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El hombre que encontró una colina y dejó atrás una montaña

Fuentes: Ctxt [Foto: Manuel Martínez Murguía (Archivo Rag 9]

Se cumple el centenario de la muerte de Manuel Murguía, el intelectual que construyó las bases de la identidad de Galicia.

La presentación fácil de Manuel Martínez Murguía es decir que fue el marido de Rosalía de Castro. La malévola, que era como un cruce entre Tyrion Lannister y un nibelungo. Por su estatura física (medía 1,30 m), pero sobre todo porque compartía con el primero la agudeza mental a la hora de diseñar estrategias (también la joie de vivre y una lengua afilada) y con los seres míticos de las leyendas germanas su pasión por excavar en el pasado y su tesón en forjar lo que hallaba. Pero además fue el impulsor de la Real Academia Gallega y su primer presidente (una carrera en la que venció a Emilia Pardo Bazán). También es el responsable de que los centros de emigrantes en todo el mundo se apelliden de Galicia y no de España. El historiador que opuso a la visión esencialista del nacionalismo español la no menos esencialista de la identidad gallega. Y, sobre todo, fue el promotor de la figura literaria y de la casi santificación laica de su mujer, Rosalía de Castro. En una Galicia que desconocía casi todo de su historia, fue quien, a finales del XIX y comenzando el XX, capitaneó el proceso que llevó la reivindicación galleguista del romanticismo liberal a las formulaciones políticas que desembocaron en el nacionalismo. En palabras de hoy, fue el constructor del ‘relato’. 

Manuel Antonio Martínez Murguía nació en 1833 en una aldea de la localidad de Arteixo, vecina de A Coruña, no porque su madre, Concepción Murguía Egaña, natural de Oiartzun (Guipúzcoa), fuese de visita al santuario de Pastoriza, como reza la historia oficial, sino para ocultar el embarazo fuera del matrimonio con el farmacéutico coruñés Juan Manuel Martínez de Castro. Sus padres se casaron al nacer el niño, al contrario que los de Rosalía (hija de un cura y de una hidalga). Murguía se crió en Santiago y allí, según dejó escrito, quedó marcado a los 13 años por el levantamiento liberal y provincialista del coronel Miguel Solís, que acabó fusilado, con el resto de sus oficiales a los que la historia calificó enseguida como los Mártires de Carral, por el lugar de su muerte. 

A los 17 años ya había escrito una novela y, como todo joven que prometía en la época, se fue a Madrid. En teoría, a estudiar Farmacia, pero allí, como cuenta el autor de su biografía más exhaustiva, Xosé Ramón Barreiro, se unió a la alegre bohemia capitalina. Formó parte del ‘Comité Borrasca’, un grupo de jóvenes que tenía a gala no retirarse nunca antes de la salida del sol. Sus compañeros de tertulia, y de alguna de sus correrías, eran los hermanos Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer, Ruiz Aguilera, Pedro Antonio de Alarcón, Núñez de Arce, Ruiz Zorrilla, Francesc Pi i Margall, Emilio Castelar, Práxedes Mateo Sagasta, Nicolás Salmerón…  También allí –aunque Barreiro sospecha que fue antes– conoció a Rosalía de Castro, otra joven promesa de las letras. Los dos, como en general su círculo de amistades, tenían pasión por la cultura y eran progresistas política y socialmente, republicano-federales, lo más a la izquierda del espectro ideológico de la época. 

En 1858 se casaron y decidieron volver a Galicia. Sin más preparativos ni más planes que llevar a cabo la misión que Murguía se había encomendado a sí mismo, y a su mujer. Murguía abandonó la creación literaria, en donde había cosechado los primeros éxitos, para centrarse en la investigación histórica y en construir un armazón teórico para sus ideas políticas. Y en promover y apoyar la carrera literaria de su esposa. “Ya había sentado las bases para una carrera prometedora en Madrid, y solo quedaba esperar el siguiente paso: la dirección de un periódico, conseguir colaboraciones bien retribuidas o entrar en política… Así lo hicieron sus compañeros y amigos. Todos ellos colaboraron en los mismos periódicos, participaron de la misma vida social y pocos superaban a Rosalía y Murguía en cultura, capacidad de trabajo y genio literario”, escribió Barreiro, autor de referencia en la historia de Galicia del siglo XIX.

Se volvieron sin siquiera haber buscado casa y casi sin avisar a los amigos. De hecho, la vida del matrimonio Murguía Castro fue azarosa en lo económico. Él fue saltando de puesto precario en puesto precario por toda la geografía española. Santiago, Vigo, Madrid… Trabajó en el Archivo de Simancas, en el General del Reino de Galicia, fue declarado cesante por no incorporarse a puestos en Girona y Valencia. “Como funcionario público fue problemático y conflictivo; sufrió sanciones y suspensiones. Fue, por fin, un destacado historiador que forjó el discurso teórico de la nación gallega e introdujo el concepto de etnia o raza como clave de la nación –pero también la historia, el idioma, el territorio y la conciencia de la identidad propia–, enfatizando el pasado celta como fundamento racial” reza su ficha en el diccionario biográfico de la Real Academia de Historia, sorprendentemente amable, quizá porque el biografiado fue miembro de la institución. 

Entre cesantía y cesantía, sobrevivían a base de la ayuda del padre farmacéutico (“por aquí se dice que bebéis oro”, le espetó en una carta a su hijo) o con colaboraciones periodísticas. No debió ser fácil, porque llegaron a tener seis hijos, y al menos un par de criadas. Murguía centró todos sus esfuerzos en investigar y en publicar los resultados. Un Diccionario de escritores gallegos, una Historia de Galicia(de la que solo alcanzó a sacar cinco tomos), los fundamentos del derecho histórico gallego (en buena parte, base del actual Derecho Civil reconocido en 1995). Murguía era consciente de la importancia de la poesía en las revoluciones nacionalistas que sacudían entonces Europa, como había pasado en Polonia o en Hungría. Cantares gallegos de Rosalía de Castro era una reivindicación de la poesía popular y también sociopolítica. Su publicación, en 1866, se considera la piedra miliar del Rexurdimento (el renacimiento), un proyecto de recuperación no solo literaria, sino también cultural, política e histórica.

Al timón del proceso estaba Murguía. “Los principales símbolos actuales de Galicia, desde el monumento a los mártires de Carral hasta la fijación del himno y la bandera gallega, son obra de los núcleos regionalistas que actuaban bajo el liderazgo de Murguía”, señaló   el presidente de la sección de Historia de la Real Academia Galega, Ramón Villares, en el acto institucional que conmemoró el centenario en el Ayuntamiento de A Coruña. “Él fue la clave de bóveda de la cultura gallega del siglo XIX, pero también el profeta que anunció las líneas maestras del futuro”. Murguía lo consiguió, en buena medida, gracias al apoyo de los emigrantes (que también lo auxiliaron económicamente a él), que vencieron las reticencias que despertaba en los sectores más conservadores de Galicia un matrimonio abiertamente liberal, rozando lo socializante. 

Todos los símbolos de la Galicia actual –himno, bandera, Academia– se gestaron inicialmente en La Habana. En parte por el activismo de intelectuales progresistas emigrados, en parte porque Murguía era un grafómano impenitente. Escribía cartas a todo cuanto colectivo gallego había o se estaba constituyendo, difundiendo sus ideas y animándolos a participar en ellas. Elevó la autoestima y la autoorganización de los transterrados echando mano del celtismo, diciendo que, ricos o pobres, no deberían avergonzarse de su origen, puesto que pertenecían a una de las razas nobles de Europa, y les conminaba a establecer lazos de solidaridad entre ellos y con los desfavorecidos de la patria que no había podido darles sustento. En las cartas difundía también, como los actuales departamentos de marketing editorial, la que llegó a ser la imagen canónica de Rosalía –tuvo que engañar a su esposa, que no era partidaria de tal cosa– consiguiendo que en miles de hogares de uno y otro lado del mar estuviese presente, además de sus versos, su estampa.

Rosalía de Castro murió en 1886, a los 49 años. Murguía multiplicó su actividad investigadora y activista, pero, paradójicamente, no tuvo demasiada presencia política. Presidió, sí, una efímera Asociación Rexionalista Galega, y tuvo numerosos contactos con las personalidades y organizaciones catalanistas, pero se negó a encabezar el regionalismo, tal y como le proponían líderes del movimiento, como Alfredo Brañas. Brañas era lo opuesto a Murguía. Tenía una fuerte presencia física y era un magnífico orador. Pero, aunque como Murguía, era un protoindependentista, era un católico conservador, prácticamente carlista (curiosamente, la Fundación que creó Manuel Fraga para el PP de Galicia, y que actualmente preside el exministro y expresidente del Consejo de Estado José Manuel Romay, lleva el nombre de Alfredo Brañas. En lo identitario no casa mucho la ideología de Brañas con la de quienes se ponen bajo su advocación). 

Manuel Murguía, según sus biógrafos, creía que la independencia, o la revolución, tendría que venir de la mano del tercer Estado, los campesinos, la masa social más numerosa de la Galicia de entonces, y la depositaria de sus esencias. Siguió investigando, publicando, y sosteniendo vivísimas polémicas con tutti quanti, desde Emilia Pardo Bazán (antigua amiga de la familia que, en un homenaje póstumo a Rosalía la calificó de “poeta regional”, válida tan sólo en el ámbito local) a Juan Valera, pasando por su viejo amigo Emilio Castelar. Murguía era mal enemigo. Pardo Bazán presidía desde 1881 la sociedad Folklore Gallego, que después transformó en una comisión gestora para la creación de una Academia Gallega. El viudo de Rosalía promovió en 1904 en La Habana una Sociedad Protectora de la Academia Gallega que consiguió que, dos años después, con el apoyo de distintas personalidades –entre ellas José Ruiz y Blasco, el padre de Pablo Picasso, profesor de Dibujo en A Coruña– se constituyese la Real Academia Gallega. La presidió él hasta su muerte, el 2 de febrero de 1923. Tuvo un entierro multitudinario, con los comercios cerrados y con crespones en las ventanas. 

Como resumió Xosé Ramón Barreiro en una biografía de un millar de páginas, fue un hombre que, cuando nació, encontró un país que era una pequeña colina, y cuando murió dejó atrás una montaña. 

Fuente: https://ctxt.es/es/20230201/Firmas/42072/Xose-Manuel-Pereiro-Manuel-Murguia-Galicia-Rosalia-de-Castro.htm