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De cómo vi a Dios una tarde habanera

El habano de Dios

Fuentes: Rebelión

El pasado mes de junio, cuando menos lo esperaba, vi a Dios, lo cual es algo que no suele sucederle a gente descreída como yo. Pero es que Cuba es el país de los milagros. Me encontraba en La Habana invitado por el ICAIC para asistir al IV Congreso Internacional Cultura y Desarrollo. Aquel día, […]

El pasado mes de junio, cuando menos lo esperaba, vi a Dios, lo cual es algo que no suele sucederle a gente descreída como yo. Pero es que Cuba es el país de los milagros. Me encontraba en La Habana invitado por el ICAIC para asistir al IV Congreso Internacional Cultura y Desarrollo. Aquel día, después de almorzar, presenté mi ponencia sentado algo nervioso entre dos grandes figuras, Danny Glover y el brasileño Roberto Amaral. Al terminar, ya más tranquilo, desbordaba de alegría, pues a pesar de mis temores al tener que compartir tribuna con personajes ilustres, el público fue muy receptivo a mis palabras. ¡Uf!

A media tarde recibí una nota en mi habitación, que decía así: «El comandante Fidel Castro lo invita esta tarde a reunirse con él. A las 19:30 pasaremos a recogerlo junto a los demás compañeros en la puerta del hotel.»

Desde ahora mismo le confieso al lector que vivo ajeno a la fauna de quienes ejercen cargos públicos en cualquier administración, ya sea en mi país o en el extranjero. Pero hay políticos y políticos, qué carajo.

Dicen que los caribeños son poco serios en esto de la puntualidad, mas doy fe de que a las 19:30 el autocar avanzaba por las calles de la capital cubana con un cargamento multinacional de escritores, periodistas, académicos, politólogos y faranduleros culturales, que alborotaban como niños ante la inminencia del encuentro. La espera fue breve en la antesala del palacio que hay tras la Plaza de la Revolución. Y, de repente, mientras admirábamos los bustos en bronce de Lenin y Martí que allí se encuentran, se apareció Dios. La realidad suele ser más prosaica que la ficción, pues no hubo relámpagos ni ruido de truenos ni él resplandecía con el aura de luz que recuerdo en las estampas de mis libros infantiles de Historia Sagrada. Adoptó más bien el aspecto de un hombre normal, barbudo, eso sí, y con dos ojos, no uno solo que ve todas las cosas desde el interior de un triángulo. Pero era Dios, lo juro. Iba vestido de caqui y andaba tieso como esos postes de la electricidad que bordean los caminos. Y sonreía. Nos estrechó la mano (¡toqué a Dios!) y luego pasamos a un gran salón, que reconocí por haberlo visto en la película Comandante de Oliver Stone.

La audiencia fue larga. Yo no esperaba menos de una ocasión como aquella. Dios hablaba, y hablaba, y hablaba. Nosotros también, pero menos. Es un abuelo afable, reidor, culto, de exquisita educación, inteligente hasta la desmesura, amantísimo del género humano y, sobre todo, solidario. Nos contó sus múltiples batallas, pero no las de los viejos tiempos de David y Goliat, sino las recientes, que siguen obedeciendo a la misma causa porque, hoy como ayer, se libran entre unos pocos poseedores y muchos desposeídos, que decidieron resistir. Yo ya las conocía de mis lecturas, aunque siempre suenan mejor en los labios de un personaje principal. Eisenhower, Nixon, Che Guevara, Kennedy, Kruschev, Allende, Reagan, los Bush… cobraron vida en la bellísima inflexión de sus palabras, pronunciadas con una lucidez que ya quisiéramos los pobres humanos. Más tarde, a medianoche, cenamos. Nada de lujos, filete de salmón, ensalada y algún otro plato que no recuerdo. Helado de postre, café y copa de ron. Y, para remate, Dios nos dio un habano a cada uno de los asistentes. Era un cigarro puro majestuoso, de casi 20 cm, y en su vitola de tonos negros, amarillos y dorados se leía: «COHIBA, Habana, Cuba». Nunca adquirí el hábito de fumar y ni se me pasó por la cabeza la idea de convertirlo en cenizas. Carlos Tena y Gennaro Carotenuto, junto a mí, también lo pusieron a buen recaudo. En cambio, el argentino Atilio Borón, que estaba a un paso, lo encendió sin dudarlo, pero es que a él Dios le regala habanos con asiduidad y ya se sabe que las reliquias, cuando son muchas y hay confianza, pierden valor.

Nos hicimos una foto de grupo y me las arreglé para estar detrás de Dios, a su izquierda, porque el otro flanco me da urticaria. Después, nos despidió no sin antes invitarnos para una próxima ocasión, tan fresco como si acabara de levantarse tras una noche reparadora. Lo vimos desaparecer al fondo del pasillo con paso ágil de salsero. Se diría que ni los años ni la artrosis le dejan huella, deben ser las cosas de la divinidad. Tampoco entonces percibí relámpagos ni truenos ni aura de luz a su alrededor (maldito cine de Hollywood, que siempre nos engaña con sus efectos especiales). Eran las tres de la mañana.

Dos días más tarde regresé a Europa. Dentro de mi bolsa de mano, enrollado en unas páginas del Granma, guardaba como un trofeo el habano de Dios. El vuelo es largo y llegué exhausto, con muchas ganas de meterme en la cama. Pero antes, en el jardín de la entradita, no pude resistir la tentación de desenrollar el tesoro para enseñárselo con orgullo a mi vecino. Dormí a pierna suelta mientras afuera llovía sin parar. Tras el desayuno, empecé a sacar los enseres del equipaje con el fin de colocarlos en su sitio. El habano de Dios no estaba entre las hojas del periódico. Sentí pánico, pues se me vino a la mente como un fogonazo lo que había ocurrido. En efecto, se hallaba sobre la hierba, empapado en agua y mucho menos airoso que cuando lo recibí.

Han transcurrido cinco meses y, gracias a mis cuidados, el habano de Dios recuperó sólo en parte su galanura. Pero qué más da. Derek Walcott dijo una vez que cuando rompemos una vasija el amor que reúne los fragmentos es más fuerte que el amor que dio por sentada su simetría anterior. Voy a conservarlo así el resto de mi vida y únicamente lo fumaré cuando me reúna al fin con Dios en el cielo de don Karl.

Manuel Talens es escritor español (www.manueltalens.com)

Artículo en Inglés:
http://www.axisoflogic.com/artman/publish/article_21720.shtml