Refugiados iraquíes caminan después de pasar un puesto de control. (Foto: Kevin Frayer) BEIRUT.- Sentada en la aséptica estancia, Layla inicia su relato con una voz monocorde, casi sosegada, en brutal contraste con el terror que emanan unos ojos perdidos en los recuerdos de aquella mañana de finales de 2004. «Iba con mi marido y […]
Refugiados iraquíes caminan después de pasar un puesto de control. (Foto: Kevin Frayer)
BEIRUT.- Sentada en la aséptica estancia, Layla inicia su relato con una voz monocorde, casi sosegada, en brutal contraste con el terror que emanan unos ojos perdidos en los recuerdos de aquella mañana de finales de 2004. «Iba con mi marido y mi hija en el coche cuando dos hombres vestidos de negro nos obligaron a parar. Nos encañonaron en la sien y nos instaron a salir. Sin mediar palabra nos apalearon salvajemente: en la cabeza, en los riñones, en las costillas… Mi hija, que entonces tenía seis años, nos observaba desde el automóvil en estado de ‘shock’. Cuando nos recogieron estábamos inconscientes. Mi marido pasó un mes en la UCI, mi hija perdió el habla y yo me quedé ciega durante tres años».
Layla -no es su nombre real, que prefiere omitir por seguridad- ha logrado recuperar la vista en el Líbano, país donde se refugió con su única hija en 2007 para huir del horror iraquí. Como consecuencia de las torturas sufridas a manos de los milicianos de negro que la asaltaron, ha perdido la memoria a corto plazo, tiene serios problemas para dormir y no puede controlar el llanto. Su marido, que quedó impedido tras el ataque, se ha quedado en Bagdad en un estado que define de «casi vegetativo», no abandona su cuarto y todo el mundo, incluida su propia hija, le produce un terror incontrolable. En cuanto a la chica, recuperó el habla tras tres meses de silencio pero se niega a hablar del incidente y padece ataques de ira que proyecta sobre su madre.
¿Es posible la recuperación de las víctimas de la tortura? Para Suzanne Jabour, directora de la ONG Restart, la respuesta no es fácil. «No sé si es posible, pero al menos es necesario ofrecerles ayuda. Si no se les tiende la mano, seguirán destruidos en cuerpo y alma todas sus vidas. Darles esperanza mejora su calidad de vida incluso si no resuelve sus problemas».
Psicóloga de formación, Jabour lleva 12 años ayudando a torturados. Abrió en 1996 la primera oficina de su organización en Trípoli, para asistir a los libaneses que habían padecido los abusos de los múltiples bandos en la guerra civil y también a iraquíes que huían de la dictadura. Las prioridades cambiaron en 2004, cuando la ocupación norteamericana y el conflicto sectario iraquí multiplicaron hasta el infinito los casos de torturas.
En 2007, Restart abrió otro centro en Beirut, éste específicamente pensado para los refugiados iraquíes que huyen del conflicto. «Se trata de fomentar la rehabilitación psicológica, social y física de víctimas de la guerra que sufren traumas o víctimas de la tortura», explica Suzanne.
Hoy en día es el único que ofrece este servicio en el país de los Cedros y sus instalaciones sirven de escenario a un desfile diario de almas muertas. De los 50.000 refugiados iraquíes en el Líbano, unos 450 han visitado las salas del centro para ponerse en manos de psicólogos, psiquiatras, psicoterapeutas, ortopedagogos o asistentes sociales, cada cual evocando un relato más desgarrado que el anterior. Cada semana, unos 30 pacientes desnudan sus miedos ante los expertos en busca de consuelo.
Abusos de niños
Una niña iraqui llora entre dos soldados norteamericanos. (Foto: Anja Niedringhaus)
La curtida Jabour no puede evitar turbarse cuando rememora las historias relatadas por sus enfermos. «Nuestro paciente más joven tiene cuatro años y fue torturado cuando tenía uno, el más anciano tiene 72 años». El alevín del centro se llama Jamal y nunca se separa lo más mínimo de su padre. Ambos fueron secuestrados en Bagdad por una banda que los encerró en cuartos separados, los ataron a sendas camas y los torturaron. El niño oía los gritos de su padre y las amenazas de muerte de sus captores y viceversa. Cuatro días duró el infierno: ahora, un año después, Jamal ha desarrollado una enorme agresividad contra todos los que le rodean salvo contra su padre. No puede conciliar el sueño.
«Nunca hasta la invasión de Irak hubo casos de torturas tan descarnados», insiste Jabour, en referencia al régimen de seguridad con el que Sadam Husein controlaba férreamente el país. «Hemos llegado a recibir a dos torturados en Camp Bucca [prisión militar norteamericana situada al sur del país] a los que habían sacado un ojo de su cuenca».
Las torturas estadounidenses, puestas en evidencia por las atroces fotografías tomadas en Abu Ghraib, no son las más graves que se cometen en la antigua Mesopotamia. Con la ocupación y la explosión de la violencia sectaria, las normas más básicas que hasta entonces regían a la culta, orgullosa y recta sociedad iraquí desaparecieron. Las milicias se multiplicaron con el beneplácito de los nuevos gobernantes, dando lugar a una orgía de venganzas y violencia política, religiosa y personal a la que nadie es inmune. Además, los presos que huyeron en el caos de la invasión desarrollaron una industria del secuestro de civiles que ha incubado el terror entre los iraquíes a sus propios semejantes.
La degradación moral de los iraquíes supera con mucho la física. «Ahora llegan muchos niños violados, hay mucha violencia sexual. Una de las pacientes fue violada junto a sus hijas, de 12 y 8 años. En las sesiones, ella habla y las crías sólo lloran y lloran», prosigue la directora del centro. Otra de las iraquíes que acuden a las oficinas de Restart fue violada por cinco hombres delante de sus hijos.
Degradación moral
«No sólo han reducido a Irak a pedazos, también han destrozado a sus habitantes, moral y psíquicamente», continúa la doctora. «Se puede hablar de un trauma colectivo. La depresión y la ansiedad son los síntomas más frecuentes, sobre todo entre los niños, pero si no se tratan pueden derivar en casos de depresión severa, antisociabilidad o incluso en tendencias suicidas».
La vida en el exilio acrecienta los problemas de los que huyen. «Hay diferencias lingüísticas y culturales, y además hay discriminación hacia los extranjeros», prosigue la directora de Restart. A ello se suma el difícil reinicio del que huye con lo puesto a una tierra extraña. «Tras el movimiento de fuga, se tratan de resolver las necesidades básicas, como la vivienda, la alimentación o la educación de los niños. Meses después, afloran los problemas psicológicos. El síndrome post traumático tarda medio año en desarrollarse«.
De ahí que muchos refugiados acudan al centro al año de su llegada. El boca y boca y la colaboración de Restart con el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados han convertido a la ONG en una de las pocas esperanzas de los iraquíes en el Líbano, donde la mayoría sobrevive de forma ilegal.
A Layla le costó un año acudir al centro, menos de lo que le costó abandonar Bagdad pese a los episodios violentos que la rodeaban, como el asesinato de su cuñada, a quien dispararon en la cabeza delante de sus tres hijos. «Me sentía la víctima de un diabólico experimento. Lo había perdido todo, no me sentía viva, sólo un cuerpo sin alma. Pero estábamos vivos. Hubiéramos seguido allí sino fuera porque asesinaron a mi primo cuando iba a buscarme, aún hoy me culpo».
Beatrice Maad, asistente social del centro, aclara que se trata sólo de la quinta sesión de Layla. Incide que la iraquí ha logrado por sí sola la parte más complicada: operar su ceguera y aceptar sus problemas psicológicos. «Ahora debemos trabajar en aplacar su tristeza», dice en tono pausado. «¿Tristeza? Esa palabra es insuficiente para describir lo que siento», contesta Layla. «Trabajo como voluntaria hasta la medianoche para huir de mí misma, y me duermo para volver a despertar llorando. Sólo quiero volver a ser persona».
Fuente: http://www.elmundo.es/elmundo/2008/11/12/solidaridad/1226499247.html