A mediados del siglo XX, los nazifascistas, en medio de toda su descomunal barbarie, se esforzaron por esconder las evidencias de sus crímenes genocidas contra comunistas, judíos, extranjeros, homosexuales, etc.; crímenes ejecutados con la complicidad hipócrita, y también franca y abierta, de las potencias democráticas liberales europeas y norteamericana. De hecho, la víspera de su derrota militar intentaron destruir por todos los medios las evidencias de sus crímenes, como los campos de concentración, las cámaras de gas y los hornos crematorios, por ejemplo.
Ello revela que sabían lo que hacían; que sabían también que su razón no era la razón de todos; y que sabían, en fin, que sus acciones eran susceptibles de reproche.
A inicios del siglo XXI, los nuevos nazifascistas, los sionazifascistas, liderados por los herederos de una de las víctimas de ayer transfigurados en carniceros de los palestinos, a quienes les han ido robando sus tierras y sus vidas en contubernio con los sionistas y el imperio otomano desde fines del siglo XIX, y con los sionistas y los imperios británico y usaíta durante el siglo XX, ejecutan un Auschwitz recargado, el Auschwitz palestino, encarnación, este sí, de la barbarie total. ¿Por qué total? Porque se lo ejecuta sin esconder nada, incluso con el desenfado de quien se siente dueño de un poder total que, por ello, conllevaría, según ellos, una impunidad total.
Por eso se lo ejecuta a cielo abierto.
Con declaraciones del ministro de defensa (¡sic!) de Israel declarando “animales humanos” a los palestinos;
Con abrazo entre Netanyahu y Biden;
Con la anuencia oficial y explícita de la comunidad internacional europea y norteamericana (más OTAN, ONU, etc.,) y demás estados y gobiernos del orbe cómplices por acción u omisión;
Con el ruido apologético y ensordecedor de las trompetas mediáticas mientras se consuma este nuevo genocidio, a lo Jericó; y,
Como ayer y anteayer, esgrimiendo, además de los misiles con que revientan, incendian y evaporan cuerpos sanos y enfermos de niños, jóvenes, adultos y ancianos en hospitales, la misma muletilla mítica, fantasiosa, delirante: “dios nos dio esta tierra”.
Tanto vomitivo desparpajo solo revela que a estas manadas de simios “sapiens”, vanguardias defensoras del capitalismo imperialista en su fase de putrefacción terminal, les importa un bledo si tienen o no tienen razón. Les basta con saber que tienen un descomunal poder y que pueden ejercerlo con descomunal saña. Y la justificación de sus crímenes y genocidios no puede ser sino la misma de siempre: la muletilla mítica, fantasiosa y delirante de “dios nos dio esta tierra” (léase: esta Tierra). La patraña «celestial» para esconder sus más prosaicos y mezquinos intereses terrenales.
En un pasaje poco citado de su Política dice Aristóteles: “Y el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad [polis, comunidad], sino una bestia o un dios.” (Madrid, Gredos, 1988, p. 52)
El pueblo inventor del dios tribal Yahvé se constituyó como pueblo sobre la base de su autoexclusión de la Comunidad Humana, no del resto de la Comunidad Humana, puesto que aquél no se considera parte de esta, pues se autodefine por autoexclusión como “pueblo elegido”, “pueblo santo”, al margen de la Historia Humana, autodesignado así directamente por “dios” (su dios), que se le reveló, le escogió, y le prometió una tierra (ajena), etc., sin importar un bledo el resto de la Humanidad.
Con semejante declaración de guerra a la Comunidad Humana, de repudio y desprecio supremacista por ella, no solo antropológico, sino ontológico (por su justificación “divina”), empezó la desgraciada historia de este pueblo que, para poder justificar el poder totalitario inexistente de una divinidad totalitaria inexistente, que constituye la razón de ser misma de este pueblo, se ha sometido a un esfuerzo aniquilador de espanto para mostrar ese poder divino, a través de la conversión, ya que imposible en dios, en bestia, en el sentido conceptualizado por Aristóteles, con todo lo que asumir ese rol implica históricamente.
Es historia conocida la asunción y el uso por las clases y potencias imperiales e imperialistas dominantes (desde Roma a Estados Unidos) de esta ideología supremacista (de “pueblo elegido” por “voluntad divina”, por tanto, absolutamente ejemplar e incuestionable) e imperialista (de propietario de tierra ajena “prometida por dios”, por tanto, absolutamente impune), que “han sido elegidos” para “llevar” “la civilización”, “la razón”, “la verdad”, “la democracia”, a los pueblos “gentiles”, “bárbaros”. Incluido el uso vil del mismo pueblo israelí.
Y si bien es una verdad incuestionable que las criaturas humanas jamás podrán alcanzar un poder absoluto, porque son intrínsecamente mortales, finitas, necesitadas, dependientes, vulnerables, heterónomas, sus clases dominantes, monoteístas, macho patriarcales, misóginas, supremacistas, racistas, clasistas, xenófobas, aporofóbicas, no han cejado de intentar alcanzarlo desde hace miles de años. De hecho, las clases dominantes no pueden dejar de seguir intentándolo si quieren conservarse como tales. Y lo harán con la furia dogmática desquiciada que cabe en quienes saben bien que todas las lacras sociales vigentes son de su autoría y responsabilidad, por mucho que quieran endilgársela a la “voluntad de (su) dios”, subterfugio ideológico por el cual todo les está permitido.
Esto al menos hay que saber antes de decidirnos a plantarles cara y darles una batalla que no puede ser sino la batalla final; porque -recuérdese- la criatura humana no puede demostrar un poder absoluto a través de actos creativos, dada sus insuperables limitaciones; pero puede demostrar un poder absoluto destruyéndolo todo, porque eso sí que puede; aunque, al fin y al cabo, nunca pueda elevarse a la categoría de un dios, sino solo descender a la de una bestia; lo cual, anegado en un Armagedón radiactivo, quizá a nadie le importe.
Pablo A. Suárez Guerra, Licenciado en Ciencias Históricas (PUCE-Quito), Magíster en Investigación en Educación (UASB-Quito)
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