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La insaciable voracidad del Estado israelí

Destruido por cuarta vez un poblado beduino

Fuentes: Gara

Al-Araquib es uno de los 40 pueblos no reconocidos que se ubican en el desierto del sur del Estado de Israel, núcleos habitados por beduinos pero que no reciben ningún tipo de servicio ni son tomados en cuenta a la hora de la planificación urbanística de la zona. Por ejemplo, en lugar de Al-Araquib, cuyo […]

Al-Araquib es uno de los 40 pueblos no reconocidos que se ubican en el desierto del sur del Estado de Israel, núcleos habitados por beduinos pero que no reciben ningún tipo de servicio ni son tomados en cuenta a la hora de la planificación urbanística de la zona. Por ejemplo, en lugar de Al-Araquib, cuyo cementerio acredita que ha estado poblado al menos durante cien años, las instituciones israelíes han planeado ubicar un bosque.

«No tengo palabras para explicar cómo me siento». Hakma Rashid Abu Madram, una mujer más arrugada que lo que debería estar a su medio siglo de vida, sonríe a pesar de todo. «Sonrío, porque es mi forma de ser, pero estoy destrozada. ¿Cómo te sentirías si traes a tus hijos al mismo lugar donde vivía tu bisabuelo y ahora quieren echarte de allí?». Es martes, son las 21.00 horas y Hakma, junto al resto de mujeres, acaba de terminar el iftar, la cena con la que los musulmanes rompen el ayuno del Ramadán. El día, en el desierto, abrasa la cara como el aire caliente de un tubo de escape. Y las horas, en Ramadán, se hacen eternas cuando uno no puede echar ni un trago de agua.

Más que pueblo, Al-Araquib se componía de varias casas esparcidas a lo largo de las dunas. Sólo se puede llegar hasta allí a través del camino que, con el tiempo, han marcado las ruedas de los coches. Pero existe, al menos, desde hace cien años, la fecha de la tumba más antigua que se encuentra en el cementerio musulmán ubicado a escasos metros de las viviendas. Pese a ello, Tel Aviv siempre se ha negado a reconocer su existencia, por lo que no reciben ningún tipo de servicio como agua o electricidad, no aparecen en los mapas oficiales y ni siquiera se les toma en cuenta a la hora de realizar la planificación urbanística de la zona.

«Los beduinos asentados en esta zona llevan peleando por sus tierras desde la creación del Estado de Israel», explica Michal Rotem, coordinadora del Foro por la Coexistencia y la Igualdad Civil en el Negev. Fue precisamente en 1948 cuando se produjo la primera expulsión de población beduina, que en la actualidad llega a las 90.000 personas en la zona del Negev. «Les dijeron que sería una medida temporal, sólo por seis meses, ya que el Ejército necesitaba el área para realizar maniobras», asegura. Pero el tiempo pasó y los beduinos comprobaron cómo seguían sin regresar a sus casas. Así que actuaron. Y a principios de los años 90 volvieron a establecerse en sus aldeas originarias, que ahora se encuentran en peligro de ser destruidas. «Volvieron cuando habían comprobado que todas las vías legales estaban agotadas», destaca Rotem.

Primera embestida

El 27 de julio fue la primera embestida, y con ella cayeron las viviendas de hormigón, que quedaron reducidas a varios montones de escombros, cada uno de ellos colocado en el lugar donde antes hubo una casa. La misma situación se repitió el 4, el 10 y el 17 de agosto, la última jornada en la que, por el momento, los bulldozers han arrasado la aldea. A pesar de ello, los beduinos no se han resignado, y ante cada agresión vuelven a poner en pie sus tiendas de campaña. Incluso después de la primera vez que el pueblo fue destruido, sus habitantes trataron de reconstruir el suelo de las viviendas con hormigón, aunque finalmente tuvieron que desistir ante la frecuencia con la que las palas israelíes arrasaban sus domicilios. «Los materiales son caros y las familias tienen miedo de que vuelvan las excavadoras», señalaba Rotem la víspera, horas antes de que Al-Araquib volviese a ser arrasado.

Este mismo día, un centenar de beduinos se manifestaron en uno de los cruces de la carretera 40, la que une Jerusalén con Beer Sheva, la ciudad más cercana a su aldea, para reclamar su derecho vivir en su tierra. «Esperamos que durante el mes de Ramadán no traten de destruir el pueblo», señalaba Sayyah Abu Drim, el jeque de la aldea, minutos después de terminar la protesta. Abu Drim es un hombre enjuto y su cara apenas es visible entre la kofia y unas enormes gafas de sol que le dan aspecto de millonario saudí venido a menos. Repite, una y otra vez, que puede enseñar los papeles que demuestran que las propiedades son suyas. Pero, tal y como señala la coordinadora del Foro por la Igualdad y la Coexistencia en el Negev, «el Gobierno israelí aprobó una ley que invalidaba todos los documentos anteriores a 1948». Sin tener voz ni voto, los beduinos perdieron sus propiedades, que pasaron a manos del Fondo Nacional Judío (FNJ), una oficina paraestatal que posee el 93% de las tierras del Estado sionista.

Es precisamente el FNJ, la misma institución que planea levantar un bosque en honor de la periodista catalana Pilar Rahola, el que ha pisado el acelerador de la expropiación. No es el de Rahola, pero la excusa también es un bosque. O, mejor dicho, el «parque natural Ambassador», proyectado como lugar de descanso verde en mitad del desierto y cuyos primeros árboles ya han comenzado a crecer.

Ni un solo frutal

«En la propaganda oficial dicen que los árboles podrán servir a los beduinos, pero se han preocupado de no plantar ni un solo frutal que pueda ser aprovechado», asegura Rotem, que llama la atención sobre el cinismo de las instituciones sionistas. «Israel es el campeón de la ayuda humanitaria en el exterior, como en Haití, mientras que se dedica a hacer la vida imposible a sus propios ciudadanos».

Lo cierto es que, a pesar de que su forma de vida y sus tradiciones no tienen nada que ver con el estado sionista, los beduinos son ciudadanos de Israel. Aunque sufren una doble marginación, dentro del Estado israelí y por parte de los propios palestinos, que observan con soberbia las raíces nómadas de estas comunidades. No obstante, al contrario de lo que ocurre con los árabes que residen en el interior de las fronteras de 1948, los beduinos sí que colaboran en ocasiones con el Estado, llegando incluso a realizar el servicio militar con el objetivo de obtener algo más de igualdad.

Aunque todo es en vano. Esto ha provocado que se registren casos como el de uno de los miembros de la aldea que prefiere mantenerse sin identificar pero que relata cómo le llegaron dos cartas en el mismo día. En la primera, el Ejército le llamaba a filas para su entrenamiento anual como reservista. En la segunda, se le advertía de que su casa sería demolida junto al resto del poblado.

A pesar de que los beduinos no llegan al 30% de la población total del Negev, el primer ministro israelí ya había advertido, con motivo de la segunda ola de demoliciones, sobre el «peligro» de que la mayoría de población del desierto fuese «no judía».

«No tenemos a dónde ir, no nos ofrecen ninguna alternativa», aseguraba el jeque Abu Drim, que advirtió que volverían a poner en pie las tiendas. De hecho, menos de diez horas después de que los bulldozers se llevasen por delante Al-Araquib, decenas de personas tomaban parte en las tareas de reconstrucción. Y eso, a pesar de los rigores del Ramadán. Aunque, siendo honestos, tampoco tienen otra alternativa. «La Administración ofrece 4.000 shekels [unos 820 euros] por cada dunam [medida similar a la de una hectárea] expropiado. ¡Con eso no alcanza para otra vivienda!», asegura Roten mientras señala los escombros de las viviendas.

«No están colocadas al azar», explica, «cada uno de los habitantes de Al-Araquib puede decir exactamente dónde empieza y termina la propiedad de sus vecinos». Al margen de esta mísera compensación económica, lo que el Gobierno israelí pretende es llevarse a todos los habitantes de la aldea a Sa’at, una ciudad cercana construida específicamente para los beduinos y que «se encuentra en unas condiciones pésimas», según explica Noa, una joven activista del Hadash, una coalición en la que se incluye el Partido Comunista de Israel. Por el momento, la Administración sionista trata de negociar con cada una de las familias por separado. Aunque están lejos del acuerdo.

Pagar el coste del derribo

De lo que tampoco se habla es de las consecuencias económicas de las demoliciones. «Mi casa había costado 20.000 shekels [unos 4.100 euros] y la de mi hija, que era más grande y más bonita, 50.000 [10.200 euros]», asegura Hakma Rashid Abu Madram. Evidentemente, nadie les va a pagar ni el cemento ni el trabajo invertido en sus viviendas. Pero no es sólo eso, sino que la Administración sionista ha advertido que se está planteando cobrarles el coste de destruir las viviendas debido a su negativa a abandonar el terreno. «Les tiran la casa y, además, les quieren hacer pagar por ello», resume Michal Rotem.

A eso hay que añadir los tanques de agua destrozados por el Ejército y los animales, especialmente palomas, que los soldados mataron durante su operación. Y no es una tontería, ya que en el desierto no hay muchas fuentes de subsistencia, así que los pocos animales que una familia puede poseer son un bien muy preciado. «Estoy obligada a vivir así pero, ¿quién querría estar en mi situación?», lamentaba Hakma Rashid Abu Madram. «No sé qué va a pasar mañana, así que nos tenemos que acostumbrar al día a día», protestaba, al tiempo que intuía que los soldados estaban de camino.

«No estamos en contra del Estado, pero ésta es nuestra tierra y no vamos a movernos». Apenas doce horas después del derribo, una nueva tienda, la quinta del mes, reemplazaba a la que esa misma noche había sido destruida.

http://www.gara.net/paperezkoa/20100824/217216/es/Destruido-cuarta-vez-poblado-beduino