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El derecho a conocer la lengua propia

Fuentes: Rebelión

El «Manifiesto por la lengua común» mira las lenguas no desde la cultura y su diversidad sino desde una determinada visión política; y esconde una operación encaminada a provocar una involución en el reconocimiento de la diversidad cultural y lingüística del Estado. El documento subordina e instrumentaliza las lenguas a la construcción política del Estado […]

El «Manifiesto por la lengua común» mira las lenguas no desde la cultura y su diversidad sino desde una determinada visión política; y esconde una operación encaminada a provocar una involución en el reconocimiento de la diversidad cultural y lingüística del Estado. El documento subordina e instrumentaliza las lenguas a la construcción política del Estado («una inquietud estrictamente política»; «una lengua política común»). Ese concepto de Estado es de clara inspiración borbónica y liberal-decimonónica frente al modelo de los Austrias (austracismo) que entendía lenguas y Estados de forma convivencial y no jerárquica. Aquí hay una operación lerrouxista.

No estamos ante una defensa del castellano frente a las nada amenazadoras lenguas minoritarias en el Estado, sino ante un manifiesto que busca fundamentar culturalmente un nacionalismo español reactivo promoviendo un modelo de Estado piramidal. En efecto, no solo propugna que se ratifique de derecho lo que, lamentablemente, ya ocurre de hecho en el Estado Español, «una asimetría entre las lenguas españolas oficiales», sino también que el castellano pase al estatus de la lengua política propia de todos los españoles y al de preferente en el interior de las Comunidades con lengua propia, bajo la falsa y victimista premisa de que se está persiguiendo al castellano. El manifiesto entiende la diversidad como un problema.

Es una hipocresía digna de mejor causa que los mismos que niegan que las lenguas tengan derechos, en cambio, les atribuyan obligaciones. Dan por bueno que la Constitución -con criterio injusto- establezca una obligación colectiva (con carácter exclusivo) de saber el castellano; y, en cambio, cuestionan una política de mera preferencia (sin exclusión del castellano) para esas lenguas propias en sus cunas culturales. Hoy el castellano es la lengua de uso exclusivo en el funcionamiento del Estado compartido, en el sistema de medios de comunicación, en las relaciones económicas o en los flujos sociales e intercambios culturales, relacionales y comunicativos. El castellano lo domina el 100% de las comunidades bilingües. Las demás lenguas del Estado, en cambio, sí tienen un problema. No verlo es pura ceguera interesada. Por motivos de equilibrio, una política de apoyo especial es imprescindible ante el predominio diglósico del castellano.

Produce sonrojo esta polémica que nos indica el agujero negro que hay en el pensamiento político sobre la diversidad, el pluralismo y la calidad integradora de la democracia española misma. Si como se pide en el manifiesto, el Parlamento español adoptara medidas restrictivas con una «normativa legal (con reforma constitucional y de estatutos autonómicos)», a nadie se le escapa el riesgo de fractura que ese tipo de iniciativas podrían propiciar. Han abierto una absurda y peligrosa guerra lingüística. A la condición de lenguas maltratadas por la historia de la construcción del Estado español, y a su condición de minorizadas en muchos ámbitos internos, tienen que añadir ahora la de querer ser relegadas al estatus de lenguas y culturas secundarias y no integrales, meros apéndices de una supuesta cultura y lengua común.

Proteger la diversidad y la libertad

En plena era de la defensa de la diversidad de culturas propiciada por la UNESCO, ha salido a relucir en la polémica la fundamentación filosófica de fondo de esa posición: el darwinismo cultural. Se sostiene que sean el tamaño del número de hablantes y los mercados lingüísticos los criterios del futuro de las lenguas, y deslegitimando que se puedan proteger las lenguas menos robustas. Y lo defienden incluso personas que les horrorizaría un criterio darwinista en lo social, o que defienden la excepción cultural en el audiovisual internacional.

Estatutaria e históricamente, el gallego, el catalán y el euskera son las lenguas propias de sus comunidades. El castellano, en cambio, es la lengua común -por conocida por todos que no por propia aunque sí por apreciada- con el resto del Estado, y la cooficial en nuestras comunidades. Asimismo frente a la idea de que el castellano también «es la común dentro de esa comunidad», hay que decir que es una lengua cooficial, más apropiada que propia, y que se debe aspirar a que sean comunes a nuestras ciudadanías tanto la lengua propia como la cooficial. Se trata de disponer del derecho colectivo a conocer bien la propia (y la otra) lengua para que cada cual pueda ser realmente libre de usar la que quiera, cuando quiera, y según las situaciones.

Derecho de las ciudadanía

Hay que estar a favor de todos los derechos individuales y colectivos que lo sean, pero además de reconocerlos todos, no se deben confrontar. Con esta campaña se quiere oponer al derecho colectivo a la lengua propia, un dudoso derecho individual a elegir lengua vehicular en nuestros sistemas educativos (el derecho a la educación no tiene el corolario del derecho a un modelo lingüístico educativo a la carta, como reconoce la jurisprudencia) al igual que el derecho a usar cualquier lengua no tiene el corolario de que cualquier ciudadano tenga derecho a ser atendido institucionalmente en cualquier lengua en cualquier parte.

Hay un derecho individual en cada comunidad bilingüe a hablar en el idioma que se quiera («opción lingüística») y un derecho a que las dos lenguas sean dominadas al final del ciclo educativo, cuestión esta que los sistemas garantizan, además de la obtención de un buen nivel de una tercera lengua. No siendo planteable la exclusión de las matemáticas o el inglés de los currícula, no es razonable tampoco que se pueda ejercer una objeción de conciencia familiar, en el sistema público o concertado, a unos modelos lingüísticos adaptados ad hoc que, dando preferencia a la lengua propia, busquen que, al final del ciclo formativo, sea competente todo el alumnado en saberes y en las dos lenguas de la comunidad. Hay que evitar que por desconocimiento de la lengua propia haya una futura ciudadanía no integrada o en desigualdad de oportunidades.

Quizás haya que plantear un boomerang para esta campaña en la medida de que se incumple el artículo 3.3. de la Constitución Española que indica que «La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección» en todo el Estado español (se entiende). Por ejemplo, los medios de RTV públicos y privados españoles sólo utilizan el castellano para emitir para todas las CCAA. Parece necesario concretar ese artículo a escala estatal con criterios de respeto y proporcionalidad en beneficio de las «demás lenguas españolas». En efecto, en Cortes Generales, en el sistema de medios de ámbito estatal que hoy excluyen a las otras lenguas; en algunas rotulaciones ad hoc en lugares muy visitados en el Estado y en las comunicaciones institucionales significativas con nuestras comunidades, en un Estado que se dice pluricultural y que es plurinacional, debieran visibilizarse en mucha mayor medida las otras lenguas. No olvidemos que el censo de los territorios con lengua distinta al castellano supone, nada menos, que el 40% de la población en España y, sin embargo, son invisibles para el otro 60%.

Finalmente, no sólo hay que defender las lenguas como patrimonio, sino también los derechos de sus hablantes y de las ciudadanías, que entienden perfectamente que las autoridades deben aplicar criterios de discriminación positiva en los Estados plurinacionales que no terminan de interiorizar cultural, jurídica y políticamente que lo son. Este es el fondo del problema.

Ramón Zallo. Catedrático de Comunicación de UPV-EHU