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Reflexiones sobre la situación de Siria y Egipto

El gran dilema

Fuentes: zope.gush-shalom.org

Traducido para Rebelión por LB

Es posible que se les esté planteando a ustedes el mismo dilema moral que me surge a mí: ¿Qué pensar de Siria? ¿Qué pensar de Egipto?

Veamos primero el caso de Siria.

Cuando todo empezó, la elección estaba clara para mí. Había un malvado dictador cuya familia había maltratado a su población durante décadas. Era una tiranía de tintes fascistas. Una pequeña minoría apoyada en una secta religiosa oprimía a la gran mayoría. Las cárceles estaban llenas de disidentes políticos.

Finalmente el sufrido pueblo se alzó. ¿Podría haber alguna duda sobre la obligación moral de brindarle todo el apoyo posible?

Sin embargo, más de dos años después aquí estoy, lleno de dudas. Ya no es una opción clara entre blanco y negro, sino entre diferentes tonos de gris o, si tal cosa es posible, entre diferentes tonos de negro.

Se está librando una feroz guerra civil. La miseria de la población es indescriptible. El número de muertos aterrador.

¿A quién apoyar? Envidio a esos que tienen una vara de medir sencilla: la maldad de los estadounidenses. Si los EEUU apoyan a un bando seguro que es el malo. O su reflejo en el espejo: si Rusia apoya a un bando, ese bando debe de ser el malo.

Las grandes potencias tienen sus intereses e intervienen en consecuencia. Pero las raíces del conflicto son más profundas, los problemas son más profundos.

¿Qué pasará si las fuerzas gubernamentales pierden la guerra y los rebeldes la ganan?

Dado que los rebeldes están divididos en varias facciones políticas y militares antagónicas y son incapaces de establecer un mando unificado -por no hablar de un movimiento político unificado-, es muy poco probable que sean capaces de implantar un nuevo orden unificado auténticamente democrático.

Las probabilidades y posibilidades son varias, y ninguna es muy atractiva.

El Estado sirio podría desmembrarse y cada comunidad religiosa y nacional crear su propio mini-Estado: sunitas, alauitas, kurdos, drusos.

La experiencia demuestra que tales particiones están casi siempre acompañadas de expulsiones masivas y de masacres, ya que cada comunidad trata de asegurarse de que su adquisición sea étnicamente «pura». India y Pakistán, Israel y Palestina, Bosnia, Kosovo, sólo son algunos ejemplos destacados.

Otra posibilidad es que se establezca alguna modalidad de democracia formal en la que los extremistas islámicos sunitas ganen elecciones justas y limpias celebradas bajo supervisión internacional para luego dedicarse a forjar un régimen opresivo y religiosamente monolítico.

Un régimen así probablemente eliminaría algunos de los pocos aspectos positivos del gobierno baazista, entre ellos la (relativa) igualdad de las mujeres.

Si el caos y la inseguridad persisten, entonces lo que quede del ejército o las fuerzas rebeldes tendrán la tentación de establecer una especie de régimen militar abierto o encubierto.

¿Cómo afecta todo esto a las opciones actuales? Tanto los estadounidenses como los rusos parecen vacilar. Obviamente, no saben qué hacer.

Los estadounidenses se aferran a su palabra mágica -democracia- escrita en negrita aunque solo sea una democracia formal sin contenido democrático real. Pero sienten pavor ante la posibilidad de que otro país caiga «democráticamente» en manos de extremistas islámicos anti-estadounidenses.

Los rusos se enfrentan a un dilema aún más grave. La Siria baazista ha sido su cliente durante generaciones. Su marina tiene una base en Tartus (la noción misma de base naval tiene para mí un extraño aroma a siglo XIX). Pero deben de tener mucho miedo a que el fanatismo islámico se contagie a sus provincias musulmanas cercanas.

¿Y los israelíes? Nuestro gobierno y nuestros servicios de seguridad están más perplejos todavía. Bombardean depósitos de armas que pueden caer en manos de Hezbollah. Prefieren al diablo conocido a los muchos diablos que no conocen. En general, preferirían que Bashar Assad se mantuviese, pero temen intervenir demasiado abiertamente.

Mientras tanto, partidarios de ambos bandos se precipitan hacia Siria desde todos los rincones del mundo musulmán y más allá.

Resumiendo: una especie de fatalismo se cierne sobre el país, todo el mundo está esperando a ver lo que sucede en el campo de batalla.

El caso de Egipto es más desconcertante aún.

¿Quién tiene razón? ¿Quién está equivocado? ¿Quién merece mi apoyo moral?

Por un lado, un presidente elegido democráticamente y su partido religioso, desalojados del poder por un golpe militar (por un putsch, como dicen en Alemania y Suiza.)

Por otro lado, la gente joven, progresista y laica de las ciudades, que inició la revolución y siente que les ha sido «robada».

En tercer lugar, el ejército, que ha permanecido más o menos en el poder desde el golpe de 1952 contra el orondo rey Farouk y que se resiste a perder sus enormes privilegios políticos y económicos.

¿Quiénes son los verdaderos demócratas? ¿Los Hermanos Musulmanes electos, cuyo carácter mismo es antidemocrático? ¿Los revolucionarios, que no tienen reparos en utilizar un golpe militar para conseguir la democracia que desean? ¿El ejército, que abrió fuego contra los manifestantes?

Bueno, depende de lo que uno entienda por democracia.

De niño fui testigo ocular del ascenso democrático al poder del partido nazi, que proclamó abiertamente que aboliría la democracia una vez elegido. Hitler estaba tan obsesionado con la idea de obtener el poder por medios democráticos que sus adversarios dentro de su propio partido le llamaban en broma «Adolf Légalité«.

Resulta casi banal afirmar que la democracia significa mucho más que elecciones y el gobierno de la mayoría. La democracia se basa en un conjunto de valores y de cosas prácticas como el sentido de pertenencia, la igualdad civil, el liberalismo, la tolerancia, el juego limpio, la posibilidad de que la minoría de hoy pueda convertirse en la mayoría de mañana, y mucho más.

En cierto modo, la democracia es un ideal platónico: ningún país del mundo es una democracia perfecta (desde luego, no el mío). Una constitución democrática puede no significar nada. En tiempos se decía que la constitución soviética de 1936 promulgada por Stalin era la más democrática del mundo. Garantizaba, por ejemplo, el derecho de todas las repúblicas de la Unión Soviética a separarse a voluntad (pero por alguna razón nunca ninguna lo intentó).

Cuando Muhammad Morsi fue elegido democráticamente presidente de Egipto, me alegré. Me gustaba el tipo. Albergué la esperanza de que demostraría que un islamismo moderado y moderno puede convertirse en una fuerza democrática. Parece que me equivoqué.

Ninguna religión -y desde luego ninguna religión monoteísta- puede ser verdaderamente democrática, pues defiende una verdad absoluta y niega todas las demás. En la religión occidental eso está atenuado por la división del trabajo entre Dios y César, así como por la reducción actual del cristianismo a un mero culto educado. Los evangélicos estadounidenses están tratando de hacer retroceder el reloj.

En las religiones semíticas no puede haber separación entre religión y Estado. Tanto el judaísmo como el Islam fundamentan el Estado en la ley religiosa (Halahá y Sharia, respectivamente).

Hasta ahora la mayoría secular en Israel ha logrado mantener una democracia que funciona razonablemente (dentro del propio Israel, claro, no en los territorios palestinos ocupados, donde prevalece lo opuesto a la democracia). El sionismo fue, al menos parcialmente, una reforma religiosa. Sin embargo, las leyes israelíes que afectan al estatus personal son puramente religiosas, como lo son también muchas otras leyes. En estos momentos los elementos derechistas están promoviendo la judaización del Estado.

En el Islam no ha habido reforma. Los musulmanes piadosos y sus partidos quieren basar la ley en la Sharia (de hecho, la palabra Sharia significa ley). El ejemplo de Morsi demuestra que incluso un líder islámico moderado es incapaz de soportar la presión para crear un régimen basado en la Sharia.

Los revolucionarios parecen ser más democráticos pero mucho menos eficaces. La democracia exige la formación de partidos políticos que pueden llegar al poder mediante e elecciones. Los jóvenes idealistas laicos de Egipto -y de casi todos los demás países- han sido incapaces de conseguirlo. Han esperado a que el ejército les proporcionara la democracia.

Obviamente, tal cosa es un oximoron. El ejército -cualquier ejército- es la antítesis de la democracia. Un ejército es por fuerza una organización autoritaria y jerárquica. Un soldado, desde el cabo hasta el comandante en jefe, está entrenado para obedecer y mandar. No es un terreno muy propicio que digamos para que florezcan las virtudes democráticas.

Un ejército puede obedecer a un gobierno democrático. Pero un ejército no puede dirigir un gobierno. Casi todas las dictaduras militares han sido absolutamente incompetentes. Al fin y al cabo, un militar es experto en una sola profesión (matar a gente, diría un cínico). No es un experto en nada más.

Al contrario que Siria, Egipto posee un fuerte sentido de cohesión y unidad, una lealtad a una idea común de Egipto forjada a lo largo de miles de años. O la ha tenido hasta la semana pasada, cuando el ejército abrió fuego contra los islamistas. Es posible que ese suceso haya sido un punto de inflexión histórico. Confío en que no.

Espero que el impacto producido por ese acontecimiento haga recobrar el buen juicio a todos los egipcios, excepto naturalmente a los chalados de todas las facciones. El ejemplo de Siria y el Líbano debería hacerles recular ante el abismo.

Dentro de cien años -cuando algunos de nosotros puede que ya no estemos por aquí- los historiadores tal vez interpreten estos hechos como los dolores de parto de un nuevo mundo árabe, igual que las guerras de religión de la Europa del siglo XVII o que la guerra civil estadounidense de hace 150 años.

Como dirían los propios árabes: ¡Inshallah!

¡Ojalá!

Fuente: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1373636731/