La manifestación del 10 de julio en Barcelona con el lema «Som una nació, nosaltres decidim» (somos una nación, nosotros decidimos), convocada en reacción a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya, tuvo una participación ciudadana que desbordó incluso las previsiones más optimistas. Más allá del consabido baile de cifras, […]
La manifestación del 10 de julio en Barcelona con el lema «Som una nació, nosaltres decidim» (somos una nación, nosotros decidimos), convocada en reacción a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya, tuvo una participación ciudadana que desbordó incluso las previsiones más optimistas. Más allá del consabido baile de cifras, incluso la prensa más conservadora y centralista se ha visto obligada a asumir la valoración general: una manifestación inmensa, una de las principales desde el fin del franquismo y la más importante en la historia del catalanismo (1).
El camino recorrido hasta llegar a esta manifestación del 10 de julio convocada por Òmnium Cultural y a la que se adhirieron más de 500 entidades entre las que hay que contar a los partidos que forman el 88% del parlamento catalán (los únicos partidos parlamentarios que no apoyaron la manifestación fueron el Partido Popular, que solamente tiene 14 diputados, y Ciudadanos que tiene 3) y los principales sindicatos de clase de Catalunya (CCOO, UGT) junto a otros como USOC e Intersindical, así como el sindicato campesino Unió de Pagesos, puede ser resumido en las siguientes importantes etapas.
En 2003, y en un contexto de fuertes agresiones centralistas por parte del gobierno del PP de José María Aznar, el Partit dels Socialistes de Catalunya, Esquerra Republicana de Catalunya e Iniciativa per Catalunya Els Verds-EUiA se comprometieron a conformar un gobierno «de izquierdas y catalanista». Uno de los objetivos de ese gobierno era impulsar una reforma del Estatut que permitiera, en el marco de una lectura «abierta» de la Constitución española, profundizar en el autogobierno y en el reconocimiento de la identidad singular de Catalunya (2).
En el año 2005, y siendo presidente de la Generalitat Pasqual Maragall, se realizó un primer borrador de la reforma del Estatut. El entonces nuevo presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, se comprometió entonces a apoyar el Estatut que saliera del Parlamento de Catalunya. Pocos meses después, el Estatut fue aprobado en el Parlamento catalán por una amplia mayoría que incluyó a la formación nacionalista conservadora Convergència i Unió. El 5 de octubre del mismo año, el Estatut entró en el Congreso español. Como ya había ocurrido con el Estatut de Núria de 1932, durante la República española, fue sensiblemente recortado con el supuesto propósito de «ajustarlo» a la Constitución (3). El 30 de marzo de 2006 el Estatut reformado («cepillado», en palabras del diputado actual del PSOE y vicepresidente de los gobiernos presididos por Felipe González, Alfonso Guerra) fue aprobado por las Cortes. El 18 de junio de aquel año la población catalana fue convocada a un referéndum para votar sobre el texto final. A pesar del creciente desencanto respecto de los recortes y de la manipulación partidista del texto, la mayoría ratificó el nuevo contenido.
Inmediatamente después, el 31 de julio, el PP presentó un recurso de inconstitucionalidad contra 114 artículos y 12 disposiciones del Estatut, argumentando que se trataba de una «reforma constitucional encubierta» y de una «constitución paralela». A pesar de que el texto había sido aprobado por dos parlamentos, el catalán y el español, y por un referéndum popular, sólo un magistrado de los doce que integran el TC, Eugeni Gay Montalvo, se pronunció contra la admisión a trámite del recurso. Una vez admitido, el PP recusó de manera jurídicamente discutible a uno de los magistrados del TC, lo cual propició un escenario de bloqueo y de instrumentalización partidista del texto. Con varios magistrados con sus mandatos ya caducados y sin que se produjera renovación alguna, comenzaron a filtrarse a la prensa diferentes proyectos de sentencia en los que el Estatut resultaba recortado en aspectos sustanciales vinculados al autogobierno y al reconocimiento nacional de Catalunya.
Finalmente, tras cuatro años de incidentes múltiples y en un contexto de crisis económica rampante, el llamado sector «progresista» del TC, encabezado por la presidenta María Emilia Casas, conseguía convencer al magistrado Manuel Aragón y a algún magistrado del sector «conservador» para alcanzar una decisión común, a cambio de marcar una serie de líneas rojas al tono federalizante y pluralista del Estatut.
El 28 de junio de 2010 el TC dio a conocer el fallo de su sentencia. En él, se declaran inconstitucionales, total o parcialmente, 14 artículos del texto aprobado por las Cortes y ratificado en referéndum. Buena parte de estas nulidades aparecen vinculadas a cuestiones que resultarían perfectamente asumibles en un régimen con genuina vocación federalista, como la eventual desconcentración del Poder Judicial, la consolidación de un Consejo de Garantías Estatutarias capaz de emitir decisiones vinculantes, la limitación a la legislación básica invasiva por parte del Estado central o el establecimiento de un sistema de financiación solidario pero a la vez, transparente y equitativo. Otras suponen una auténtica cortapisa a exigencias identitarias hace tiempos consagradas legislativamente, como la superación del menoscabo histórico padecido por el idioma catalán y su consolidación como lengua propia.
Aunque el fallo del TC supone un rechazo de la mayoría de reclamos de inconstitucionalidad planteados por el PP, no es de extrañar que su publicidad haya caldeado aún más los ánimos entre la población catalana (4). Y es que junto a los 14 artículos o preceptos declarados inconstitucionales, el voto mayoritario del TC entiende que hay 27 preceptos más que sólo podrán ser considerados constitucionales en la medida en que se ajusten a la interpretación, casi siempre restrictiva, que de ellos realiza el propio TC. Así ocurre, por ejemplo, con las obligaciones en materia de inversiones que el Estado adquiere respecto de Catalunya, relegadas a una mera sugerencia al legislador. O con los derechos y deberes lingüísticos. O con el reconocimiento, en fin, de Catalunya como nación; un reconocimiento democrático al que machaconamente se insiste en privar de virtualidad jurídica y de subordinar a la «indisoluble unidad» de la «Nación española» (mencionada con mayúsculas por el propio TC en reiteradas e innecesarias ocasiones) (5).
Ciertamente, el voto mayoritario no refleja las posiciones granespañolistas más recalcitrantes. De hecho, los magistrados más conservadores, en sintonía con algunos dirigentes del PP, han dedicado votos particulares a dejar claro que el Estatuto «colapsa el Estado»; que intenta «imponer un idioma» desde «la radicalidad» y que conceptos aprobados por el Parlamento catalán y por las Cortes como los de «nación» catalana o «derechos históricos» directamente deberían haber desaparecido del texto.
Dicho esto, es imposible no ver en la sentencia mayoritaria un reflejo del sentido común medio dominante en el PSOE y PP en materia territorial. Este sentido común, a más de treinta años de muerto Franco, continúa anclado en la defensa obsesiva de la indisoluble unidad «española», siendo extraordinariamente hostil a cualquier lectura federalizante y pluralista de la Constitución española.
Aunque habrá que dilucidar qué instituciones o políticas se ven afectadas por las decisiones del TC y cuáles pueden seguir negociándose con el Estado central, el sentimiento de un progresivo agotamiento de la vía constitucional como vía de garantía del autogobierno es cada vez más extenso. Los partidos situados más a la izquierda en el arco parlamentario catalán −Esquerra Republicana e Iniciativa per Catalunya Verds− lo han reconocido explícitamente. Y aunque todavía no ha sido aceptado por otros como Convergència i Unió o el Partit dels Socialistes de Catalunya, será un factor de indudable tensión, cuando no de desestabilización política a lo largo de los próximos años.
Desde una perspectiva de izquierdas, es evidente que el pueblo de Catalunya, como cualquier otro, está atravesado por diversos intereses políticos y culturales, así como por diferentes conflictos de clase. Para las clases trabajadoras y para los sectores populares catalanes, muchos de esos intereses son comunes a los de las clases trabajadoras del resto del Estado y de Europa. De hecho, a juzgar por la numerosa presencia de sindicalistas y organizaciones de izquierdas en las calles de Barcelona, es muy probable que muchos de los que marcharon juntos el 10 de julio vean enfrentados sus intereses en la huelga general del próximo 29 de septiembre (6).
Lo cierto, sin embargo, es que la burda manipulación del Estatut por parte de los dos grandes partidos españoles y, a resultas de ello, del propio TC, ha sido suficiente para juntar, en una manifestación sin precedentes, a federalistas, independentistas, autonomistas y, en general, a muchas personas unidas por el reclamo de respeto a una aspiración nacional democrática y pacíficamente expresada. Cuando la única vía admisible para canalizar esa aspiración democrática es la reforma de una Constitución pensada para ser irreformable, no debería sorprender que las posiciones independentistas crezcan, incluso entre quienes no se considerarían nacionalistas. Durante los siglos XVII, XIX y XX, sentimientos y razones similares a los expresados este 10 de julio en Barcelona inspiraron a quienes, una y otra vez, defendieron el horizonte de una república catalana. A menos que la tan mentada «segunda transición» sea un hecho efectivo -lo cual, como mínimo, exigiría el concurso fraterno de las izquierdas y de las gentes democráticas fuera y dentro de Catalunya− nada hace pensar que esos sentimientos y esas razones vayan a remitir.
Notas:
(1) Además de la manifestación celebrada en Barcelona, otras similares tuvieron lugar en Donosti, Berlín, Buenos Aires, Londres, Irlanda, o Nueva York. Los organizadores del acto han calculado la asistencia en un millón y medio de personas (Catalunya tiene unos siete millones de habitantes). La policía municipal ha rebajado esa cifra a un millón. La prensa moderada y conservadora -desde la Vanguardia a ABC– han dado por buena esa cantidad. Una excepción llamativa es la del diario El País. A pesar de reconocer la importancia de la manifestación, recoge los datos de la Agencia EFE y de una empresa de medición llamada Lynce, según la cual los asistentes no habrían pasado de 56.000. Según sus propios directivos, uno de los objetivos de Lynce es probar que «en España nunca ha habido manifestaciones millonarias». Más allá de la fiabilidad de sus instrumentos de medición, lo que llama la atención es que es una de las primeras ocasiones en el que el Grupo Prisa apela a los datos de esta empresa para medir el alcance de una manifestación. Incluso en 2009, cuando el Partido Popular convocó a una manifestación anti-abortista en Madrid, y Lynce dijo que habían asistido 55.000 personas, El País optó por decir que el total de asistentes había rondado los 265.000.
(2) La defensa del propio autogobierno no era una cuestión menor. Baste recordar que durante la última legislatura del gobierno Aznar las Cortes españolas ni siquiera admitieron a trámite el proyecto de reforma del Estatuto vasco (el llamado Plan Ibarretxe) al tiempo que se modificó el código penal para tipificar como delito la convocatoria de referendos.
(3) El Estatut de Núria fue plebiscitado ante la ciudadanía catalana en 1931. Con un 75% de participación, obtuvo una aprobación del 99% de los votantes. Una de las reacciones a la propuesta fue el fallido golpe de Estado del general Sanjurjo. Aplacado el golpe, el Estatut, a pesar de su abrumadora legitimidad de origen, fue recortado y aprobado en las Cortes. Para evitar que este efecto se repitiera, la Constitución española previó que el referéndum aprobatorio se realice una vez que el texto pase por las Cortes y no antes, con lo que se conseguía limitar su legitimidad de origen y se forzaba a la población de la Comunidad Autónoma a asumir la lógica del «mal menor».
(4) No puede extrañar que hasta un periódico tan moderado como La Vanguardia titulase en grandes letras de portada el mismo 10 de julio: «Provocación».
(5) Algunos importantes constitucionalistas andaluces, como Javier Pérez Royo o Francisco Balaguer, también han cuestionado el innecesario afán restrictivo de algunas de las interpretaciones del TC. Ello no es casual, si se tiene en cuenta que muchas de ellas pueden afectar a otros Estatutos de Autonomía, comenzando por el andaluz.
(6) Estas contradicciones podrían extenderse a otros ámbitos. Muchas de las asociaciones vecinales y movimientos sociales que se manifestaron contra los recortes al autogobierno, vincularon sus reivindicaciones a una crítica sin ambages de la dirigencia política que ha permitido, también en Catalunya, la irrupción de sonados casos de corrupción como los derivados del llamado caso Millet.
Gerardo Pisarello y Daniel Raventós son miembros del Comité de Redacción de SinPermiso
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