Este año, en que recordamos el setenta y cinco aniversario de la proclamación de la Segunda República española y los setenta años transcurridos desde la rebelión fascista de 1936, se han organizado miles de actos conmemorativos por toda España, actos que han vuelto a celebrar el luminoso y esperanzado 14 de abril de 1931 y […]
Este año, en que recordamos el setenta y cinco aniversario de la proclamación de la Segunda República española y los setenta años transcurridos desde la rebelión fascista de 1936, se han organizado miles de actos conmemorativos por toda España, actos que han vuelto a celebrar el luminoso y esperanzado 14 de abril de 1931 y a señalar el siniestro 18 de julio de 1936 que trajo el fascismo. Desde Murcia a Bilbao, y desde Barcelona a Huelva, la bandera tricolor de la digna República española ha vuelto a recorrer las calles del país. Es un fenómeno que se repite: de hecho, pese a la deliberada ocultación de la memoria democrática española y a la elaboración de una leyenda monárquica a mayor gloria de Juan Carlos de Borbón (que, por otra parte, contrasta vivamente con la realidad de una familia Borbón instalada en el parasitismo social), no hay ya manifestación pública o encuentro popular donde no se vean las banderas republicanas, enarboladas con entusiasmo por jóvenes y veteranos. Una de las iniciativas más interesantes de este año de recordatorios se ha celebrado en Barcelona, donde el Museu d’Història de Catalunya inauguró tres exposiciones simultáneas; una, sobre los carteles y cartelistas de la Segunda República; otra, con el fondo fotográfico de la Agencia Efe, que mostraba numerosas imágenes inéditas sobre la guerra civil; y una tercera, con fotografías de Pérez Molinos, sobre la Cataluña de la guerra y la postguerra, así, porque ambas son inseparables.
Allí, en el museo, estaban los carteles de la República, los pasquines de organizaciones de izquierda y sindicatos, pero también de partidos y fuerzas conservadoras. Algunos, muy ingenuos, sencillos. Además de los conocidos carteles republicanos llamando a la resistencia contra el fascismo o estimulando el trabajo y la defensa de la libertad, vi uno, poco conocido, firmado por el Front Català d’Ordre (la coalición que se opuso al Front d’Esquerres, nombre del Frente Popular en Cataluna para las elecciones de febrero de 1936), que proclamaba «No passaran», frase que cierra el paso a la bandera roja de la hoz y el martillo: era para esas elecciones donde venció el Frente Popular. Pero pese a su temprana utilización por la derecha, ese No pasarán -que procedía de la Francia de la gran guerra– lanzado al mundo por Dolores Ibárruri en los días hermosos y terribles de la defensa de Madrid, simboliza el esfuerzo de la República española para cerrar el paso al fascismo que empezaba a inundar y ensangrentar Europa.
En otras salas del museo estaban las fotografías de la agencia Efe (entidad fundada en 1939 por el franquismo vencedor, aunque tenga raíces en la agencia Fabra y en la francesa Havas), inéditas, que nos enseñan de nuevo la guerra civil. Allí vi imágenes de la rebelión fascista, de Franco en Canarias, de dos civiles muertos en la barcelonesa Plaza de Cataluña, en los primeros días de la militarada. A uno de los cadáveres tendidos en esa plaza le habían cubierto el rostro con un pañuelo. Otras imágenes, que no se habían podido ver hasta hoy, son más cotidianas, esperanzadas, aun dentro de un tiempo de excepción: allí estaba el rostro decidido de una miliciana, Marina Ginesta, de la JCC, en la terraza del Hotel Colón, el 21 de agosto de 1936, en la misma plaza barcelonesa. La muchacha lleva el pelo corto y, detrás de su fusil, colgado del hombro, se ve la Puerta del Ángel, la catedral, el mar, el futuro teñido de sonrisas, que parecía al alcance de la mano. Y, en Madrid, ese mismo día de agosto, con la alegría de la victoria momentánea, una chica alegre apunta con una pistola a la cámara, jugando, como si exorcizase la muerte que los días anteriores se había apoderado de la ciudad.
Otras escenas documentan el drama. Unos milicianos comunistas de la columna Del Barrio-Trueba están en una placa, detenidos en el tiempo, arrastrando un ataúd (un pobre cajón desparejo) con los restos de un guardia civil, no sabemos si leal a la República o partidario de los sublevados. Al lado, en otra imagen, está el general Miguel Cabanellas Ferrer, presidente de la Junta fascista, asistiendo a una concentración carlista el 25 de julio de 1936. Lleva barba blanca, uniforme y boina: es un hombre del siglo XIX, pero muestra ya la ferocidad fascista del momento. Y, más allá, están el general Mola y su esposa, paseando solos por la muralla de Ávila. Al fondo de la fotografía, se adivina un aleteo de sotanas negras. En una instantánea están Companys y su esposa, partiendo al exilio desde Figueres, a París, el 1 de febrero de 1939, y, algo más lejos, encuentro un ingenuo y sentido poema de Octavio Paz que podía haber sido escrito por cualquier miliciano de la República:
«Has muerto camarada,
en el ardiente amanecer del mundo.
Has muerto cuando apenas
tu mundo, nuestro mundo, amanecía.
Llevabas en los ojos, en el pecho,
tras el gesto implacable en la boca,
un claro sonreír, un alba pura.»
Vi a casi un centenar de milicianos, saludando durante la batalla de Guadalajara, en marzo de 1937. Y la quema de libros en Tolosa, Guipúzcoa, en 1937, como un siniestro aviso de lo que vendría después. En otra escena, estaba también el gran cartel que llamaba, en febrero de 1937, por los bombardeos fascistas: «Evacuad Madrid». Y una estampa de la recogida de donativos en Madrid, en diciembre de 1936: detrás de la imagen, se ve un cartel que anuncia la «Nochebuena del Soldado Rojo». Y, como si la vida normal fuese posible, un partido de fútbol, en el Madrid de mayo de 1937, con los dos equipos saludando con el puño cerrado, a la altura de la cabeza. Me fijé también en un hospital musulmán, establecido en Burgos por el bando fascista, con marroquíes reclutados por Franco convalecientes, casi todos ataviados con turbantes. Y en Rafael Sánchez Mazas, ideólogo falangista, y Pilar Primo, satisfechos en Barcelona, tras la derrota de la República.
Me llamó la atención el encuentro emocionante de dos hermanos, los Machuca, en la Tarragona ocupada por las tropas fascistas: uno, era vencedor; el otro, prisionero, era un vencido. Y una columna fascista entrando por la Diagonal barcelonesa, el 26 de enero de 1939: al lado de los soldados, un hombre con gafas que lleva una pequeña cesta en la mano, camina, como si quisiera seguir la vida, aunque aún no sabía que lo peor estaba por llegar. Después, me detuve ante las fotografías de los prisioneros republicanos, vigilados por soldados fascistas, conducidos a pie por las calles de Madrid, hacia los campos de concentración. Y ante el rostro desolado de una refugiada española, varada entre sacos y bultos, en el caos y la desdicha, en la estación francesa de Bourg-Madame. Y ante las fotografías de los miles de refugiados republicanos, lavándose en el mar, en Argelers, en las frías playas francesas cerradas por alambre de espino.
Vi, finalmente, las imágenes de Pérez Molinos (1921-2004). Era un fotógrafo comunista, que fue al frente de Aragón enviado por el Comité Central de Milicias Antifascistas, y que, a partir de 1937, colaboró con el diario Treball, del PSUC. Después, tras la derrota, Pérez Molinos trabajó para el gobierno civil de Barcelona durante los primeros momentos del franquismo, aunque, cuando en 1942 descubrieron su militancia comunista, tuvo que abandonar la fotografía, forzosamente. No volvería a dedicarse a ella hasta después de la muerte del dictador Franco. Fue una de las muchas vidas truncadas por el fascismo.
Miré sus imágenes. Allí estaba Companys, hablando en la plaza de Cataluña, el 14 de marzo de 1937, ante un micrófono de Radio Barcelona, en el homenaje al Ejército Popular de la República. Detrás de Companys, se ve la tienda Siberia, donde se hallan hoy unos grandes almacenes. En otra fotografía, se ve la gigantesca estatua al Soldado Desconocido, levantada por Miquel Paredes, y, al fondo, el hotel Colón y Stalin. En otra escena, está capturada la sede del PSUC en esa repetida plaza de Cataluña barcelonesa, y grandes retratos de Lenin y Stalin, sobre una enorme pancarta que honra a las Brigadas Internacionales. Y barricadas en la plaza de Sant Jaume (plaça de la República, como se llamaba entonces), levantadas durante los enfrentamientos fratricidas de mayo de 1937. En una fotografía, se ve a un miliciano sentado en una silla de mimbre, en la esquina de la calle Jaume I con la plaza de Sant Jaume, con el fusil apoyado en las piernas. En otra, aparece una escena de los pioneros del PSUC, que llevan alpargatas y un pañuelo rojo al cuello.
Después, todas las placas de Pérez Molinos son imágenes de la postguerra, de la derrota. Un numeroso grupo de mujeres que saludan alborozadas la entrada de las tropas fascistas en Barcelona, el 26 de enero de 1939. Van en un camión, donde han escrito «Salamanca» y llevan la bandera rojigualda del fascismo y la monarquía. En otra, se ve la Plaza de Cataluña llena de gente, ese aciago día 26. Y, dos días después, una misa de campaña en el mismo lugar, con la muchedumbre arrodillada. También, un desfile en la Avenida María Cristina, en Montjuïc, el 1 de abril de 1939, reunido para celebrar la victoria: pasan soldados, mujeres de la Sección Femenina de Falange (todas, ataviadas con uniforme negro), Flechas Navales, carlistas. Los Flechas Navales eran niños pobres, huérfanos, que querían ser marineros, y que, rehenes del régimen, desfilan en uniforme por la avenida, haciendo el saludo fascista.
Allí, en otra fotografía, estaba Serrano Suñer, el ministro de Asuntos Exteriores del régimen franquista, paseando triunfante, en coche descubierto, por la acera central de la Rambla barcelonesa. Y podía verse el viejo cine Savoy, que estrenó el 26 de mayo de 1939 El Flecha Quex, que se anunciaba como «la película de las Juventudes Hitlerianas». Y, ante la estatua de Colón, el arco construido en honor del conde Ciano, ministro de Asuntos Extranjeros de Mussolini, que llegaba a Barcelona. Y la demostración atlética de Falange en el estadio de Monjuïch, el 14 de junio de 1939, cuando el partido fascista ya tenía 11.758 miembros en Barcelona. Algunas imágenes muestran escenas que parecen haberse olvidado: en el Festival gimnástico de las Juventudes Hitlerianas que se celebró en los talleres de La España Industrial, en octubre de 1941, con presencia de los propietarios, los España Muntadas, se ve una gran svástica colgando de las paredes de la fábrica. Los trabajadores habían perdido la guerra y el fascismo marcaba así a fuego el territorio de las luchas obreras, haciendo más evidente, más humillante, la derrota y la venganza.
En las fotografías de Pérez Molinos estaba también el tren adornado con la cruz gamada nazi y las flechas falangistas, donde viajaron, el 27 de noviembre de 1941, los seiscientos obreros españoles que fueron a trabajar a fábricas alemanas, para colaborar en el esfuerzo de guerra alemán. El fascismo del régimen nacional-sindicalista colaboraba con Hitler con el trabajo esclavo de los obreros españoles y con los divisionarios falangistas que acabarían luchando en el cerco nazi a Leningrado. En la exposición estaba también la escena de la salida de un tren de la División Azul en la estación de Francia barcelonesa: todos saludan con el brazo en alto. Vi, en fin, a Himmler y al general Orgaz, capitán general de Cataluña, cuando, el 23 de octubre de 1940, el jefe de las SS visita Barcelona y es agasajado por el régimen fascista con muchedumbres entusiastas o cautivas. Barcelona, y España entera, vivían los años de la victoria, de la venganza, del botín, los años de la miseria y el hambre.
Sin embargo, todas esas imágenes imprescindibles para saber de dónde venimos, que siguen emocionando setenta años después del inicio de la guerra civil, constituyen para otros un pesado recordatorio, un fardo insoportable, el fardo de la memoria. Si la transición política, tras la muerte del dictador, sancionó un temeroso olvido del pasado, amordazadas todavía las conciencias por el temor a una nueva guerra civil, treinta años después nada justifica que el Estado rechace las demandas de las asociaciones y partidos que reclaman que se haga justicia, que se anulen los infames juicios militares y civiles en los que tantas personas inocentes fueron condenadas a muerte; que se repare el dolor de sus familiares, aunque sea de manera tardía y simbólica; que se reconozca la libertad germinal que fue defendida por los soldados republicanos en las trincheras de la guerra civil y por los trabajadores en las fábricas de la dictadura.
El presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, se había comprometido, a inicios de su mandato, a elaborar una ley que diera satisfacción a las víctimas del fascismo, una iniciativa que vino a llamarse Ley de memoria histórica, pero su propuesta -presentada este verano- es insatisfactoria para las asociaciones que han trabajado en la exigencia de justicia, mezquina para los familiares de los presos políticos y de los asesinados por el régimen, injusta para la memoria democrática del país y para sectores del propio Partido Socialista. La ley tampoco ha sido bien recibida por Amnistía Internacional, que considera que el contenido de la propuesta gubernamental «es decepcionante, se aleja de las normas internacionales de derechos humanos, olvida la justicia, no repara adecuadamente a las víctimas y no avanza de manera sustancial en la búsqueda de verdad»; ni por las fuerzas de izquierda, hasta el punto de que Francesc Frutos, secretario general del Partido Comunista de España, PCE, cree que el proyecto del gobierno «consolida el modelo español de impunidad». Por eso, a mediados de agosto, Francesc Frutos hablaba de la «crónica de una claudicación», tras examinar la propuesta del gobierno de Rodríguez Zapatero sobre la memoria histórica.
Es cierto: con ese proyecto, setenta años después del inicio de la guerra civil, seguirán sin anularse los miles de juicios ilegales celebrados por los tribunales franquistas, el Valle de los Caídos seguirá siendo un monumento al fascismo y las decenas de miles de personas honestas enterradas como alimañas en las cunetas y ante las tapias de los cementerios, seguirán siendo los olvidados de la historia. Porque, con ese proyecto, el sacrificio de quienes lucharon contra la dictadura seguirá permaneciendo parcialmente oculto: el imperdonable olvido de la transición política de finales de los años setenta se refuerza. Por eso, es imprescindible que se anulen los juicios fascistas, que se investiguen y abran las fosas donde enterraron ignominiosamente a tantos antifascistas, que se eliminen los símbolos franquistas que siguen existiendo por todo el país, que se cambien los nombres de calles y plazas que siguen honrando a destacados miembros del régimen fascista, que se retiren los lemas y nombres que siguen ofendiendo a la razón democrática desde las paredes de tantas iglesias, que se investiguen los crímenes de la dictadura, que se devuelvan los bienes robados por el franquismo. Debe recordarse que, según el derecho internacional, la desaparición forzada de personas (los desaparecidos, figuras que después harían desgraciadamente célebres los militares argentinos o chilenos en la represión sobre América Latina, pero que se iniciaron en la España de la militarada fascista) se considera un crimen contra la humanidad y no prescribe, ni sus autores pueden ser amnistiados.
El fardo de la memoria sigue aplastando a la derecha nostálgica del franquismo o heredera del régimen, que no cede en su exigencia de falsear la historia de la guerra civil y de la dictadura, añadiendo al olvido las patrañas de los nuevos revisionistas de la historia que proliferan en los medios de la derecha política, acusando, contra toda evidencia, a la izquierda del estallido de la guerra civil. Si finalmente no se consigue enmendar la ley de Rodríguez Zapatero se habrá perdido una nueva oportunidad de reparar el injustificable olvido al que fueron condenados tantos españoles, cuando cada vez quedan menos veteranos vivos, precisamente en el año en que conmemoramos el setenta y cinco aniversario de la Segunda República. No podemos saber qué pasará, pero no hay duda de que las asociaciones que luchan por conservar la memoria histórica, para que no se olvide la ignominia fascista ni el sacrificio de tantos seres humanos, y las nuevas generaciones que han nacido con la libertad duramente conquistada, seguirán trabajando para que una ley de memoria histórica haga, por fin, justicia. No será fácil, pero, después de todo, ¿cuándo fueron sencillas las cosas? Algo de eso intuían los soldados de la República que cantaban al puente en el paso del Ebro, en los días de una de las batallas más sangrientas de la guerra civil. «¿Y si nos tiran el puente, y, después, la pasarela?», se preguntaban, contestando enseguida:
«Si nos tiran el puente y después la pasarela,
nos verás cruzar el Ebro, en un barquito de vela».