Todo el teatro es político. Transmite una ideología y unos valores. Fue político el teatro religioso, los dramas morales de Calderón o la comedia neoclásica de Moratín. Pero en un sentido más estricto, fue a mediados del siglo XIX cuando empezó a observarse la cultura y el arte desde una perspectiva diferente. Y ello no […]
Todo el teatro es político. Transmite una ideología y unos valores. Fue político el teatro religioso, los dramas morales de Calderón o la comedia neoclásica de Moratín. Pero en un sentido más estricto, fue a mediados del siglo XIX cuando empezó a observarse la cultura y el arte desde una perspectiva diferente. Y ello no sucede sólo en el teatro y la literatura. Pintores como Courbet reflejan la realidad cotidiana de las clases populares al tiempo que participan en la Comuna de París. La idea es, mediante el arte, trasladar el conflicto social a la gente común. La cultura y el arte, entiende esta nueva concepción, sirven para la denuncia y la educación de las clases populares (también el teatro es un espacio de formación).
En el estado español surge la idea de teatro político en los años 60 del siglo XIX, que se prolonga durante la I República y se enriquece durante el periodo de la Restauración, pero es con los gobiernos de la II República (a partir de 1931) cuando el teatro político contará con un decidido apoyo institucional. Durante la guerra de 1936, se desarrollará un teatro de combate contra el fascismo. En estos grandes trazos puede incluirse el teatro obrero impulsado por el anarquismo, el socialismo o la utilización que hace de las representaciones el movimiento republicano (durante la I República). «El teatro político nace muchas veces al margen de los grandes actores y escuelas, y aparece con el estigma de que no es un arte puro; tuvo que aguantar siempre esa mala fama de panfletario», ha explicado el catedrático de Historia del Teatro Español, Josep Lluis Sirera, en un acto organizado por el Frente Cívico-Valencia.
Son autores y actores que no hacen teatro para minorías, al contrario, utilizan géneros más cercanos al gran público y con un lenguaje asequible. Es un teatro político que, lejos del elitismo intelectual, toma forma de sainetes, de melodramas y también se preocupa por hacer reír a la gente. Otras veces se incorporan aspectos de la zarzuela, el cuplé, el musical y el teatro de variedades. Presentan problemas cotidianos de las clases trabajadoras de una manera muy primaria e inteligible. Jose Lluis Sirera recuerda a un autor de izquierdas como Felip Melià, autor de sainetes como «Patrons i proletaris». O el caso de una compañía catalana que, siguiendo esquemas de cercanía al gran público, representó una obra teatral sobre el asesinato de Ferrer i Guàrdia. La obra se grabó en placas de pizarra y se llevó a los casinos y las casas del pueblo, no sin antes lidiar con la censura de la Restauración reforzada por los críticos («la obra es mala y llena de tópicos»).
«Yo no me hago beata» aborda el voto femenino (instituido en tiempos de la II República) y alerta sobre los peligros de manipulación eclesiástica. En 1936 Max Aub pretende difundir por los pueblos de España que la escasez de agua reside en su control por los caciques. Para explicarlo compone una obra, «El agua no es del cielo», de contenido evidente y estructura muy sencilla. La alternativa que propone el autor queda bien clara en la representación: votar al Frente Popular. Otro autor, José María Latorre, aborda en un melodrama de tono panfletario la sublevación de Jaca (diciembre de 1930), que pretendía la instauración de la República. La idea de fondo se le traslada al público sin ambages: los héroes de Jaca no murieron en vano. El problema de estos textos y autores, afirma Josep Lluis Sirera, es que no se estudian en las facultades, «son temas mal vistos y a los que se ha puesto una cruz».
El catedrático apunta el punto de ruptura que introduce la II República. «Teatro político y de agitación ya lo había antes; lo que hace la República es dotar a este entramado de autores y obras de un apoyo institucional». Se aprovecha al máximo en este periodo el potencial educativo del teatro, por ejemplo con las Misiones Pedagógicas. La República no sólo construye escuelas y pone en el centro a los maestros nacionales, sino que lleva la cultura a los pueblos más recónditos. En cuanto al teatro, se institucionalizó como medio educativo, pero las posibilidades se abren también a expresiones como la danza o el ballet. Proliferaron las obras de cometido transformador. Un maestro nacional y autor teatral, Alejandro Casona, que acabó exiliado en Argentina, estrenó en febrero de 1936 «Nuestra Natacha». Fue una obra de gran éxito durante la guerra civil. Trata de una huérfana rica que organiza una escuela donde niños y niñas pueden aprender en libertad, incluso con la metodología Freinet.
En 1931 se era consciente de que el teatro era un fenómeno urbano, limitado principalmente a capitales y ciudades medias. Pero en los pequeños pueblos se continuaba representando en corrales. García Lorca es el encargado de ampliar la masa de espectadores y crear un público nuevo. «La Barraca» parte, para ello, de una idea unamuniana (el público español de finales del siglo XIX tiene el gusto corrompido sin que haya posibilidad de salvación). Federico García Lorca tiene el apoyo del gobierno (1931-33) para recuperar una idea ya materializada en Estados Unidos, durante la presidencia de Roosevelt: llevar a las compañías y a los actores a hacer teatro crítico en los pueblos.
«No se trata de un teatro de intervención política, matiza Josep Lluis Sirera, sino más bien de volver a las esencias del teatro clásico español; por ejemplo Cervantes, con su mensaje de respeto y tolerancia; también el teatro barroco». Se pretendía que la gente de los pequeños pueblos se acercara por primera vez a un teatro no realista, y que ello condicionara un nuevo gusto. Las Misiones Pedagógicas introdujeron asimismo fuertes innovaciones, por ejemplo al integrar al público y hacerlo participar en las obras. Un ejemplo de los nuevos tiempos son las representaciones teatrales al aire libre, por ejemplo en la plaza de toros de Las Ventas, lo que rompe con los marcos tradicionales y democratiza las artes escénicas.
¿Cuál fue el resultado de aquella experiencia? «A Lorca lo asesinaron, Max Aub estuvo en campos de concentración antes de llegar a México; al cantante Miguel Molina lo torturaron; Alejandro Casona acabó en el exilio… No se ha hecho justicia con ellos, y mucho menos con quienes les acompañaron y apoyaron en esas iniciativas», explica el catedrático de Historia del Teatro Español. Es más, «el franquismo se apoderó de una parte de su trabajo». Añade Sirera que autores como Buero Vallejo, militante comunista y condenado a muerte, también se formó en la escuela del teatro republicano. «En la Transición se le dejó de lado». Otro dramaturgo que bebe de esta fuente es Lauro Olmo, que en la década de los 60 intenta desarrollar un teatro parecido al de la II República. En «La camisa» aborda la cuestión migratoria.
Autores de gran éxito a principios de los años 30, muy reconocidos en la calle por sus obras, murieron en el olvido. Y así permanecen 40 años después. El profesor de Lengua- Literatura Castellana y miembro del Frente Cívico, Antonio Espejo, investiga el recorrido de Álvaro de Orriols, un dramaturgo muy reconocido durante la II República incluso fuera del estado español, y que hoy es casi un desconocido. Nacido en 1894 en una acomodada familia barcelonesa (hijo de notario y nieto del médico personal de Alfonso XII), de Orriols fue sin embargo un autor republicano, de ideario marxista y afiliado tanto al PSOE como a la UGT (el partido socialista actual ha olvidado la reivindicación de su legado). Además, su compromiso literario le llevó al exilio francés.
Las obras de Álvaro de Orriols se divulgaban mediante ediciones populares y muy baratas, que se vendían en los quioscos. «Rosas de sangre», estrenada en 1931, abordaba el drama del paro, el final del reinado de Alfonso XIII, el levantamiento de los héroes de Jaca… El éxito de la obra fue enorme. Las representaciones en Madrid (más de un centenar en el Teatro Fuencarral) coincidían con otras tres diarias en Buenos Aires. El periodista y crítico del diario republicano «El Heraldo de Madrid», Juan González Olmedilla, calificó a Álvaro de Orriols como «el poeta de la República». Contaba asimismo que en el estreno de «Las rosas de sangre» el público llevó a hombros al autor desde el Teatro de Fuencarral (Chamberí) hasta la Puerta del Sol.
A los pocos meses este autor estrena en Madrid «Los enemigos de la República». Pero Álvaro de Orriols no se limita a los grandes estrenos en la capital. Según Antonio Espejo, «estrena sus obras hasta en los pequeños pueblos del Pirineo Aragonés; en los lugares más remotos tiene un éxito enorme». Con el ánimo de hacerse entendible y llegar al gran público, de Orriols combina el lenguaje popular y la tradición del melodrama, lo que le lleva a problemas con la crítica. Utiliza además materiales, como la zarzuela, que en su primera etapa le condujeron al éxito. También la temática amorosa. En 1933 estrena «Cadenas» en el Teatro Español, un drama histórico ambientado en el siglo XIII sobre la insurrección de un pueblo del Pirineo catalán. «El objetivo es aleccionar a las clases populares, y que la gente aprenda mediante el teatro», apunta Antonio Espejo.
Álvaro de Orrios manifiesta su compromiso político y literario en obras como «España en pie», sobre la resistencia republicana en el Madrid bajo las bombas. En el año 1938 lleva a la escena «Retaguardia» en Barcelona, donde participa -con un papel menor- Fernando Fernán Gómez. Espejo recuerda, tras el éxito, el ocaso del autor catalán: «Perdió las dos maletas en las que guardaba su obra mientras marchaba al exilio francés; en el país galo desempeñó oficios muy modestos». Estrenó en Francia «Romance de Madrid», con el fin de inducir a una intervención aliada que liquidara el franquismo. Murió en 1976 «sin que en España se le reconocieran sus méritos literarios», detalla el profesor de Literatura. Álvaro de Orriols es uno de los autores a quienes -por razones políticas y académicas- se ha ninguneado. «Pero es un autor que continúa vivo», remata Antonio Espejo.
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