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Diario del viaje de un día a Gaza

Fuentes:

Introducción El Plan de Desconexión de Gaza del Gobierno de Sharon contempla el aislamiento total de la Franja de Gaza de Israel, de Egipto y del mar Mediterráneo. En Rafah, en la frontera con Egipto (Philadelphi Route), está prevista la construcción de un gran foso y la demolición de 3.000 casas palestinas. Este plan de […]

Introducción

El Plan de Desconexión de Gaza del Gobierno de Sharon contempla el aislamiento total de la Franja de Gaza de Israel, de Egipto y del mar Mediterráneo. En Rafah, en la frontera con Egipto (Philadelphi Route), está prevista la construcción de un gran foso y la demolición de 3.000 casas palestinas. Este plan de demolición ha estado congelado, por ahora, esperando la opinión de la Corte Suprema. Durante esta Intifada, cerca de 25.000 palestinos de la Franja han perdido su casa debido a la política israelí de demoliciones. Según las Naciones Unidas (OCHA), en los primeros meses del 2004, el ritmo medio de demoliciones en la Franja ha sido de cuatro casas por día. Las demoliciones también se practican como forma de castigo de masas. Según la organización israelí para los derechos humanos B´Tselem, 675 son las casas palestinas demolidas en Cisjordania y Gaza desde el inicio de esta Intifada como castigo. El testimonio siguiente, habla de casas destruidas y de segregación, signos de opresión que el «cese el fuego» acordado recientemente entre Sharon y Abu Mazen no podrá acabar sin una respuesta global justa y duradera a las aspiraciones de libertad de los palestinos.

Gaza Beach

La Franja de Gaza tiene la forma de un fusil, y su nombre evoca fantasmas. Es una franja de tierra de 46 km de longitud y entre 5 y 10 km de ancha, donde 8.000 colonos israelís compiten por la tierra – ocupando un quinto de su extensión – con 1.450.000 palestinos. Suspendida entre Israel y el Sinaí, es algo artificial, aislada de la tierra y del mar, salida de las cenizas de la resistencia al avance de Israel en la Palestina histórica. Es un área sellada por las fuerzas de seguridad israelís, donde la entrada y la salida son una aventura en lo desconocido. Cuando en la mañana del 6 de Noviembre de 1998 murió de improviso la madre del Prof. Sami Shaath, profesor de árabe en la Universidad de Birzeit- situada sobre las colinas de Cisjordania- el profesor se presentó a la autoridad israelí de la colonia más próxima. Pedía un permiso para ir a Khan Yunis, en la Franja de Gaza, donde vivía su madre. Eran las siete de la mañana. Pasó el día entero telefoneando, hasta que recibió un permiso de 24 horas. Eran las cuatro de la tarde. Miró la fecha, y la cuenta de las 24h había ya comenzado a las cinco de la mañana del mismo día. No le quedó más que llorar. ¿Cómo habría podido dejar Cisjordania, atravesar Israel, hacer cola en el checkpoint de entrada a Gaza, ir a la tumba y regresar antes de las cinco de la mañana del día siguiente, cuando de noche los checkpoints estan cerrados? Así que no vió el cadáver de su madre, ni ha visto aún su tumba. Desde aquel día, no se le ha concedido un permiso más. La rueda de la fortuna gira en sentido inverso para el que va y viene de Gaza.

Erez y los ombligos

Llegamos de Jerusalén al checkpoint de Erez, al norte de la Franja de Gaza, en una hora y media. En un soplo. Estoy con una delegación del Parlamento Europeo, y no me quiero perder la apetitosa ocasión de saltar a Gaza, privilegio que tienen pocos «internacionales».

Erez es como la aduana del aeropuerto. Tengo la impresión de embarcarme en un vuelo continental, y cuando me devuelven el pasaporte, gritando mi nombre, y salgo de las oficinas, me parece estar en una pista. Pero aquí de aeropuerto no hay. El único verdadero aeropuerto, inaugurado en 1998, lo bombardearon y tomaron israelís tres años después, y no sirve ya. En su lugar está el checkpoint de Erez, para pasar por el cribaje de Gaza. En cuanto llegamos, vamos a los controles de la parte central de la estación militar, después debemos recorrer a pié 300 metros de túnel, antes de llegar al último puesto israelí de entrada. Es como una penitencia, un sombrío ritual bajo un techo de arquitectura industrial de baja categoría.

Nosotros fuimos más afortunados, nos hicieron caminar al lado del túnel, al sol, avanzando en zig-zag entre los bloques de cemento anti-tanque dispuestos sobre el asfalto. Sonríen y llevan pantalones verdes militares bajos de cintura, largos y bajos al sentarse, como usan los adolescentes europeos. «Trabajar» en el checkpoint con la metralleta en mano debe llegar a ser algo tan natural como ir a un concierto rap. Los soldados muestran el ombligo… de una belleza peligrosa, la belleza devastadora de la fuerza que se apodera de la intimidad cotidiana. Pero la cotidianidad es otra cosa para el que no goza de la tranquilidad del checkpoint. Es una cotidianidad de destrucción y muerte.

Cinecittà

Los llaman castigos colectivos. Por cada cohete disparado, por cada soldado muerto, caen al suelo como castillos de cartas manzanas de casas y barrios, y quienes duermen dentro. Han derribado también un orfanato, y una escuela, y han hecho un agujero en el campo de juego de la escuela. Y han ametrallado la fachada de los nuevos bloques populares pagados por el jeque Zayed. Son los más cercanos a la base militar. Nadie quiere habitarlos. Parece el escenario de Cinecittà (el estudio cinematográfico italiano). Una sensación de incomodidad y de inseguridad me coge desprevenido. ¿Qué música escucharan los vencedores de la noche, cuando guien los carros armados en el campo de refugiados de Jabaliya?¿Quizás la misma de la fiesta rave, donde llevan los pantalones bajo la cintura? ¿Cómo puedo describir los escombros de las casas sobre los que se sientan los viejos huídos antes de que el techo de su casa se les derrumbe encima?¿Qué decir a las mujeres que miran las tiendas montadas en el terreno despejado de los escombros de su casa?.

En Jabaliya viven 120.000 personas. Estrechos, estrechos, casi abrazados. En Octubre de 2004, los soldados se ensañaron durante 17 noches consecutivas con carros, bulldozers y helicópteros. Quizás me he equivocado pensando en Cinecittà. Aquí se hacen las cosas a lo grande, como en Hollywood. Resultado: 141 casas al suelo, 140 muertos. Refugiados, estamos hablando de refugiados que huyeron del avance sionista de 1948 y encontraron refugio aquí, junto al mar, donde la tierra es arena. ¿Qué se siente al perder la casa por segunda vez?.

Ositos de peluche y triciclos

Mientras los miembros de la delegación fotografian, yo redacto una lista de todo aquello que encuentro por tierra, residuos de las incursiones nocturnas. Una manta, una zapatilla, una sábana, el manillar de un triciclo, medio colchón, un calcetín, una barandilla torcida, un oso de peluche. Y un zapato, y una camiseta. El oso de peluche es lo más triste, abandonado sin manos de chiquillo para acariciarlo.

Salimos del bus y atravesamos el centro de Jabaliya, un vaiven de carretillas de fruta y verdura tirados por burros, y de furgonetas ambulantes para cada necesidad. Y el polvo. Me habían hablado de él. Es como mirar a través de huellas dactilares marcadas en tus gafas. Y cuantos hermosos plátanos, cuantas hortalizas suculentas, milagro de una tierra fértil, ¡pero demasiado reducida!. Donde había árboles de guayaba y palma surgen ahora edificios construidos con bloques de cemento. Y donde no han construido los palestinos, pasan los bulldozers israelís, por lo que los árboles se hacen año tras año más escasos. Quitando el césped en los cruces- algunas rotondas, otros de forma irregular- pequeños oasis donde se refugian las semillas que el viento transporta más allá del cemento y de los carros de combate. Y sobre el césped monumentos cursis a la nación y a los caídos, decorados con las llantas de los tanques israelís abandonadas en el terreno.

Hora de aire

Tendríamos que haber encontrado a Jamal Zaqout, promotor de la iniciativa de paz de Ginebra, y en cambio está fuera de la Franja, en el checkpoint de Rafah, esperando horas y horas a que los soldados lo abran. Lo abrieron al dia siguiente. Quien tiene que esperar se busca la vida, y cultiva una red de conocidos familiares en los puestos de frontera para las emergencias y pernoctaciones imprevistas. Jamal volvía de El cairo, donde había visitado al hijo Mashid. Mashid estudia en la American School. Cuando lo inscribió, la escuela estaba en Gaza, pero la situación se hizo demasiado peligrosa, y los americanos decidieron trasladarlo a El Cairo. Y con él los alumnos. Gaza está en el nivel 4 de peligrosidad de las Naciones Unidas. Existen cinco niveles, Irak está en el quinto. Jamal está casado con Naila Ayesh, directora del Centro para las mujeres de Gaza. Naila abortó en la cárcel en 1987 por la tortura. Mashid nació en cambio el día en el que fue deportada. Naila pasó por Líbano, Egipto y Jordania con el hijo, y fue encarcelada una segunda vez, y estuvo con él en prisión 7 meses. Con Oslo, volvió a Gaza. Naila no ha tenido nunca en mano un arma. También su marido Jamal ha estado en la cárcel. Los dos trabajan para la paz y el diálogo con Israel : es extraordinario ver que creen a pesar de los sufrimientos. Gaza es también esto, no solamente los encapuchados de Hamas que gritan venganza. Pero los pacíficos no salen en TV.

Semáforos

Cuando inauguraron el primer semáforo fue fiesta grande para todos. Era en 1994. No se había visto nunca antes de aquella época. Con Oslo, había entrado la Autoridad Palestina en la Franja, y con ella el primer semáforo y el primer parque público. Pero llegó la segunda Intifada, y con ella los bombardeos y los muertos diarios.

Nadie cree en la buena voluntad de Sharon: su Plan unilateral de evacuación de las colonias no ha estado consensuado con los palestinos, que saben que el estado de ghetto no cambiará y que el acceso a Gaza seguirá bajo control exclusivo israelí. Según Ziyad Abu Amer y Kamal El Shrafi, dos diputados del Parlamento palestino elegidos en Gaza, que encontramos durante el viaje, el Plan no llevará más seguridad a Israel, y los habitantes de la Franja por el momento no recuperaran sus tierras, sino que continuaran confiscando inmuebles y derribando casas para crear bandas de seguridad más amplias en el borde externo. Ellos mismos sufren las consecuencias de esta política, dado que no pueden ir a Ramallah al Parlamento, y se deben arreglar utilizando el sistema de video-conferencia. Los palestinos se han hecho más hábiles que los napolitanos en el arte de arreglarse. Pero todo tiene un límite. Según las Naciones Unidas, el 60% de los habitantes de la Franja vive bajo el umbral de pobreza (2 US $ /dia). Y el desempleo ha superado el umbral del 50% con la Intifada. Los hombres fuertes de Arafat no han incentivado ciertamente la empresa y la libre competencia, pero hay otras razones. Muchos palestinos han perdido el trabajo en Israel por la imposibilidad de salir de Gaza. La exportación de productos hortofrutícolas locales sufren por la misma razón. La zona industrial israelo-palestina de frontera con Erez, que fue inaugurada con Oslo, ha sido bombardeada… aunque en Erez continúan trabajando 4.500, porque en el fondo no conviene cerrarla: pagan menos que en Israel, sobre unos 1.500 shekel al mes (270 euros), en cambio el salario mínimo israelí es de 4.500 shekels (810 euros).

La playa

La ciudad de Gaza te hace respirar un aire de libertad; el mar no divide, sino que une, y su perfume hace preguntar donde estamos. Gaza lleva aún la señal del esplendor de una ciudad mediterránea que ha gozado de la autonomia de los años 90. Sus hoteles, sus paseos te llenan de tranquilidad. Gaza: torres, jardines, luces mediterráneas y banderas verdes de Hamas. Gaza: flores, desesperación y rabia. Todo es viento, sol, silencio y mar. Agitado, pero no demasiado. Un mar cerrado, porque los pescadores no pueden adentrarse en mar abierto, vigilado por cazas. Pero, ¡qué importa!. El mar es bello aunque esté solo, y la vista de sus playas desiertas es un privilegio raro para el que viene de Europa. Gaza, un nombre que provoca indignación, un nombre que da miedo.

Estoy triste cuando regresamos por la tarde al checkpoint de Erez, atravesando campos sin luz. Los aduaneros palestinos nos reciben en chanclas. Los soldados con botas y metralletas. Dos horas de inspección coordinadas por un jovenzuelo, cuya voz suena metálica desde la cabina en la que observa. Entra un autobús con las familias de los prisioneros, de vuelta de una visita al penal. Aún hoy, después de tantas semanas de aquella tocata y fuga de Gaza, siento el perfume de la playa.