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El huésped del monte Lu

Fuentes: Periódico de poesía

Para algunos entre los que me cuento, la obra y la figura de Carlos Piera (Madrid, 1942) son referencia imprescindible. Es uno de los nombres más altos de la poesía reciente, y marca, también, el punto de máximo rigor en nuestro pensamiento crítico: en sus ensayos, poesía y ética, historia y lengua, remiten quizá a […]

Para algunos entre los que me cuento, la obra y la figura de Carlos Piera (Madrid, 1942) son referencia imprescindible. Es uno de los nombres más altos de la poesía reciente, y marca, también, el punto de máximo rigor en nuestro pensamiento crítico: en sus ensayos, poesía y ética, historia y lengua, remiten quizá a un fondo político hecho de atención a la vida, reflexión que fluye como tejido del presente. El pulso de la palabra en Piera es lucidez existencial, apertura de lugares de respiración y sentido, resistencia y pregunta por la razón. Miembro del histórico Círculo Lingüístico de Madrid, profesor en la Cornell University y en la Autónoma de Madrid, introductor en España de autores fundamentales de la crítica y la lingüística, miembro de una revista inolvidable, La balsa de la Medusa, quizá la escasa difusión que ha tenido su obra mide nuestro estado intelectual.

En 1993 publicó Piera Contrariedades del sujeto, páginas a las que siempre es preciso volver. Y no solo por lo que atañe a lo poético, sino por cómo muestran la raíz de la que todo pensamiento se nutre para hacerse crítico: «leer y escuchar son ejercicios de moralidad porque la atención es el primero, el principal y el más importante de los movimientos morales». Su otro volumen de ensayos, La moral del testigo, despliega la virtualidad de ese nudo, haciendo expreso mucho de lo implícito en él, para entender que la poesía «va en contra de fuerzas muy poderosas, presentes tanto en nuestra sociedad como en nuestros hábitos mentales (suponiendo que quepa distinguir una de otros)», demorándose luego en el análisis de esos hábitos y de la posibilidad, en consecuencia, de usar el pronombre ‘nosotros’.

Es la de sus ensayos una prosa tensa y armada, sin discontinuidades ni fragmentaciones, con ritmo atento a los pasos de un razonar que alcanza su término con la misma necesidad que los cuentos de Poe conducen a su desenlace. Y una precisión viva, capaz de dotarse de la peculiar expresividad del habla cotidiana, y de integrar la reconsideración de nociones tradicionales -la disyuntiva platónica entre verdad y opinión, las relaciones entre gramática, retórica y poética- con la personalísima lectura de autores contemporáneos asumidos como compañía que afila la conciencia -así, Paul de Man o Simone Weil-.

En La moral del testigo, con el peso de las figuras convocadas -Víctor Sánchez de Zavala, Manuel Sacristán, Rafael Sánchez Ferlosio, Tomás Segovia-, la genealogía de «ese plural que nos incluye» se explora en las décadas centrales del siglo XX: la vida intelectual durante el franquismo, su secuela de ignorancia y mediocridad que no conoció verdadera catarsis ni en la llamada transición ni después, lo ajeno de las instituciones académicas y culturales a una posición ética. Y en este punto la figura de Chomsky, como lingüista y como pensador crítico, vendría a aportar desde fuera una respuesta. El saber transversal de Piera propicia un continuo y riquísimo ir y venir entre los detalles concretos y los conceptos, entre la anécdota y la teoría, llevando a dilucidar a la vez lo colectivo y lo personal: el trabajo en que el sujeto se va «despojando de todas las propiedades que uno y su sociedad han ido atribuyéndole, y de las consiguientes expectativas», sería «la condición misma de un conocimiento fidedigno». No solo desaprender, eliminar los fundamentos falsos, sino prescindir además de los mitos de la identidad, tanto los individuales como los de la comunidad. No es poco.

Si sus ensayos piensan la poesía, su poesía les marca el camino, va por delante. La posición moral se concreta en los poemas como exigencia de forma, atención que se plasma en singularidad: «por una vez las leyes solo válidas / solo una vez del verso». Su mirada existencial sorprende una realidad incierta, vacilante en sus perfiles, como si una falta de plenitud le impidiera llegar a ser, en permanente conflicto consigo misma: «hemos vivido para que no nos cojan vivos», «esperando una muerte distinta de la vida, / me he retirado, como un animal inverso, a no morir». Es una elegía entonada por la razón, continuo pálpito de pérdida que querría alcanzar un lugar no marcado de existencia: «Solo queda la voz, no la palabra. / ‘Aquí’, dice la voz, ‘estoy aquí'». Retirarse a ese lugar es condición de ermitaño, en el vacío de mitos y expectativas. Y es en el poema titulado «El ermitaño» donde la ascesis se hace generadora de nueva energía, como si hubiera saltado del vacío una chispa: «Ha pasado una vez una mujer. Han sido / años lentos de espera. Tal vez seas un viejo / y un ermitaño, como piensan, porque / una espera muy larga es devoción. / No supiste, no viste. De repente / sabes mirar la bruma del sol de la mañana…»

Cuando Carlos Piera reunió su poesía en el volumen Apartamentos de alquiler, dispuso sus libros en orden inverso al de edición, encabezados por los versos de Religio (2005): «Lu, sílaba simiente, motivo de la lengua, / hacia ti no se va: se vibra. Surges / y no hay aquí ni allí». Una experiencia de iluminación, me atrevo a decir, para que pueda el lector, impregnado de su inicial música feliz, asomarse luego a las sequedades de la negación, a la tarea insoluble de existir; y le quepa también recomenzar el libro, repetir las espirales de lo que la vida acoge superpuesto. Quiero ver en lo imprevisto y en la intensidad de este orden de lectura una fórmula del poder de la poesía, irreductible a sentido, pensamiento que solo en sí mismo cabe. Lu sería la sílaba que da a la trascendencia nombre femenino, campo de energía en que lo contradictorio no paraliza, sino que se hace vida y deseo de vida. Religio es ese vínculo nuevo, ya no solo estar ahí.

Aunque no haya relación de procedencia con el nombre que Piera toma como mantra, no puedo dejar de evocar el monte Lu, refugio de poetas y revolucionarios, solar de la escuela budista del «rezo de la tierra pura», boscosa sierra en el sur de la China clásica. Si abundan los poemas sobre el monte Lu y hasta el propio Li Bai habló de su «niebla morada», querría fijarme en dos de los más célebres, los de Su Dongpo hacia el fin del siglo XI. En uno se refiere a la móvil silueta del lugar -«De frente montañas, de perfil picos. / De lejos o cerca, arriba o abajo, cambia»- para concluir que no se puede conocer su forma desde dentro del monte, en un vertiginoso anticipo del nexo entre punto de vista y conocimiento que constituyó la ciencia moderna. En el otro, habla del curso de la vida: «El Monte Lu en lluvia y niebla; el río Che muy crecido. / Antes de que fuera allí, no cesaba el dolor del deseo. / Fui allí y retorné… No fue nada especial: / el monte Lu en lluvia y niebla; el río Che muy crecido». O como dicen unos versos de Piera: «No habrá pasado el tiempo cuando mueras». La potencia del saber y la parálisis existencial. Y queda un tercer paso: una cita del primer poema de Su: «Lú Shān zhēn miàn mù», se convirtió en frase hecha, que aún se usa en el habla cotidiana para expresar la verdad oculta de algo o alguien que por fin se muestra, casi lo contrario de lo que el poema decía. Solo la vida está quieta entonces, las palabras no dejan de fluir juntándose y separándose de la realidad. Al margen de esa chispa que de pronto llega y lo ilumina todo, poco más hay que una línea de conducta: «Decir que no, sirve para vivir: / de los significados añadidos / queda el dolor y error en que caemos». 

Lecturas:

– Carlos Piera, Contrariedades del sujeto. Madrid, La balsa de la Medusa, 1993.

-, La moral del testigo. Madrid, Antonio Machado Libros, 2013.

-, Apartamentos de alquiler (Obra poética reunida). Madrid, Abada, 2013.

La pagoda blanca. Cien poemas de la dinastía Tang. Edición de Guillermo Dañino. Madrid, Hiperión, 2009.

– Su Dongpo, Recordando el pasado en el Acantilado Rojo y otros poemas. Edición de Anne-Hélène Suárez. Madrid, Hiperión, 1992

Fuente: Periódico de Poesía.