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El doble confinamiento de Gaza

Fuentes: La Marea [Foto: Estudiantes en Gaza. REUTERS / MOHAMMED SALEM]

A Saeb Erekat, el histórico líder palestino que participó en los Acuerdos de Paz de Oslo, lo ingresaron el pasado domingo en el Hospital Hadassah Ein Karem de Jerusalén tras complicarse su infección por coronavirus. A sus 65 años y con un trasplante de pulmón, había motivos para pensar que su contagio –él mismo lo anunció el 9 de octubre, días después de haberse reunido con el presidente Abu Mazen, quien ha dado negativo en las pruebas por COVID-19– se complicara: su estado, según ha declarado su hija Dalal a la agencia oficial palestina Wafa, es crítico dado que ha contraído una neumonía que ha empeorado notablemente su salud. 

La misma agencia ha informado que otra histórica dirigente de la Organización para la Liberación de Palestina, Hanan Ashrawi, de 74 años, ha dado positivo en COVID-19. La pandemia se ceba ahora con el liderazgo palestino. Lo remarcable es que Erekat, secretario general de la OLP, fuera hospitalizado de urgencia en un hospital israelí, no porque resulte infrecuente –son habituales los ‘gestos humanitarios’ de las clínicas israelíes, sobre todo cuando implican golpes publicitarios como el que nos ocupa– sino porque pone de manifiesto la terrible situación en los territorios palestinos, bajo ocupación israelí, donde no hay libertad, prosperidad ni la más mínima dignidad o seguridad y donde el estado de alarma es, con o sin coronavirus, una forma de vida.

Resulta perturbador pensar en un brote de COVID-19 en un lugar como Gaza, una prisión al aire libre con los accesos bloqueados por Israel desde hace 13 años para castigar a una población que eligió libremente en las urnas al grupo islamista Hamás. Desde entonces, y con el añadido de los frecuentes bombardeos contra una franja de tierra sin recursos para reconstruir lo destruido, Gaza ha retrocedido en el tiempo y su acuciante crisis económica se ha visto agravada.

La franja vive confinada por decisión israelí desde hace más de una década, pero la pandemia le suma un grado insoportable de aislamiento y desesperanza. Sin recursos sanitarios ni agua potable, con una de las mayores densidades de población del planeta y una tasa de desempleo estimada en el 70%, la economía informal es generalizada. Las familias viven al día y no pueden quedarse en casa y renunciar a trabajar si no quieren morir de inanición.

El 15 de marzo, al inicio de la pandemia, Hamás decretó confinamiento y toque de queda para evitar que la epidemia diezmara a una población con todos los factores para sumar muertos. El 24 de agosto, las autoridades se vieron obligadas a decretar un nuevo cerrojazo interno que implicaba el cierre de negocios, colegios, mezquitas y hostelería tras detectarse cuatro casos comunitarios. Los centros religiosos se reabrieron el domingo –salvo aquellos situadas en zonas rojas de contagio– pero el ambiente de confinamiento sigue en el aire. 

La policía patrulla recomendando a la población que se atrinchere en sus hogares ante este nuevo ataque invisible, pero los gazatíes, ávidos de vida entre tantas limitaciones y tantos años de cercos, muertes y ataques, están hartos de esconderse. Con dos millones de habitantes en 385 kilómetros cuadrados, se están registrando entre 80 y 100 casos de COVID-19 diarios, según Acción contra el Hambre, una cifra que bien podría dispararse dadas las circunstancias en las que vive Gaza. «Las limitaciones en el suministro de agua potable y el tratamiento de las aguas residuales ya eran una de nuestras principales preocupaciones antes de la pandemia”, explica desde Jerusalén Lucas Honauer, director de la ONG en Gaza, en un comunicado de la organización.

La única central eléctrica fue cerrada el 18 de agosto, dado que Tel Aviv suspendió el suministro de combustible como represalia a los últimos enfrentamientos, en plena pandemia, consciente de que sin electricidad no hay el agua potable indispensable para evitar el contagio comunitario. Aunque se reinició el suministro en septiembre, los continuos apagones –se estima que hay ocho horas diarias de luz en la franja– impiden el teletrabajo, obstaculizan incluso la correcta conservación de alimentos y lastran el estudio de niños y adolescentes, que no tienen ni electricidad ni conexión a Internet para seguir las clases telemáticas, su única opción dado que las escuelas cerraron antes incluso de que les distribuyesen los libros de texto.

Según la Oficina Palestina de Estadística, solo el 29% de las familias de Gaza tienen un ordenador en casa. El 78% tiene un teléfono móvil, llave de las gestiones de toda la familia, aunque los cortes de electricidad impiden que el aparato permanezca cargado. Los cortes de luz también afectan el funcionamiento de las plantas de tratamiento de aguas residuales y de desalinización, “socavando el acceso a agua limpia y sistemas de saneamiento”, denuncia Acción contra el Hambre.

No hay posibilidad de mantener la higiene ni la distancia social, se calcula que solo hay un centenar de camas UCI para una población de dos millones de personas y 350 ventiladores. No creo que los palestinos estén siquiera sorprendidos: llevan demasiadas décadas viviendo en estado de guerra o bajo restricciones de todo tipo. Hay infiernos eternos que nunca se consumen, y Gaza es uno de ellos: pensemos en eso cuando nos sobrecoja nuestra propia tragedia.

Mónica G. Prieto es periodista ‘freelance’. Excorresponsal en Italia, Rusia, Jerusalén, Líbano, Tailandia y China. Autora de Siria, el país de las almas rotas e Irak, la semilla del odio.

Fuente: https://www.lamarea.com/2020/10/21/el-doble-confinamiento-de-gaza/