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De cómo los gobernantes del Líbano han conseguido hacer tan poco en tanto tiempo

El arte de no gobernar

Fuentes: Synaps.network

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

Quizás la característica con menos precedentes de las manifestaciones actuales en el Líbano radique en su alcance geográfico. Desde Sour y Saida en el sur, hasta Trípoli en el norte y Baalbek en el este, los libaneses se han unido en un movimiento en el que se mezclan las quejas locales con una rabia integradora hacia las élites nacionales que sustentan el sistema. Esta superposición entre política central y local se halla en el corazón del fallido sistema político del Líbano. Y ayuda a explicar uno de los acertijos definitorios del país: un Estado que no ha proporcionado prácticamente nada a sus ciudadanos, quienes, sin embargo, han vuelto a elegir hasta ahora a los mismos políticos una y otra vez.

Desde que obtuvo la independencia en 1943, el Estado libanés ha existido en una forma asombrosamente minimalista al no ofrecer niveles satisfactorios de bienestar social y servicios públicos. El país ocupa el puesto 113 de entre 137 en términos de calidad de infraestructuras, según la consultora McKinsey. El suministro de electricidad aparece como el cuarto peor del mundo, según el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial. Todos los libaneses que pueden permitírselo, y muchos que no pueden, tratan de evitar las escuelas y hospitales públicos. Así pues, la clase política del Líbano preside un sistema que sirve poco más que a sus propios intereses. ¿Cómo es que ha sido tan habilidoso para hacer tan poco durante tanto tiempo?

Para desentrañar esta paradoja es necesario apartar la mirada del politiqueo en Beirut y observar en cambio la periferia libanesa. Aunque la mayoría de los políticos residen y se pelean en la capital, prácticamente todos obtienen su base social y poder electoral de los centros urbanos más pequeños y las aldeas adyacentes. Para mantener su supremacía sobre estas áreas, las élites con sede en Beirut han venido sosteniendo un conjunto diverso de intermediarios que distribuyen el clientelismo, concentran el apoyo electoral y evitan la posible oposición. Estos intermediarios locales poderosos, jefes de familias prominentes, dueños de negocios, tecnócratas instruidos y hombres fuertes del vecindario, han tenido durante mucho tiempo las llaves del destino político de la clase dominante.

Por todo el Líbano, esta relación simbiótica se institucionalizó en forma de municipalidades: consejos locales que varían en tamaño de 9 a 24 miembros electos, dependiendo del tamaño de la localidad. Sus deberes cotidianos, como la reparación de carreteras, la recogida de basuras y el alumbrado público, hacen que resulten inmediatamente relevantes para los libaneses comunes y, por lo tanto, resultan vitales para tender puentes entre las élites nacionales y las personas que las eligen. Si bien estos organismos sirvieron históricamente para proyectar control y servicios estatales en territorios alejados, en las últimas décadas han evolucionado para hacer todo lo contrario: ayudar a los partidos gobernantes a hacer cada vez menos por sus supuestos votantes.

Construyendo y deconstruyendo Estado  

Los primeros municipios del Líbano se establecieron como herramienta para ampliar el alcance del Estado otomano, sacudido por una ola de disturbios que se extendió por Monte Líbano en la década de 1840. Los gobernantes otomanos crearon el primer municipio electo en Deir al-Qamar en 1864 y pronto le siguieron otros en Beirut, Saida y Trípoli. En una era anterior a los automóviles o a los sistemas modernos de saneamiento, estos consejos hacían poco más que resolver disputas y proporcionar información a los funcionarios otomanos.

Un acuerdo poco definido pero poderoso unía al Estado otomano con estos satélites. Las autoridades centrales proporcionaron fondos a los líderes locales que podían redistribuirlos a los constituyentes y así consolidar su popularidad. A cambio, estos notables debían reprimir la disidencia donde y cuando fuera necesario. Los gobernantes coloniales franceses del país aprovecharon y expandieron este sistema durante la era de su mandato (1923-43), al igual que el gobierno nacional posterior a la independencia. Las élites locales, anteriormente alejadas de la idea de Estado-nación libanés, fueron incorporadas a su redil. Esta cooptación ayudó al aparato estatal a transformarse de abstracción en realidad a medida que aumentaba el número de consejos municipales y su rango de responsabilidades.

 

Sin embargo, este proceso de consolidación se detuvo. Tras las elecciones de 1963, las elecciones locales se retrasaron repetidamente, primero a causa de las tensiones regionales que siguieron a la guerra árabe-israelí de 1967, y luego debido al inicio de la guerra civil en 1975. Sin embargo, en 1977, una breve pausa convenció a los líderes nacionales para que comenzaran a planificar la reconstrucción y su propia vuelta al estado de gracia. El Parlamento dictaminó que había que ampliar enormemente el alcance de la autoridad municipal para abarcar la gestión de residuos, las obras viales y el mantenimiento de los espacios públicos. Cuando la guerra se reavivó poco después, los gobiernos locales del Líbano se sintieron poderosos en su papel aunque sin las ataduras de un gobierno central que había perdido cualquier apariencia de soberanía.

En aquel momento, los servidores municipales se enfrentaron a un conjunto catastrófico de circunstancias. Sus electores estaban más necesitados que nunca debido a la violencia continua, el debilitamiento económico y el colapso de los servicios públicos. Sin embargo, los municipios carecían de recursos financieros o de capacidad administrativa para actuar. Su mandato para ocupar el cargo también se estaba debilitando. En todas partes, los suplentes no elegidos se hicieron cargo de los puestos de muchos miembros del consejo que habían muerto o emigrado; en muchos casos, el jefe de distrito o del gobernorado se limitaba solo a supervisar vagamente esos residuos de los consejos.

Absorción y transformación  

Al mismo tiempo iba formándose una nueva clase política compuesta por una mezcla de líderes de milicias y figuras empresariales ricas. Ambos grupos cultivaron su influencia sustituyendo a las élites locales de siempre. Un ejemplo de esta sustitución se produjo en la ciudad costera sureña de Saida. Allí, un magnate de la construcción, Rafic Hariri, revirtió el equilibrio político construido alrededor del dominio de décadas del clan Bizri. Este último había utilizado su influencia para dominar localmente y al mismo tiempo entrar en la política nacional: Nazih Bizri, elegido alcalde de Saida en 1952, ganó al año siguiente un escaño parlamentario que mantuvo de forma intermitente durante casi cuatro décadas.

 

Sin embargo, la guerra civil cortó el acceso de la familia a los recursos del gobierno central, dejando al consejo municipal en bancarrota e incapaz de satisfacer incluso las funciones más básicas. Para empeorar las cosas, Saida sintió toda la fuerza de la invasión israelí de 1982: después de días de bombardeos, los residentes escaparon de sus casas al ver que se destruían las carreteras, se cortaban las líneas eléctricas y se prendía fuego hasta los cimientos a todo el municipio. Con Beirut ofreciendo escasos apoyos, el alcalde en funciones de Saida, un expromotor inmobiliario llamado Ahmad Kalash, buscó la ayuda de Hariri, un rico conocido suyo. Hariri prometió donar más de un millón de dólares en fondos de reconstrucción para el final de la semana. «Fue el comienzo de la era Hariri», recordaba un concejal que sirvió en aquella época.

Hariri pasó a financiar la reparación de las carreteras, el alumbrado público y los servicios de saneamiento. Revitalizó el mercado local y contrató expertos para diseñar una iniciativa de recalificación de toda la ciudad. En el proceso, estableció el Consejo Superior de Proyectos Municipales, una fundación local que después de la guerra se llamó Fundación Hariri. En lugar de buscar aprobaciones municipales y financiación, Hariri pagó sus propios proyectos, contrató a su propio personal para llevarlos a cabo y luego entregó los resultados finales a la municipalidad para su gestión en el futuro.

Este gobierno en la sombra se alzó sobre la vida política de Saida. Las redes del clan Bizri se marchitaron, al igual que varias otras. Hariri intervino incluso para financiar un centro cultural para honrar al mártir de una familia rival de Sidonia: el político Maarouf Saad, que había sido asesinado en 1975. «En última instancia», dijo un asesor del consejo municipal en aquel momento, «sencillamente, todos querían un parte de lo que Hariri tenía para ofrecer».

Un proceso análogo estaba en marcha en otros lugares, ya que las milicias de la guerra trabajaron para construir lazos con los municipios en las zonas que controlaban. En la capital regional del sur, Sour, el Movimiento Amal, un partido político nacido justo antes de la guerra civil y que más tarde fundó una rama armada, asumió un papel similar. Un actual concejal y miembro de Amal recordaba que, tras la incursión de Israel en 1985 sobre la ciudad, Amal formó el Comité para el Desarrollo de Sour, que financió reparaciones de infraestructuras y, al igual que el Consejo Superior de Hariri para Proyectos Municipales, posteriormente transfirió la responsabilidad al municipio.

En los pueblos y ciudades de todo el país, los lazos entre las milicias y los municipios se hicieron más densos y generalizados. Al final de la guerra, una nueva cohorte de líderes se había solidificado reemplazando al Estado central como principal proveedor de asistencia financiera. Esta naciente clase política ganó popularidad, reforzó su control territorial y erradicó a los posibles competidores. Sin embargo, el entorno posterior al conflicto requería de nuevas tácticas para mantener el control en circunstancias mucho menos anárquicas; se trataba de trabajar en conjunto en vez de en ausencia de un Estado central. Hasta 1998, casi una década después de que terminar la guerra, las facciones oscilaban entre apoyar u oponerse al restablecimiento de las elecciones municipales dependiendo de si pensaban o no que ganarían. Pero el estancamiento no podía durar siempre.

A medida que se acercaban las elecciones municipales de 1998, las élites del tiempo de guerra se apresuraron a reforzar sus redes locales de apoyo, algo que resultaba clave para conseguir la victoria en las urnas.

El control territorial a través de la violencia o el patrocinio ya no sería suficiente, ahora se esperaba que las personas votaran formalmente a sus representantes para el poder. Incluso en Sour, entonces y ahora la fortaleza más firme de Amal, el liderazgo del partido se enfrentó a la incertidumbre existencial. «No teníamos experiencia ni antecedentes», admitió el actual concejal. «¿Qué es lo que la gente quería? ¿Qué podríamos prometer? No teníamos las ideas muy claras. Éramos tan ingenuos».

Las encuestas arrojaron resultados mixtos para la ascendente clase política del Líbano. Hariri, por entonces primer ministro, respaldó listas de éxito en Beirut y Saida, mientras que Amal ganó en Sour. Por el contrario, Hizbolá -otra milicia forjada durante la guerra e interesada en institucionalizar su influencia- sufrió un grave revés en Baalbek, la ciudad más grande del valle de la Beqaa. Confiando en su dominio, Hizbolá había evitado las alianzas con otras facciones.

Mientras tanto, familias de notables se unieron contra lo que percibían como la política dura del partido y el conservadurismo religioso. Su escrutinio puerta a puerta, con un coste bajo, valió la pena al conseguir una mayoría en el consejo.

Los notables de antes de la guerra se aferraron a otros centros urbanos importantes, como Trípoli y Zahle. Los clanes que habían dominado estas áreas antes del conflicto representaban una amenaza existencial para el liderazgo político emergente. Desde la perspectiva de este último había que cortar de raíz la influencia de la vieja guardia, es decir, en los territorios donde continuaba teniendo influencia.

 

La gobernanza como toma de rehenes

Los partidos sectarios que cristalizaron durante y después de la guerra enfrentaron desafíos muy similares a los que afrontan otros regímenes árabes poscoloniales. En Siria, Iraq, Egipto y más allá, una élite reducida ha evitado durante mucho tiempo rendir cuentas mediante una mezcla de coerción armada y manipulación de las instituciones estatales y las elecciones. Sin embargo, el régimen emergente del Líbano no disfrutaba de capacidad militar, ni administrativa, ni financiera, para desplegar una represión severa ni los gastos fastuosos de otros Estados. En cambio, las facciones libanesas usaron su control sobre el gobierno central para presentar a las periferias del país una opción bastante burda: los municipios que se alineaban con los partidos dominantes recibirían un mínimo básico de bienestar social, mientras que los que se mostraran reticentes quedarían efectivamente excluidos de tal posibilidad.

A las ciudades y pueblos recalcitrantes se les hizo comprender rápidamente estas nuevas reglas. La lista anti-Hizbolá de Baalbek, por ejemplo, pagó un alto precio por su independencia. El nuevo consejo se centró en mejorar la infraestructura pública con la esperanza de transformar la ciudad en un centro turístico regional. Esto implicaba construir de todo, desde un vertedero que funcionara hasta baños públicos por toda la ciudad, lo cual requería de la aprobación de los ministerios estatales y de las transferencias financieras del gobierno central. Beirut retuvo la aprobación de los baños durante varios años sin dar explicación alguna. Los planes para un vertedero sanitario financiado por el Banco Mundial se estancaron en la medida en que varias entidades estatales vacilaban. Un fondo de reconstrucción de posguerra destinado al gobernorado de Baalbek-Hermel se distribuyó entre todos los municipios principales excepto Baalbek, la capital del gobernorado. Un concejal que sirvió en aquel momento recordaba: «Hizbolá nos estaba enviando un mensaje: no elegisteis a nuestra gente, así que ahora no vais a conseguir nada».

Por lo tanto, una facción política recién llegada fue lentamente erosionando la legitimidad de los poderosos de la ciudad de antes de la guerra. A medida que se acercaban las elecciones de 2004, el consejo de Baalbek se encontró en una posición extraña. Se asentaba sobre un gran superávit presupuestario, pero no podía asegurar el consentimiento del Estado central para gastar realmente el dinero. Mientras tanto, Hizbolá actualizó su enfoque y comenzó a acercarse a las alas más solidarias de las familias prominentes de Baalbek. Este proceso de cooptación enfrentó a aquellos que se alineaban con el municipio contra aquellos alineados con el partido, dividiendo muchos clanes por la mitad. Al usar esta estrategia, la lista de Hizbolá ganó finalmente todos los escaños en el consejo, preparando el escenario para victorias en todas las competiciones desde entonces. La gobernanza de la ciudad mejoró, si bien moderadamente.

De forma reveladora, el éxito de Hizbolá en Baalbek se basó muy poco en la fuerza armada con la que a menudo se asocia al partido. En cambio, al igual que otras facciones, utilizó el acceso interno al gobierno nacional para garantizar que fuera reconocido como el único garante posible del bienestar de la ciudad. Su estrategia contenía una amenaza implícita que se llevó a cabo en las elecciones posteriores: sin nosotros, vuestra ciudad no funcionará.

Los municipios como herramienta de extracción  

Este ultimátum de facto es crucial para entender por qué quienes compiten fuera del establishment político no han logrado obtener, hasta el momento, más que un apoyo popular marginal. Por el contrario, los partidos sectarios dominantes han logrado en los últimos años con demasiada frecuencia asegurar fervientes muestras de devoción de las mismas personas que descuidan. Al carecer de competidores, llegaron aún más lejos, aprovechando su poder para un incesante enriquecimiento personal. La extracción de recursos públicos para beneficio privado no es, por supuesto, una práctica específica del Líbano o de Oriente Medio. Sin embargo, los miembros de los partidos libaneses han desarrollado formas extraordinariamente sofisticadas para garantizar que este comportamiento no pueda controlarse.

De hecho, la gobernanza local sirve como eje para la desviación de los recursos públicos. El acceso de una municipalidad a los fondos estatales requiere aceptar cierto nivel de favoritismo, a menudo en forma de contratos distribuidos a empresas privadas controladas por individuos vinculados a la élite política. Este mecanismo para extraer recursos públicos de manera silenciosa, indirecta y legal, vincula a menudo el desarrollo local, gestionado por empresas con experiencia real o imaginada, con el forro de los bolsillos de la élite.

 

 

 

Un ejemplo paradigmático lo tenemos en Saida, donde una crisis de gestión de los residuos de décadas culminó, a mediados de la década de 2000, con el surgimiento de una «montaña de basura» local que bordea el mar. Temiendo que colapsara, el consejo municipal, encabezado entonces por un oponente a la familia Hariri, desarrolló planes para construir una nueva instalación de tratamiento de residuos que fracasó en medio de la inercia burocrática. Cuando un aliado de Hariri asumió el cargo de alcalde después de las elecciones de 2010, el nuevo consejo aumentó el precio del contrato y adjudicó la licitación a una empresa relacionada con la familia Hariri. En aquel momento, los habitantes de Saida debatieron sobre esta historia ampliamente conocida no con ira, sino con resignación: se hizo algo, aunque pareció requerir de costes exorbitantes y acuerdos de trastienda. De hecho, los libaneses se han visto obligados durante mucho tiempo a considerar esenciales esos apaños para poder preservar un mínimo de servicios.

Estos intercambios han venido dando forma a la gobernanza local en la mayoría de los centros urbanos. En Trípoli, la segunda ciudad más grande del país, la familia Karami utilizó alguna vez su posición en el gobierno central posterior a la independencia para controlar la provisión de servicios sociales, en particular la atención médica. Sin embargo, después del final de la guerra civil, sus conexiones estatistas ya no podían competir con los nuevos empresarios ricos como Najib Mikati, Mohamad Safadi y Rafic Hariri. Pero ningún líder ha sido capaz de afirmar su dominio, dejando que la política de la ciudad se convierta en un caos, por lo cual la beneficencia extractiva ha dado paso a la anarquía.

En las últimas elecciones municipales, celebradas en 2016, alguien relativamente ajeno, Ashraf Rifi, presentó una lista ganadora contra otra que contaba con los apoyos de un montón de personajes locales con poder, incluidos Faisal Karami (hijo de un ex primer ministro tripolitano), Najib Miqati (un ex primer ministro) y Saad Hariri (hijo de Rafic Hariri, otro primer ministro). Rifi había servido durante años como jefe de las Fuerzas de Seguridad Interna del Líbano antes de convertirse en ministro de Justicia, un cargo del que renunció ostentosamente a principios de 2016. Animado por la popularidad que obtuvo tras este gesto antisistema, Rifi consideró que el control sobre Trípoli le serviría de trampolín hacia poder nacional.

Sin embargo, su consejo municipal, cuidadosamente seleccionado, encontró pronto problemas en múltiples frentes. Muchos de sus miembros mantenían lazos personales con los mecenas tradicionales de la ciudad, de quienes se dice que han intervenido para obstaculizar incluso los procesos básicos y así reducir la capacidad de Rifi. Además, incluso cuando el propio municipio llegaba a un consenso sobre cuestiones de gobernanza cotidiana, las solicitudes de aprobación de los ministerios del gobierno se ignoraban directamente o se retrasaban indefinidamente. Ambas dinámicas, ha señalado un asesor actual, tenían la misma causa raíz: «Rifi había abofeteado a las élites suníes. Y ellas le devolvieron la bofetada». El mismo concejal recordaba que se le pidió que retuviera sus propias propuestas políticas, que estaban bien justificadas. «Algunos políticos tripolitanos se acercaron a mí y me dijeron: ‘Si tienes una buena idea, no la expreses en voz alta. Queremos vengarnos».

Desde el punto de vista del establishment, tales tácticas dieron frutos rápidamente. Al cabo de un año de haber sido elegido, el municipio se había convertido de nuevo en un caos, con reuniones que con frecuencia se disolvían con peleas a gritos. Las perspectivas políticas nacionales de Rifi se vinieron abajo tras una campaña fallida en las elecciones parlamentarias de 2018. En julio de 2019, el alcalde y el vicealcalde que había designado fueron expulsados tras una moción de censura. A menos que las protestas en curso cambien las reglas del juego, los concejales que queden tendrán que luchar con una conclusión inevitable: en la política local libanesa, el camino hacia el progreso pasa por la lealtad a los clientelismos políticos tradicionales.

* * *

En busca de reformas

El flagrante fracaso del Estado libanés a la hora de proporcionar prestaciones sociales básicas ha provocado intentos frecuentes y mal dirigidos de reformas. El Parlamento redacta periódicamente legislaturas progresistas, por ejemplo sobre descentralización administrativa, solo para archivar después esas leyes o simplemente no ponerlas en práctica. Los donantes extranjeros financian a menudo programas que prometen desarrollar la capacidad de las instituciones estatales, ignorando por lo general las razones existenciales detrás de sus fracasos. Los patrocinadores occidentales del Líbano terminan por subsidiar el sistema inservible que esperan componer.

Del mismo modo, los municipios de todo el Líbano han pasado años presidiendo proyectos de desarrollo fallidos de los que nadie parece ser capaz de aprender. En un trágico ejemplo, tres donantes occidentales distintos, estadounidenses, alemanes y canadienses, financiaron tres renovaciones separadas del mismo jardín público en Trípoli. Volvieron a pavimentar las aceras, plantaron árboles y colocaron bancos. En lugar de coordinarse con el gobierno local o los miembros de la comunidad, los ejecutores llevaron a cabo el trabajo de forma independiente y entregaron la gestión futura de nuevo al municipio. Este último descuidó su mantenimiento; se destruyeron los bancos y los terrenos quedaron abandonados. El alcalde, según un observador local, bromeó que habría que demoler el lugar. De esta manera, una zona pequeña de la ciudad llegó a encarnar la negligencia de los gobiernos locales exactamente en los escenarios que más debieran importarles.

Dichas malas prácticas están tan arraigadas que prácticamente ningún esfuerzo de reforma del sistema ha dado buenos resultados. El fundador de una ONG con sede en Beirut recordaba el fracaso de un proyecto destinado a promover la transparencia municipal, exigiendo a los consejos municipales más grandes del país que publicaran digitalmente sus políticas y presupuestos. En una reunión del ayuntamiento de Saida, un miembro del consejo rechazó la iniciativa con una crítica curiosamente autoincriminatoria: «Insistió en que esa transparencia no era viable», dijo el gerente de la ONG, describiendo la escena. «Porque entonces la gente sabría quién obtuvo dinero y quién no». Tales ejemplos son tan sorprendentemente habituales que la mayoría de los libaneses comunes pueden citar sus propios casos. Esto explica por qué la última ronda de promesas del gobierno solo puede caer en oídos sordos.

La sociedad libanesa ha quedado maniatada a un liderazgo político que ahora debe lidiar con décadas de ira acumulada.

La clase dominante del Líbano parecía haber perfeccionado el arte de no gobernar, un enfoque de gobernanza que se ha extendido por toda la región árabe. A raíz de los levantamientos de 2011, las élites en Siria, Iraq, Egipto, Libia y otros lugares han asumido un papel cada vez más discreto en la formulación de políticas y la prestación de servicios. Caras viejas y nuevas se unen para lograr un objetivo: mantenerse en el poder de la forma más barata posible, a expensas de cualquier aspiración en aras a una prosperidad más amplia. Sin embargo, la sociedad libanesa está haciendo ahora una declaración que parece tener eco en todo el mundo: la gobernanza de no hacer nada no conseguirá sino provocar aún más rabia.

23 octubre 2019

 

Christiana Parreira es consultora de Synaps, trabaja en temas de gobernanza y está realizando estudios de doctorado en ciencias políticas en la Universidad de Stanford.

Fuente: http://www.synaps.network/lebanon-protests-the-art-of-not-governing

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, a la traductora y a Rebelion.org como fuente de la misma.