Desde la primera aparición del tractor como fenómeno emergente del desarrollismo agrario en la llamada revolución verde, la vida de nuestros pueblos ha ido experimentando una transformación enorme ligada a los cambios que el progreso le ha ido imponiendo. Primero vinieron la concentraciones parcelarias que, aparte de transformar una agricultura mayoritariamente de subsistencia en otra de mercado, fomentaron el monocultivo, el desplazamiento de las semillas autóctonas y el desprecio a las prácticas de conocimiento campesinas herederas de la observación y experimentación de los ciclos naturales en la tierra que pisaban. La obligación insoslayable del uso de combustibles fósiles, abonos y biocidas sintéticos sobre los que dominar la tierra de cultivo se hizo necesaria para poder vivir holgadamente de la práctica de la agricultura. Las personas que no se adaptaron a estos cambios tuvieron que buscar otra forma complementaria de subsistir o simplemente desaparecieron.
Estas transformaciones radicales en la zona rural, además de romper la circularidad de los procesos agrarios, crearon una dependencia exterior total hacia los nuevos dueños de las semillas, de los productores y comercializadores de nitratos, fosfatos y de pesticidas. A la vez, las personas que trabajan el campo se van viendo sometidas a comprar maquinaria cada vez más especializada y desproporcionada sumergiéndoles en un endeudamiento de por vida que apaga con las tentativas de transitar hacia otros modelos adaptados a las capacidades territoriales. Cada vez se necesita más concentración de tierra de cultivo para que una unidad agraria sea viable económicamente. Las personas campesinas que están transitando hacia formas de producción agroecológica ven incrementadas sus dificultades de supervivencia precisamente por ir, entre otros motivos, contra la tendencia de centralización y acaparamiento de tierras que son los modelos que están subvencionados públicamente.
Todos los gobiernos de turno, serviles al interés mercantilista, están alentando las mismas políticas que ahondan en la pesadumbre que azota al campo. Ejemplo de ello son los Tratados de Libre Comercio; la nula regulación sobre el incremento del índice de los precios en origen y destino favoreciendo los ingresos de las grandes superficies comerciales; la inexistente implicación en el facilitamiento del acceso de la tierra a nuevas generaciones de agricultoras y ganaderas; la atosigante normativa entorno a los mercados de venta local; el desmantelamiento de los ya escasos servicios médicos y sistemas escolares…
Estas tendencias capitales que tienen como objetivo el control de la alimentación mundial por parte de transnacionales monopólicas gestionadas por fondos de inversión, están socavando el derecho a alimentarnos en aras de conseguir el máximo beneficio. Al tiempo que la ilusión de producir alimentos baratos para la población obrera se desvanece, las muestras de cansancio que está dando la fertilidad de la tierra, consecuencia directa de esta relación subordinada a su mercantilización, son alarmantes. Junto al desmorone de un modelo que arrastra al precipicio a la ya esquilmada agricultura y ganadería arraigada al territorio, ahora las empresas del oligopolio energético vienen violentando a la zona rural para expropiar numerosas fincas de cultivo y montes comunales. El saqueo y expolio al que nos quieren someter es la forma dada al nuevo nicho de negocio que pueda ser capaz de reestructurar las relaciones de mercado en un mundo que se enfrenta a la escasez de unas fuentes de energía que habían servido para su reproducción.
Motivos no faltan para la movilización. Y la ultraderecha siempre atenta a lo que puede sacar del descontento de la calle, que no es poco, intenta apuntarse a las reivindicaciones que hacemos la gente que vive o siente como propio el campo. A estos individuos la agricultura, la ganadería, el equilibrio territorial y el cuidado de los ecosistemas naturales y rurales no les interesa lo más mínimo. El campo les es algo completamente ajeno, por lo menos el campo rural, otro tipo de campos les son mucho más familiares, pero eso es harina de otro costal.
La habilidad con que esta corriente capitalista está patrocinando y acaparando el enojo de ciertas protestas callejeras podría ser el síntoma del abandono a que están sometidas estas reivindicaciones por parte del arco parlamentario, desde el progresismo más abanderado al conservadurismo más rancio, incapaces de dar una respuesta alternativa desde la izquierda en el marco político institucional establecido. Entendiendo el contexto actual dado de falta de recursos suficiente para repartir entre las personas trabajadoras debido a la ofensiva del capital que se agita ansioso en busca de nuevos beneficios en constante caída, la derecha en todas sus formas pretende adueñarse de la radicalidad de las respuestas que van surgiendo espontáneamente ante la presión cada vez mayor a los sectores de las clases subalternas. La respuesta institucional dada a estas demandas muestra como alternativas las mismas soluciones seguidistas del orden establecido adornadas con pequeñas variaciones que no son determinantes para una transición de raíz. Al mismo tiempo se observa en ciertos agentes, que en el pasado fueron determinates en la lucha, una incapacidad de asumir las transformaciones emancipatorias necesarias que tracen las bases de un cambio de paradigma basado en la gestión universal de lo común.
Sin embargo, todavía existen movimientos que siguen resistiendo y oponiéndose al desvarío actual. Y no son pocos. Se sujetan a la tierra y enraizan la esperanza sujeta a los flujos de la naturaleza. Defienden el territorio para su supervivencia, ocupando el lugar de la alternativa transformadora.
Por lo tanto, hoy simplemente queremos denunciar el arribismo parásito de estos fascistas y nazis que agitan la calle con el odio y que quieren apropiarse de las legítimas reivindicaciones que se están realizando desde diferentes representantes populares.
Este sábado pasado mucha gente entorno a estas reivindicaciones nos manifestamos en Gasteiz. Fue una de las muchas ocasiones en las que se ha demostrado en la calle que es posible hacer causa común, desde muchos ámbitos sociales e incluso ideológicos, frente a la amenaza de desposesión de la tierra a la que nos enfrentamos. El adversario, poderoso y bien relacionado con las instituciones, nos llama “perro flautas”, término que también nos dedican esos fascistas y nazis. Es curiosa la coincidencia, será quizás porque en el fondo, estos no son más que los matones de aquellos.
Cuando reivindicamos que se respete el mundo rural y que este entorno no debe convertirse en territorio de sacrificio, lo hacemos desde el pleno convencimiento de que el campo no debe estar en una posición de inferioridad respecto al mundo urbano. Que es necesario un entorno rural bien conservado y un entorno natural bien protegido. Es un patrimonio de todas las personas y lo que el nuevo paradigma del capitalismo ha llamado “transición verde” no puede destruirlo. Por ello, la exigencia de que estas reivindicaciones sean vinculantes y la actividad del sector primario se entienda como estratégica y el entorno natural sea efectivamente respetado nos parece esencial.
La reivindicación que se oyó con fuerza el sábado en las calles de Gasteiz fue “HORRELA EZ”, quedaba claro. Pero hubo otro eslogan que quizás reflejaba con más contundencia la oposición a este acoso y derribo en beneficio de las grandes empresas, decía: “LA ENERGÍA CAPITALISTA NUNCA SERÁ SOSTENIBLE”.
Quedan claras pues, cuáles son las reivindicaciones y cuáles son los principios generales que nos unen: el respeto, el cuidado mutuo y la transversalidad. Ahí, ni están ni se les espera a esos fascistas y nazis, los mismos que no hace mucho tiempo convirtieron los ribazos y cunetas de nuestro campo en lugares de vergüenza e ignominia.
Rebeka González de Alaiza y Roberto Ruiz de Arkaute son miembros de Araba Bizirik
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