridades gubernamentales, obstinadas en criminalizar el activismo disidente? Su violencia institucional es inocultable, incluyendo las medidas jurídicas en curso que pretenden sancionar a nivel legislativo para amordazar la protesta social.

Aunque los portavoces mediáticos de la derecha insistan en que los únicos violentos son los grupos minoritarios que han agredido a la policía, desconocer la responsabilidad de las autoridades públicas y de las fuerzas policiales en los incidentes del 22-M es una omisión que invalida su análisis. Lo que ha cambiado ahora, en esa dimensión del análisis social, es que ante las violencias sistémicas algunos grupos han dado un giro, enfrentándose directamente con los antidisturbios.

Pero digámoslo pronto: si bien no se trata de justificar éticamente esos actos o de fomentarlos como táctica política (al fin de cuentas, han sido funcionales al desconocimiento oficial de las reivindicaciones fundamentales del 22-M), sí hay que insistir en que no es más grave que un manifestante haya agredido a un policía que a la inversa, tratándose de un acto legítimo de protesta. Lo que ocurre es que la moneda corriente no era ese sino el de la policía golpeando con impunidad a diestra y siniestra, incluyendo mayores y mujeres, de manera desproporcionada con respecto a las presuntas causas que motivarían su intervención. Dicho de otro modo: lo corriente hasta ahora era que la poli pegaba y los manifestantes corrían, que los antidisturbios creaban disturbios mientras la abrumadora mayoría de ciudadanos movilizados intentaban resguardarse de las agresiones policiales. Ahora eso ha cambiado y por primera vez la impunidad policial se topa con la respuesta violenta de una parte de los manifestantes (sin duda minoritaria, aunque magnificada por la repetición audiovisual ad nauseam de sus acciones). Lo que ha cambiado es que ahora el miedo, a pie de calle, está más repartido. Como el reparto de heridos.

Se dirá que, con todo, ese cambio minoritario no cambia, estructuralmente, nada. Al fin de cuentas la policía no es sino un agente subordinado -la cara visible- de poderes fácticos que prosiguen de manera implacable con sus planes retrógrados. Y puede que hasta pretendan poner varios muertos sobre la mesa para justificar el estado de excepción que padecemos de forma creciente y enquistarlo más en las estructuras institucionales actuales, comenzando por el sistema judicial o por el aparato represivo del estado.

Sin embargo, no necesitamos repetir el mismo esquema binario. Por una parte, es claro que algo cambia cuando confluyen diversos sectores y agentes sociales en una misma unidad simbólica, convirtiendo la «dignidad» en bandera común. Decir que algo cambia, pues, es señalar un principio; como tal, permanece en su indeterminación y apertura. Rompe la mera dicotomía entre cambio y permanencia, introduciendo una discontinuidad que no da nada por seguro. Por otra parte, no bien afirmamos eso, decimos también que, en diversas dimensiones, algo no ha cambiado. Y entonces debemos apuntar las grandes continuidades de una política de estado subordinada a la troika europea y, por su intermedio, a los intereses estratégicos de los poderes económico-financieros globales.

Ante esas continuidades, parece evidente que las marchas de la dignidad de por sí son un medio de lucha insuficiente y tanto más en cuanto su continuidad no está asegurada en lo más mínimo. Es claro que esas marchas necesitan ser articuladas a otras tácticas, incluyendo la huelga general, las huelgas de consumo, la anteposición de recursos judiciales tanto para la defensa de manifestantes imputados como para la obstrucción de proyectos regresivos de ley o políticas antipopulares, la creación de plataformas contra los desahucios y contra la pobreza, la organización de asambleas barriales, el fomento del consumo responsable o el desarrollo de proyectos autogestionados, entre otros. Los propios grupos y movimientos que participan en esas marchas son conscientes de esa necesidad y, aunque esas tácticas estén en buena medida pendientes o por desarrollar, forman parte de la propia agenda de lucha.

Los desafíos de esa lucha popular, sin embargo, no hacen más que multiplicarse. Porque si algo sabemos al respecto es que una cultura de la resistencia que transforme globalmente nuestras formas de vida colectiva no sólo no es una tarea inmediata, sino una práctica permanente que compromete tanto nuestras intervenciones públicas como nuestros actos privados e íntimos. No hay cambio histórico-social posible -incluyendo las estructuras económicas, políticas e institucionales- sin esa transformación profunda en el plano de los valores, significaciones y prácticas que constituyen nuestras subjetividades. De ahí la centralidad de implicar en esas luchas la dimensión simbólica e imaginaria que estructura nuestra existencia cotidiana.

Dentro de esa dimensión, la exclusión tendencial tanto de los medios de comunicación como del propio sistema político constituye, a mi entender, un punto ciego de las luchas actuales. No cabe descartar que una concepción determinista de estas instituciones esté dificultando una intervención más lúcida y políticamente más efectiva en estos terrenos. Aunque no cabe desconocer la estructura oligopólica de propiedad de los medios y la estructura oligárquica de intereses de los partidos políticos -que restringen claramente los márgenes de participación crítica-, la renuncia a esos espacios estratégicos no hace sino consolidar una cultura hegemónica que oblitera la posibilidad de un cambio radical y la construcción de proyectos colectivos alternativos.

En efecto, la primacía de la derecha mediática y partidaria parece indiscutible y seguirá siéndolo mientras estos espacios no sean disputados por parte de quienes luchan por otra sociedad. Demasiado a menudo se pasa por alto la centralidad de los mass media o del sistema político-partidario como campos de batallas irrenunciables. Aunque las variantes argumentales de semejante autoexclusión tendencial son numerosas, todas parecen partir del presupuesto de que es imposible hacer nada en esos terrenos que no sea ya «una concesión al mismo sistema». Puesto que en esos campos quienes dictan las reglas de juego son, precisamente, los portavoces de la burguesía económico-financiera, participar en esos terrenos sería convalidar el sistema que ellos fijan. El argumento, sin embargo, puede invertirse: ¿no es precisamente esta exclusión lo que permite que todo siga igual?

Aunque sería un error negar las asimetrías de poder que condicionan cualquier intervención en esos campos, ¿es la «abstención» el único camino? ¿No es una forma de dar vía libre a estas elites gubernamentales y mediáticas indiferentes a las mayorías sociales sin siquiera oponer resistencia? Y, a la inversa, ¿cuáles son los riesgos de una participación crítica en esas condiciones de desigualdad? No cabe descartar que lo que hoy se está ganando en la calle se esté perdiendo en estos otros espacios. Desde luego, habrá que volver sobre estas dimensiones escasamente atendidas. Sin una problematización al respecto, nuestro análisis seguirá sin poder explicar por qué una de las marchas más importantes de toda la historia democrática de España apenas ha logrado romper la jaula de la violencia en la que los discursos oficiales se han obstinado en encerrarla. Y, lo que quizás no deje ser peor: en tanto no hagamos algo para cambiarlo, puede que nuestras luchas sigan siendo estigmatizadas, condenadas a estar fuera de campo, sin legitimación suficiente para producir un cambio social impostergable.

Blog del autor: http://arturoborra.blogspot.com

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.