Recomiendo:
1

El cerco a la Universidad Pública se estrecha

Fuentes: Hojas de Debate

Un sistema sin más horizonte que el beneficio a corto plazo tiende a destruir la idea misma de universidad.

A comienzos del mes de septiembre pasado los grandes medios internacionales y nacionales se hacían eco del desafío lanzado por Google a las universidades con su iniciativa de crear «certificados profesionales» propios. Las «formaciones» impartidas directamente por las empresas (a sus empleados o a los aspirantes a serlo) son, como es bien sabido, una práctica antigua, y qué decir de la institución del «aprendizaje». Sin embargo, los titulares de prensa no se equivocaban acordando un alcance muy distinto al paso emprendido por el gigante californiano. Y tampoco al identificar a la presa perseguida: «Google, también a por las universidades»,[1] «Google asalta la enseñanza universitaria»[2]. Con razón, el profesor de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid Carlos Fernández Liria[3] ha visto en este anuncio una vuelta de tuerca en la mercantilización de la enseñanza a favor de la cual vienen presionando desde hace décadas, en España y en toda Europa, los grandes poderes económicos y financieros: como él afirma, el modelo de enseñanza universitaria contenido en el llamado Plan Bolonia supuso un hito y un impulso decisivos en esa tendencia.

La amenaza viene de lejos. A comienzos de los años 1970, cuando éramos estudiantes quienes ahora nos retiramos de la docencia universitaria o estamos muy cerca de hacerlo, en algunos campus europeos se repartían octavillas del movimiento estudiantil que alertaban sobre las «universidades Coca-Cola» que se nos vendrían. Es verdad que las condiciones propias de la España de la época solían imponer agendas más inmediatas a las movilizaciones universitarias. Pero recuerdo, en la Granada de aquellos años, la reivindicación de más y mejores prácticas clínicas por los estudiantes de la Facultad de Medicina, plasmada en la consigna ¡Más hospitales! (entiéndase públicos). Puede decirse que parte de la respuesta general a ese otro problema fue el drástico recorte de la admisión de estudiantes que se impuso en las facultades de Medicina españolas. Conjugándolo con la generosa y continuada exportación de licenciados que vendría años después, componen una inquietante ironía en los actuales tiempos de pandemia.

Tampoco le falta razón a Fernández Liria cuando constata la alegría con la que ministerios y responsables universitarios de uno u otro color o tendencia asumieron la buena nueva boloñesa. Su adopción entusiasta dejó de lado dudas y reservas, muy poco audibles en medio de las promesas que adornaban el nuevo Espacio Europeo de Educación Superior. Solo que la proclamada homologación (relativa) conllevaba condiciones y efectos nada secundarios. Lo entendió bien el Círculo de Empresarios que en un documento de 65 páginas titulado Una Universidad al servicio de la sociedad (2007)4 invocaba la inspiración del planteamiento de la Comisión Europea, «que a su vez nace de una mirada en el espejo del modelo estadounidense».

El «proceso de Bolonia» era para los portavoces del exclusivo Círculo una «oportunidad»: más fragmentación en etapas de los estudios universitarios y sustanciales subidas de precios de las matrículas, desvalorización de los ciclos básicos, mayor asociación con la empresa, adecuación de los estudios al mercado laboral, incentivación de la competencia a todos los niveles, limitación de hecho de la financiación pública y estímulo de la privada… Las propuestas empresariales marcaban el camino a seguir: profundizar esta dinámica, que debía impulsar, además, una «ruptura» con la «uniformización» de la contratación y remuneración del profesorado y con su estatuto funcionarial, y una gestión universitaria «profesionalizada» e independiente de la estructura funcional de docencia e investigación que hemos entendido como esencia de la universidad. Los actuales Consejos Sociales de las universidades (con «personas del mundo empresarial») deberían asimilarse cada vez más a verdaderos consejos de administración y, pasado un cierto tiempo, acabar siendo la instancia que designe a los rectores-consejeros delegados (no necesariamente pertenecientes al ámbito académico). Ahí estaba el precedente del sector sanitario, citado como ejemplo de introducción de modalidades y criterios de gestión privada en ámbitos de un «servicio público». Otra invitación a hacer memoria para pensar este 2020 y sus avatares.

Sin sorpresa y con total coherencia, el documento del club patronal se prodigaba en reverencias al «modelo» universitario estadounidense, «el de mayor calidad» y «el de mayor éxito en el mundo». Ni una palabra sobre el fracaso general del sistema educativo de este país, coexistente con sus polos universitarios de excelencia; ni sobre los riesgos de efectos perversos de la dependencia financiera de las universidades de donaciones privadas o sobre el endeudamiento masivo y prolongado de los estudiantes o de sus familias por la vía potenciada de los préstamos para financiar los precios a menudo astronómicos de las carreras universitarias. Con la consiguiente amenaza de otras «burbujas», compañeras de la que estallaba en 2007, ¡precisamente!

Considerando algunos rasgos destacados de la trayectoria de la universidad española después del 2000, las recetas del Círculo de Empresarios se parecen bastante a lo que en un vocabulario de moda se conocería como su hoja de ruta. Tras casi dos décadas pregonando su adaptación a las «necesidades económicas» y el imperativo de «empleabilidad» que debía orientar sus planes de estudios, y rindiendo culto a la «cultura emprendedora», se comprende la fragilidad de la universidad frente a unas certificaciones que, según la noticia de El País, Google equipara a los actuales grados, al imbatible precio de 250 euros y alcanzables en no más de seis meses de formación. Sin olvidar el valor añadido de cara al mercado laboral que se presume a la sacralizada marca expedidora.

No hace muchos años, pocos antes de su precoz desaparición, Jean Salem (1952-2018), catedrático de Filosofía en la Sorbona, esbozaba, en un libro de entrevistas con un amigo, el editor Aymeric Monville (Éditions Delga), un cuadro que resume a grandes trazos la situación que se vive en la universidad: un balance formulado en términos desenfadados e irónicos, pero a la vez certero y especialmente desolador para los estudios de Humanidades, pero también para los de Ciencias «duras» como Matemáticas o Física. «Nuestro estilo de enseñanza universitaria depende totalmente ahora de este formato apretado, de este marco diseñado para estudios a toda prisa, para la formación acelerada de «desechables» (…) [Se] está convirtiendo en impracticable (…) toda enseñanza que pretenda ir hasta los detalles, toda profundización gratuita (…) Una reformitis ininterrumpida tiende a instalar [en la universidad] reglas de funcionamiento inspiradas en lo que prevalece en las firmas de tipo posmoderno: visión esencialmente contable de la cultura, proliferación de la burocracia neoliberal, precarización de los empleos, fiebre «evaluadora» absolutamente estéril e imposición a todos los niveles de una competencia generalizada. Carrera por los puestos y las financiaciones para los investigadores, y carrera por los certificados para los estudiantes (…) No quisiera hacer de Casandra. Pero no se puede dejar de constatar que lo que viene es un paso más en la descerebración de los ciudadanos». [5]

«Falta tiempo»: para leer, para aprender, para reflexionar, para profundizar en la investigación, para enseñar a gusto. «No tengo tiempo» es un lamento muy generalizado y recurrente (entre los profesores y entre los estudiantes). La conjugación de precariedad de gran parte del profesorado (el más joven y el que, por la prolongación de esta condición, ya no lo es tanto) y frenesí evaluatorio (a través de prácticas a menudo poco comprensibles y muy manifiestamente mejorables) alimenta una necesidad bulímica de publicar de la que no pueden salir indemnes la madurez, la originalidad y la calidad de no pocos trabajos… por mucha «indexación» que atesoren las revistas científicas (con enormes desvelos de sus editores). Los cursos de grado en «semestres» que duran apenas más de tres meses reducen las posibilidades de una docencia satisfactoria: como dice Salem, la que ayuda a los estudiantes a «adquirir la posibilidad de experimentar el deseo de aprender». Para el filósofo parisino, la importancia menguante de la figura del profesor en la universidad es el correlato del crecimiento de la del gestor, «o del profesor convertido en gestor». Lo que él llama «ilusión pedagógica» no ha faltado como recurso ideológico de una labor de desgaste: entronización del «saber hacer» («destrezas, habilidades y competencias») en detrimento de los saberes, «irrespeto apenas disimulado por los estudios fundamentales» (se ha construido una significación esencialmente peyorativa del calificativo «magistral» referido a una clase), elucubraciones vacías sobre «aprender a aprender» y otras «inflaciones logorreicas». ¿Más «cultura emprendedora» y menos cultura? El documento antes citado del Círculo de Empresarios parafraseaba «saber para hacer»: otra manera de condenar saberes por inservibles a juicio de sus expertos. Hace años que esta ideología cultivada en las etapas primaria y secundaria del sistema educativo impuso sus normas y formas a la universidad (menos tiempo de docencia, más programaciones, guías, informes, etc.). «Todo ha cambiado menos el ejercicio de la docencia»: esta frase y otras parecidas se repiten con frecuencia no solo entre pedagogos, sino por enseñantes de distintos niveles y materias, incluso con bastantes años de experiencia, víctimas de una especie de síndrome de Estocolmo ante el torpedeo al que se ven sometidos. ¿Tiene algún sentido esa afirmación? ¿Realmente todos hemos recibido y reproducimos un único y exactamente el mismo tipo de clases? Sin perjuicio de mi muy sincero reconocimiento hacia investigaciones pedagógicas estrechamente asociadas a una práctica, ¿no nos han enseñado nada sobre modos de dar clase algunos magisterios que hayamos tenido la fortuna de conocer y que estaban enteramente consagrados a contenidos de alguna materia (exposición de hechos, análisis y reflexiones)? Sin lugar a dudas, tales modos y contenidos (inseparables) despertaron no pocas inclinaciones hacia la docencia (otros dirán vocaciones).

No hay que despistarse. El problema fundamental para Jean Salem radica en «un sistema que, a fuerza de no tener otro horizonte que el del beneficio a corto plazo, tiende a destruir la idea misma de universidad». Por si fuera necesaria la aclaración, aunque exprese amargura, no estamos ante un testimonio derrotista, sino de resistencia.[6] ¿Un ejemplo de lucidez irredenta y… residual? ¿Adiós «definitivo» a un modo de entender la universidad y sus funciones? Sin que yo sugiera ninguna comparación (evidentemente fuera de lugar), cabe recordar que un grandísimo historiador nos hizo ver (magistralmente) el parentesco entre las creaciones geniales que nos legaron los personajes de don Quijote y Charlot, testigos de dos cambios de tiempo histórico separados por más de trescientos años.[7]

La tendencia de la universidad y su aceleración dejan pocas dudas. Lo que se ha ido sabiendo del Anteproyecto de Ley del actual gobierno de coalición del PSOE y Unidas Podemos sobre la universidad (otra reforma) se parece demasiado en aspectos de gran importancia al recetario patronal conocido como para presagiar otro rumbo. La Federación de Enseñanza de CCOO ha señalado su anclaje en el «modelo neoliberal y utilitario»: «un concepto de universidad al servicio de los intereses del capital (…),
relegando a un segundo plano el conocimiento, la reflexión, el pensamiento crítico y el fortalecimiento de las materias que en cada titulación oficial, ya sea Grado, Máster o Doctorado, son vitales para garantizar la formación superior de calidad»[8].

De otro lado, los signos (reales y potenciales) de resistencia de la universidad pública no se han agotado. Ha habido pronunciamientos institucionales recordando el carácter excepcional de la docencia «virtual», forzado por las circunstancias de la actual pandemia, y en defensa de la presencialidad como norma de las enseñanzas. En medio de las adaptaciones obligadas por el confinamiento general de la primera oleada y aprovechando la ocasión, salieron a relucir perspectivas nada coyunturales vinculadas a importantes intereses externos a la universidad (pero con indudables apoyos dentro de ella). Pretender, como hicieron algunos, que los cambios bruscamente improvisados dejaban a salvo «los estándares de calidad del sistema» era como convertir la especificidad de una universidad a distancia en laboratorio y avanzadilla de una evolución general a reforzar[9]. En mi retorno (finalmente más fugaz de lo previsto) a las clases presenciales (el calificativo me sigue pareciendo redundante) a comienzos de este curso 2020-21, no encontré un solo alumno que considerara sin trascendencia el impacto de la «virtualización» en la calidad de su aprendizaje. Verdades de Perogrullo que a veces parece no esté de más recordar.

Lo que se cuestiona aquí no es una adaptación telemática a una situación de emergencia (aunque su aplicación exclusiva a la universidad, por lo que respecta a la enseñanza, escape a la lógica sanitaria). Menos aún las ventajas y las grandes posibilidades que nos brindan las tecnologías de comunicación de las que hoy disponemos. Ni siquiera se discute el consuelo de una intensificación acelerada de nuestra familiarización con algunos de sus recursos, inducida por la necesidad. Tampoco puede haber objeción a los principios de exigencia y rendición de cuentas a los que la universidad pública debe sujetarse. Todo lo contrario. El problema se sitúa en los criterios, los procedimientos y las instancias para velar por la primera, y en el destinatario obligado de la segunda: «al servicio de la sociedad» no es lo mismo que al exclusivo de empresas e intereses dominantes.

Notas:

[1] https://elpais.com/tecnologia/2020-09-04/google-tambien-a-por-las-universidades-crea-sus-propias-titulaciones-por-250-euros.html.

[2]  https://www.lavanguardia.com/vida/20200929/483642776619/google-asalta-universidad-urbanismo-salud-seguridad-transporte-publico-leviatan.html.

[3]  https://blogs.publico.es/dominiopublico/34928/universidad-jaque-mate/.

[4]  https://circulodeempresarios.org/publicaciones/una-universidad-al-servicio-de-la-sociedad/.

[5]  Jean Salem, Résistances. Entretiens avec Aymeric Monville, París, 2015.

[6]  Un hábito de familia: Jean Salem era hijo de Gilberte y Henri Alleg (John Harry Salem), dos militantes señeros del anticolonialismo: Alleg dirigió en los años 50 del siglo pasado el periódico Alger républicain y es el autor de La Question (1958), la impactante denuncia de la tortura regularmente practicada por las fuerzas coloniales en Argelia bajo el dominio francés, cuyas páginas fueron sacadas clandestinamente de la prisión de Barbarroja (Argel), donde las había escrito.

[7]  Pierre Vilar, «El tiempo del «Quijote»», Crecimiento y desarrollo, Barcelona, 1964.

[8]  https://www.europapress.es/sociedad/noticia-sindicatos-critican-reforma-universitaria-gobierno-no-resolver-precariedad-docentes-investigadores-20200911144441.html.

[9]  https://hojasdebate.es/educacion/calabuch-on-line-university/

Fuente: https://hojasdebate.es/educacion/el-cerco-a-la-universidad-publica-se-estrecha/