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Garantías y control constitucional en Cuba

¿Dónde estamos y hacia dónde podemos ir?

Fuentes: Cuba Posible

Pocos son los temas en que sociólogos, filósofos, politólogos y juristas estamos de acuerdo, máxime si se trata del tan llevado y traído tema de los derechos humanos. Para unos, los derechos civiles y políticos son fundamentales y, por tanto, tienen preponderancia sobre los económicos sociales y culturales. Otros, entre los cuales me incluyo, asumen […]

Pocos son los temas en que sociólogos, filósofos, politólogos y juristas estamos de acuerdo, máxime si se trata del tan llevado y traído tema de los derechos humanos. Para unos, los derechos civiles y políticos son fundamentales y, por tanto, tienen preponderancia sobre los económicos sociales y culturales. Otros, entre los cuales me incluyo, asumen los derechos como únicos, progresivos, indivisibles, interdependientes, e inalienables; resultando imposible la ponderación de algunos de ellos por sobre los demás.

Lo mismo ocurre con el poder del Estado. Desde los orígenes más rancios de la teoría liberal burguesa se ha defendido, y hoy sigue siendo así, la famosa tripartición de poderes; mientras que la postura de la llamada teoría socialista del Estado y el Derecho se ha basado en defender su unicidad, solo aceptando la diferenciación de funciones entre los órganos estatales.

No obstante lo anterior, si en algo han venido poniéndose de acuerdo los teóricos de las más diversas áreas del conocimiento, corrientes ideológicas y escuelas de pensamiento, es en considerar que el solo reconocimiento jurídico de los derechos no basta para su adecuada tutela. La articulación de garantías, en especial jurídicas y materiales, para la protección de aquellos resulta esencial. Lo mismo ocurre hoy con la noción del control sobre la actuación del aparato estatal, pues aceptemos o no la posibilidad de «dividir» el poder, articular mecanismos de control es clave para una adecuada defensa de la Constitución y los derechos de la ciudadanía.

El punto de partida debe ser, a mi juicio, aceptar que el reconocimiento constitucional de un derecho constituye su primera garantía, y que la posibilidad de controlar el quehacer del Estado también deviene en mecanismo garante de aquel. Claro está que para llevar hasta las últimas consecuencias la primera parte de la idea precedente, se requiere comprender el carácter de norma suprema que tiene la Constitución en cualquier ordenamiento jurídico. Este es el primer paso necesario para entender a cabalidad lo que se quiere decir cuando se clama por su aplicabilidad directa. Hoy la noción de que la Carta Magna es la disposición normativa más importante, y que el acatamiento de sus postulados resulta una clave del ideal democrático, es fundamental en todos los órdenes.

La Constitución no es una mera exposición de principios programáticos (normatividad), ni es norma de acompañamiento cuando se aplican a un caso concreto otras disposiciones. Es ante todo una ley; la más importante de todas por sus contenidos y por los mecanismos empleados para ser adoptada e incorporada al ordenamiento (superioridad). Su aplicación es imprescindible, sobre todo cuando existe un vacío legislativo ante determinada situación fáctica; o cuando se vulneran derechos por ella reconocidos.

Y es en este extremo donde primero podemos apreciar las falencias al respecto, en la actualidad. Nuestro texto constitucional ha dejado de ser aplicado por los tribunales y otras autoridades jurisdiccionales ante los casos que conocen. Como se dice en el argot jurídico: «no se falla con la Constitución en la mano».

Aunque todos sabemos del «no-reconocimiento» formal de la jurisprudencia como fuente de Derecho en el país, también a muchos nos preocupa que no existan ni siquiera criterios de sala a partir de la interpretación de los contenidos constitucionales. Pensemos en cuánto enriquecería la cultura jurídica nacional y el quehacer de nuestros órganos judiciales, que al catálogo de derechos reconocidos hoy pudiera añadirse, por solo poner un ejemplo, el «derecho a la no discriminación», a partir de la interpretación del artículo 42 constitucional. Es cierto que no está reconocida la denominada «cláusula abierta de los derechos», a diferencia de los textos de 1901, 1940 y muchos otros a nivel mundial. Esta parte de aceptar el carácter progresivo de los mismos, así como evita acudir a la reforma para incorporar otros, apoyándose en ejercicios interpretativos de los jueces. Pero la carencia de dicha cláusula no es obstáculo para lo que hemos explicado, pues amén de esto y de que no se pueda hablar de una incorporación de derechos a la Constitución, sí existirían pronunciamientos judiciales que den contenido a principios acogidos por el magno texto.

A lo anterior hay que añadir el escaso conocimiento de no pocos funcionarios (a todos los niveles), de lo que está establecido en la ley de leyes nacional. Eso supone no solo incompetencia, sino la posibilidad de actuaciones administrativas ajenas al principio de legalidad y casi siempre vulneradoras de derechos. Quizás el ejemplo más elocuente de esto sea el constante llamado de Raúl Castro al perfeccionamiento de nuestra institucionalidad que, entre otros muchos males, está afectada por la permanencia de decisores que no manejan los contenidos constitucionales.

Súmense también nuestros problemas en materia de acceso a la justicia, pues muchos procesos contra la administración no tienen posibilidad de acudir a la vía judicial. De ahí que cuando se adopte determinada decisión por el ente administrativo que resolvió respecto a un caso, vulnerándose un derecho constitucional, el ciudadano quede en franco estado de indefensión y desprotegido ante la intervención estatal. Pensemos en los actuales procesos de la llamada «disponibilidad laboral» que se desarrollan en las nuestras empresas, y tendremos un ejemplo claro sobre este último aspecto.

Otra cuestión importante es que la base ideológica y filosófica que se siguió para la configuración de los contenidos constitucionales estuvo nutrida (y, de hecho, con vistas a la reforma por venir me temo que lo sigue estando), por la denominada «Teoría del Estado de Todo el Pueblo». La misma llevó a considerar que los derechos reconocidos eran fruto de un proceso revolucionario, lo cual es cierto, pero de igual forma implicó que aquellos no fueran concebidos para ser «oponibles» al Estado socialista (artículo 62 constitucional).

Se pensó que nuestra administración y las autoridades estatales, en sentido general, no se extralimitarían en el ejercicio de sus funciones. Pero si esto ocurría bastaba con el ejercicio del derecho a dirigir quejas y peticiones (artículo 63). Todo ello implicó, a mi juicio, y de conjunto con otros factores, un escaso desarrollo de garantías procesales para la defensa de los derechos. Apenas se incorporó el habeas corpus en la Ley de Procedimiento Penal y no en la Constitución, como debió haberse hecho a partir de que uno de sus fundamentos es lo preceptuado en el artículo 59 respecto al derecho a la defensa.

La lógica de lo expuesto en el párrafo anterior sirvió para que nuestro texto pusiera especial énfasis en las garantías materiales, pero se han obviado algunas en el terreno de lo estrictamente jurídico, vinculadas con derechos civiles y políticos. Las remisiones que se hacen a las leyes de desarrollo en materia de libertad de expresión y de prensa, así como con respecto a la libertad de credo y las relaciones Iglesia-Estado, siguen pendientes. Parece ser que nadie se ha dado cuenta en la estructura de poder que muy pronto habrán pasado 25 años desde la reforma de 1992, un cuarto de siglo, y ahí siguen, como la Puerta de Alcalá, esos preceptos constitucionales sin desarrollar.

En materia de control ha ocurrido más de lo mismo. La Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP), a la que se le encomendó la tarea de controlar la constitucionalidad de las leyes, decretos leyes y demás disposiciones, ha demostrado a carta cabal su inoperancia en este sentido. Resulta ilógico pensar que un órgano que se reúne dos o tres veces máximo en un año pueda hacer algo más eficaz; sobre todo si a los defectos estructurales del sistema sumamos otros más subjetivos, como la escasa capacitación de muchos diputados en los más acuciantes problemas de nuestra realidad. Además, el propio actuar de la ANPP no ha estado exento de cuestionables decisiones, como pudiera ser la adopción del actual Código de Trabajo (que está viciado, en mi opinión, por doquier de inconstitucionalidad, y considera al trabajo como un derecho).

Del resto de los mecanismos no hay mucho que decir. Similar inoperancia ocurre con el control que, como parte de preservar la legalidad, realiza la fiscalía. En el caso del sistema de tribunales, estos deben cumplir con lo establecido en la Constitución (artículo 5 de la Ley de los Tribunales) y, por tanto, deben intervenir en su defensa. Pero no existen procesos especiales para la protección de los derechos de la ciudadanía. Por tanto, en la dinámica político-jurídica nacional actual no se puede esperar mucho de los mecanismos de control como garantías jurídicas de los derechos.

Sin embargo, como el título de este trabajo implica exponer no solo lo que tenemos sino lo que podríamos tener para ir hacia delante, concluiré proponiendo algunas ideas al respecto. Un punto de partida lógico sería el replanteamiento de algunos fundamentos filosóficos que nos han llevado a concebir los derechos como «no oponibles» al Estado. Creo que nuestra experiencia ha demostrado, con creces, que en la construcción del socialismo se cometen errores, que pueden afectar los más preciados bienes de la persona humana. Asumiendo esto, podremos entonces comprender la necesidad de tutelar el acceso a la justicia como vía para la judicialización de la defensa de los derechos en su totalidad. También se requerirán nuevas leyes procesales en sede de los derechos, sobre todo constitucionales.

Habrá que acabar de establecer en ley las «reglas del juego» respecto a determinados preceptos, siempre con respeto de los límites establecidos por la propia Constitución. Pudiera valorarse la inclusión de la denominada «Reserva de Ley», al menos cuando de derechos y garantías se trate. Especifico que me refiero a ley en sentido estricto, es decir, al fruto del acto normativo desarrollado por la ANPP. No me parece procedente la intervención de otro órgano (digamos, el Consejo de Estado, vía Decreto-ley), tratándose de una materia tan sensible como aquella, y considerando que el legislativo cubano es un órgano de legitimidad originaria. Esto último significa que sus miembros son electos por voto popular.

Por último, pero no menos importante, se hace necesario resaltar el carácter de norma superior de la Constitución, así como la adecuada definición de la jerarquía de las fuentes formales del Derecho en Cuba. A la par, debieran establecerse principios generales y rectores para la interpretación de los contenidos de la ley fundamental, que se constituirían en pautas de acción y control; asegurando la eficacia directa de los postulados constitucionales. Todo esto complementado por una Sala de lo Constitucional o de Garantías Constitucionales dentro del Tribunal Supremo Popular, como espacio a donde podría acudir la ciudadanía ante vulneraciones de sus derechos, convirtiéndose en la última voz en esta materia y garantía jurisdiccional concreta.

En fin, queda mucho por hacer en esta temática y hoy estamos más ocupados en conceptualizar el modelo económico que el político-jurídico, así que tendremos que esperar. Solo precisar que nada de lo escrito en estas líneas podrá decirse que no está inspirado en ideas socialistas. Y no expreso esto como una declaración de principios, pues sencillamente no se pueden estar haciendo todos los días. Lo digo para que se entienda que ser socialista es, creo yo, un ejercicio de eterna inconformidad, y yo soy un manifiesto inconforme en este tema y muchos otros.

Fuente: http://cubaposible.com/garantias-control-constitucional-en-cuba/