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Egipto

Dictadura y plebiscito

Fuentes: Cuarto Poder

Hace unos días, Al-Jazeera difundía un breve vídeo, obtenido y sacado de prisión de forma clandestina, con imágenes de Abdallah Ashami, el corresponsal de la cadena catarí detenido hace 9 meses mientras cubría el criminal desalojo de la plaza Rabia Al-Adouia, donde el 14 de agosto de 2013 fueron asesinados más de 700 partidarios del […]

Hace unos días, Al-Jazeera difundía un breve vídeo, obtenido y sacado de prisión de forma clandestina, con imágenes de Abdallah Ashami, el corresponsal de la cadena catarí detenido hace 9 meses mientras cubría el criminal desalojo de la plaza Rabia Al-Adouia, donde el 14 de agosto de 2013 fueron asesinados más de 700 partidarios del depuesto presidente Mursi. En huelga de hambre y a la espera de juicio por «apoyo al terrorismo», su caso resume muy bien la situación de la libertad de expresión en Egipto tras el golpe de Estado del 3 de julio. Según el Observatorio de Derechos Humanos egipcio, desde esa fecha habrían muerto 8 periodistas, 53 habrían sufrido malos tratos y 36 habrían sido arrestados y juzgados con acusaciones prefabricadas. A este balance habría que sumar el cierre de ocho canales privados y la rendición casi incondicional de los otros medios y del propio sindicato de periodistas, que guarda silencio ante los abusos y violaciones cometidas.

Sería difícil exagerar -mientras Egipto se sumerge de nuevo en el olvido- los horrores de la dictadura impuesta por el general Sissi hace ahora once meses. El frío resumen en cifras resulta ya escalofriante: en torno a 3.000 muertos a manos de la policía o el ejército, miles de heridos de bala, 20.000 personas encarceladas, 21 prisioneros muertos bajo tortura, 1212 sentencias de muerte en juicios sumarísimos colectivos que -más allá del escarnio a la idea misma de justicia- revelan la voluntad del nuevo viejo régimen de aplastar toda forma de resistencia (o de presionar hasta el límite de cara a futuras negociaciones con la Hermandad, cuyos dirigentes están hoy todos en prisión o en el exilio).

Los que pensaban que la junta militar sólo iba a perseguir a los islamistas, experimentan hoy en propia carne hasta qué punto estaban equivocados: abogados y activistas de izquierda, miembros del partido marxista Socialistas Revolucionarios, los jóvenes del Movimiento 6 de Abril -protagonista de la revolución del 25 de Enero y hoy ilegalizado- son detenidos, reprimidos y acosados por las nuevas viejas autoridades.

Los que pensaban que, en cualquier caso, era un golpe de Estado «nacionalista» y «laico» (de inspiración ‘nasserista’) saben hoy quiénes son los valedores promiscuos del nuevo viejo régimen: Arabia Saudí, los Emiratos, Israel, la dictadura siria, Rusia, los propios EEUU, cuyas teatrales vacilaciones iniciales han dejado sitio enseguida a un «restablecimiento de la normalidad», refrendado por la reciente entrega de helicópteros Apache al ejército egipcio. Si en términos geoestratégicos las potencias perdedoras son Turquía y Qatar, el golpe de Estado contra los Hermanos Musulmanes reúne en una misma trinchera a todas las fuerzas -tan dispares entre sí- interesadas en enterrar a toda prisa hasta las sombras de un cambio democrático en el mundo árabe.

En este contexto de represión y dictadura, el próximo 26 de mayo -apenas 10 días antes que en Siria- se celebrarán las así llamadas «elecciones presidenciales», en realidad un plebiscito romano para atornillar en el trono al nuevo viejo caudillo: una así llamada «encuesta» indicaba hace pocos días un 87% de apoyo a Sissi (frente a un 4% al único candidato opositor, el nasserista de izquierdas Hamdin Sabahi). El desprecio por toda legitimidad «revolucionaria» o «democrática» se expresa en la campaña en favor del faraónico Pinochet de consenso del nuevo viejo Egipto. Hay que recordar, en efecto, que el ex-presidente Hosni Moubarak, sacado de prisión por la junta militar, salió hace poco también en televisión para expresar su sostén al general golpista; y que la semana pasada la ultraderecha islamista del partido Nur -financiado por Arabia Saudí- hizo lo propio en un comunicado oficial en el que pedía el voto para el jefe del ejército. Las escasas voces discordantes, como la de Abu-l-Futuh, dirigente del partido Masr Qouia, ex-candidato en las presidenciales de 2012 y crítico, al mismo tiempo, con la junta militar y con los Hermanos Musulmanes, apenas si están presentes en los medios de comunicación y no estarán representadas en los comicios del 26 de mayo, en los que habrá sin duda una altísima abstención -que habrá que adivinar bajo los índices manipulados de participación «oficial». En una reciente entrevista, Abul-l-Futuh lamentaba que la junta militar estuviese reimponiendo el terror que los ciudadanos egipcios se habían sacudido en enero de 2011 y denunciaba, por ejemplo, la negativa de los empleados bancarios a aceptar ingresos destinados a la cuenta de su partido, que -recordaba- sigue siendo legal en Egipto.

En cuanto a la candidatura de Hamndin Sabahi, el único rival de Sissi, no tiene ninguna opción y sólo pretende, en realidad, ampararse en la campaña electoral para dar voz a esa otra voz minoritaria, silenciada o reprimida que trata de abrirse hueco entre los islamistas de la Hermandad y la junta militar. Como se recordará, Sabahi dio la sorpresa en las presidenciales de mayo de 2012 al obtener el 21% de los votos y quedar en tercer lugar tras Mohamed Mursi, el candidato de los HHMM, y Ahmed Shafiq, el del anciene regime. Hombre carismático y de formación nacionalista y marxista, su alianza con la derecha laica en el Frente Nacional de Salvación durante la presidencia de Mursi y su decidido apoyo al golpe de Estado el 3 de julio desacreditan, sin embargo, su posición a los ojos de las víctimas de la dictadura, pero también de la izquierda minoritaria y los movimientos sociales. En Egipto no hay quizás ninguna fuerza del arco político «revolucionario» (de las que participaron en la revolución del 25 de Enero) que no haya cometido errores. El de la izquierda tradicional -dentro de la cual se incluye el partido de Sabahi- ha sido el mismo que el de los Hermanos Musulmanes: el de creer que la democracia es negociable en el marco de la conquista del poder. Ese desprecio por la democracia es el que finalmente devolvió el poder al ejército, columna vertebral, dictatorial, de Egipto, que supo aprovechar en su favor el oportunismo de los islamistas y la islamofobia de la oposición. La diferencia, en términos de legitimidad «formal», es que los Hermanos Musulmanes ganaron unas elecciones democráticas y la izquierda tradicional «ganó» un golpe militar contra la democracia. Sabahi -digamos- no aceptó las reglas del juego cuando Mursi era el presidente electo del país y acepta ahora, en cambio, las reglas de juego impuestas por la junta militar golpista. Retrospectivamente se puede pensar quizás que unos y otros podían haber hecho mejor las cosas si se trataba de «romper» con el poder del ejército -el antiguo y nuevo régimen- y no sólo de gobernar sin poder.

¿No hay esperanza para Egipto? El retroceso brutal no puede hacer olvidar que las protestas contra la dictadura militar prosiguen y se están ‘desislamizando’. Y que el dinero saudí no bastará para sacar del atolladero económico a un país en ruinas que -como antes del derrocamiento de Moubarak- vuelve a movilizarse para paralizar, por ejemplo, la industria textil en la zona de Mahallah Kubra, mediante huelgas espontáneas que anticipan nuevas movilizaciones y nuevas organizaciones. Al Pinochet del Nilo, incensado y triunfante tras el 26 de mayo, no le temblará la mano, pero la lucha por la democracia y la justicia social cuentan hoy con una memoria bajo las cenizas que se reactivará, como todas las memorias, cuando el viento sople de nuevo. El tiempo perdido, y los muertos caídos, son en cualquier caso irrecuperables.

(*) Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su último libro publicado es ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014).

Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/egipto-dictadura-y-plebiscito/5858