La filosófa judeo-alemana Hannah Arendt cubrió como periodista en 1961 el juicio al genocida nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. Publicó las crónicas en «The New Yorker» y después en el libro «Eichmann en Jerusalén», subtitulado «Un estudio sobre la banalidad del mal» (1963). Los textos de la pensadora política, exiliada a París y Nueva York […]
La filosófa judeo-alemana Hannah Arendt cubrió como periodista en 1961 el juicio al genocida nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. Publicó las crónicas en «The New Yorker» y después en el libro «Eichmann en Jerusalén», subtitulado «Un estudio sobre la banalidad del mal» (1963). Los textos de la pensadora política, exiliada a París y Nueva York tras el ascenso del nazismo, provocaron una enorme polémica, de la que da cuenta la película «Hannah Arendt», realizada por la directora, guionista y actriz alemana Margarethe Von Trotta en 2012. Un acto del Frente Cívico-Valencia y la exposición «El incendio y la palabra», de la artista plástica y doctora en Bellas Artes Mery Sales, ahondan en la figura de la filósofa. La muestra pictórica puede visitarse en la Universitat de València hasta el 27 de enero.
Algunos pasajes biográficos de Hannah Arendt explican el itinerario y el trasfondo de sus reflexiones. Uno de ellos es el incendio del Reichstag (Parlamento alemán) en febrero de 1933, al que siguieron masivas detenciones ilegales y el uso de la «custodia preventiva». En una conversación con el periodista y diplomático alemán Günter Gaus (1967), Arendt recuerda que debido a la conmoción por las persecuciones a los judíos en Alemania, se sintió «responsable» y renunció a la idea de ser una simple «espectadora» de los hechos. Ya tenía la intención de emigrar de Berlín debido al peligro en el que vivía la población judía, pero finalmente fue arrestada y huyó de manera ilegal. El razonamiento sobre la partida al exilio tiene una profunda carga moral: «Me produjo una satisfacción inmediata»; «¡Al menos he hecho alguna cosa!», pensó. «¡Al menos no soy inocente! ¡Eso nadie me lo podrá reprochar!».
En los artículos sobre el juicio a Eichmann, capturado por el Mossad en Buenos Aires y condenado a muerte en Israel, Hannah Arendt pone de manifiesto la importancia del individuo y su responsabilidad personal. Tan es así que la filósofa protesta porque en lugar de juzgarse la culpabilidad o inocencia de un individuo «concreto y determinado» (Eichmann), el objeto de la causa judicial sea el pueblo alemán, el antisemitismo e incluso la humanidad. Rechaza este juicio global, entre otras razones, porque el teniente coronel de las SS y responsable de la «solución final» contra los judíos, no era sino un hombre «extraordinariamente diligente para su progreso personal», es más, hubiera sido incapaz de asesinar a su superior. «No supo jamás lo que se hacía», apunta Hannah Arendt. Fue «la pura y simple irreflexión lo que le llevó a convertirse en el mayor criminal de su tiempo», de ahí la banalidad del mal. No era el militar germano un personaje de una «diabólica profundidad». No era un Yago ni un Macbeth. La filósofa extrae del juicio celebrado en Jerusalén una lección trascendental: la irreflexión y el distanciamiento de la realidad pueden generar un daño mayor que los malos instintos inherentes, tal vez, al ser humano.
Ciertamente los actos criminales de Eichmann no se habrían podido cometer sin un descomunal aparato burocrático ni el apoyo gubernamental a la escabechina, pero ello no exculpa al militar nazi. Exonerarlo sería como afirmar que Adolf Eichmann no tenía posibilidad de actuar de otro modo, y que todas las piezas de la infernal maquinaria estatal se convierten en seres humanos a los que habría que juzgar y condenar. De nuevo la argumentación de la pensadora judeo-alemana termina en un punto de capital importancia: la libertad individual indisociable de la responsabilidad (capacidad de respuesta) por los actos realizados.
En la exposición de la pintora Mery Sales en la Universitat de València pueden contemplarse, junto a sus cuadros, píldoras que compendian el pensamiento filosófico de Arendt. Al lado de la serie de siete cuadros denominada «Hervideros», figura un adagio del «Diario Filosófico» de la autora: «Alzar desde lo profundo es la tarea de la poesía y de todo el arte». Ilustrando otra de las representaciones pictóricas, aparece una reflexión extraída del libro «Los orígenes del totalitarismo»: «El poder total sólo puede ser logrado y salvaguardado en un mundo de reflejos condicionados, de marionetas sin el más ligero rasgo de espontaneidad».
Hay una frase de la pensadora, oportunamente seleccionada, que resume su actitud ante el trabajo filosófico: «El pensamiento no sólo requiere inteligencia y profundidad, sino sobre todo coraje». En otros casos, Hannah Arendt se adentra en honduras existenciales en las que encuentra oportunidades para enriquecer la Filosofía, y encontrar así una salida al naufragio. «Sólo necesitamos mirar a nuestro alrededor para ver que estamos en medio de una montaña de escombros de aquellos pilares. Ahora bien, en cierto sentido esto podría ser una ventaja, podría promover un nuevo tipo de pensamiento que no necesite ni pilares ni soportes ni normas ni tradiciones para moverse libremente sin muletas en terreno desconocido».
En «Los orígenes del totalitarismo» la pensadora apunta una máxima de la que colgaron muchas de sus crónicas sobre el juicio a Eichmann. Sostener esta idea le supuso aceradas críticas y amenazas muy directas: «Comprender no significa justificar lo injustificable, dar razón a lo que nunca puede tener razón, comprender es examinar y soportar conscientemente la carga que nuestro siglo ha colocado sobre nosotros (…)». Un parágrafo de «Conferencias sobre la filosofía política de Kant», que Mery Sales coloca pegado a su cuadro «Limbos», sirve de guía para ubicarse en un mundo como el actual, saturado de ruido y lleno de confusión: «Sólo la imaginación nos permite ver las cosas con su verdadero aspecto, poner aquello que está demasiado cerca a una determinada distancia de tal forma que podamos verlo y comprenderlo sin parcialidad ni prejuicio, colmar el abismo que nos separa de aquello que está demasiado lejos, y verlo como si nos fuera familiar», escribía Hannah Arendt.
En la película de 113 minutos dedicada a la filósofa, protagonizada por Barbara Sukowa y dirigida por Margarethe Von Trotta, aparecen imágenes documentales del proceso a Eichmann en Jerusalén, en las que se muestra al criminal en una «jaula» de vidrio. Una de sus primeras declaraciones son escuchadas con admiración por Hannah Arendt al inicio de la película: «Yo recibía órdenes; hubo que cumplirlas de acuerdo con los procedimientos administrativos». El filme proyectado por el Frente Cívico-València recoge la evolución en las elucubraciones de Hannah Arendt, quien poco a poco va perfilando en su cabeza el arquetipo que representa un personaje como Adolf Eichmann.
Necesita tiempo para elaborar sus ideas, pese a los apremios de sus jefes en «The New Yorker». «No es para nada como me lo imaginaba», afirma respecto al genocida mientras hace el seguimiento periodístico del juicio. «No da ningún miedo y utiliza un lenguaje burocrático espantoso». Y se lamenta: «Muchas de las acusaciones no tienen que ver con Eichmann como persona», pues señalan a grandes entes que lo trascienden. Los mayores males del mundo pueden ser cometidos por cualquiera, y el ex teniente coronel de las SS no fue sino un burócrata que no se sentía responsable de sus actos. Finalmente, en medio de una reacción desaforada ante sus artículos, se pregunta por qué su amor ha de estar con los judíos. «Mi único amor está con mis amigos, es el único del que soy capaz».
Arendt constata, en definitiva, la disparidad «entre la brutalidad de los hechos y la mediocridad de quien los cometió». Al negarse a ser persona, renuncia el militar nazi a ejercitar una de las principales facultades del ser humano, pensar. El profesor de Historia y Arte, y crítico de Cine, Honorato J. Ruiz destaca que la película de Von Trotta, realizadora adscrita al «nuevo cine alemán» de los años 70, contiene «grandes palabras y textos»; además es un filme que requiere conocimientos historiográficos previos, por las referencias a Ben Gurion o al filósofo de afinidades nazis y amante de la joven Hannah Arendt, Martin Heidegger. Arendt no se definía como filósofa -ello implicaría distancia respecto al objeto de reflexión- sino como teórica política. «De ese modo no se podía situar al margen», remata el coordinador de los Seminarios del Frente Cívico-Valencia, Jorge Negro.
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