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El Invierno Árabe

Fuentes: Pueblos

Desde Túnez las protestas saltaron a Yemen, a Egipto, a Libia, a Siria, a Bahrein, a Marruecos, a Jordania, a buena parte de los países del norte de África y Oriente Medio; en todos ellos se parecía seguir un mismo guión: proclamas a través de las redes sociales a favor de la libertad, de la […]

Desde Túnez las protestas saltaron a Yemen, a Egipto, a Libia, a Siria, a Bahrein, a Marruecos, a Jordania, a buena parte de los países del norte de África y Oriente Medio; en todos ellos se parecía seguir un mismo guión: proclamas a través de las redes sociales a favor de la libertad, de la democracia, contra el autoritarismo, la corrupción, la extrema desigualdad, seguidas de manifestaciones, ocupación de plazas y espacios públicos y una pérdida colectiva del miedo ante el estado opresor.

La Unión Europea, la OTAN, Estados Unidos, pero también Rusia, China, la ONU, la llamada comunidad internacional, miraban alarmados el escenario desde las butacas; no entendían cómo se atrevía el vulgo a romper esa paz de los cementerios que reinaba en la región desde hacía décadas. Cada uno de esos gobiernos e instituciones valoró el peso de aquellos movimientos callejeros y previó las consecuencias económicas, políticas y de seguridad que le pudieran suponer para sus respectivos países.

Se revisaron contratos de suministro energéticos, las inversiones en la región, se valoraron riesgos, y sólo después de ello se empezaron a posicionar tímidamente. Llamamiento a la calma primero, pedido a esos buenos socios comerciales que dieran «respuestas proporcionadas» a las protestas después; convocatorias al «diálogo entre las partes» y sólo, cuando el movimiento ciudadano empezó a desbordar a esos gobiernos corruptos y autoritarios amenazando con tumbarlos, se pidieron «concesiones», «salidas pacíficas», «gobiernos de unidad», elecciones anticipadas.

Rusia se puso codo con codo junto a Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y Canadá, para anunciar a fines de mayo de 2011 el llamado Acuerdo de Cooperación de Deauville, por el cual las grandes potencias se comprometieron a crear un fondo de emergencia de 80.000 millones de dólares para impulsar la «transición democrática» en los países agitados por la Primavera Árabe. También Turquía y las monarquías del Golfo, Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Qatar se sumaban a ese repentino ímpetu democratizador como «socios regionales» del Acuerdo.

Paralelamente a esas ansias de «transformación histórica de Oriente Medio» (según palabras de Nicolas Sarkozy) todos esos países siguieron manteniendo relaciones económicas y comerciales, incluida la venta de armas y material antidisturbios, con los sátrapas de la región. Se trataba de jugar a dos bandas hasta ver hacia qué lado se pronunciaba la balanza.

La cancelación de la venta de armas y la congelación de cuentas de los tiranos y sus más cercanos sólo se llevó a cabo, y parcialmente, cuando la suerte de estos quedó totalmente definida, sólo en vísperas del derrocamiento de Zine El Abidine Ben Alí; de Hosni Mubarak; de Alí Abdalá Saleh, o de la muerte de Muammar el Gadafi. Las mismas potencias que prometieron ayudar a esa «transformación histórica de Oriente Medio» forzaron que se marchitara pronto la temida Primavera Árabe y se impusiera la contrarrevolución, para que todo cambiara sin que en realidad nada cambiara.

Pero casi todo cambiaría para peor. La represión en Egipto, en Yemen, en Bahrein, bendecidas por EEUU y sus aliados regionales; la intervención militar en Libia; el apoyo de las monarquías del Golfo a organizaciones yihadistas en Siria, en Irak, en Libia o en Líbano, para contrarrestar la influencia chií de Irán en una amplísima región, junto a la derechización aún mayor de Israel, habrían de abonar el auge de Daesh (el Estado Islámico).

Si en los años noventa la mayoría de los países (a excepción de Rusia) que en 2011 firmarían el Acuerdo de Cooperación de Deauville ayudaron a crear Al Qaeda y a lanzar en Afganistán de hecho la primera yihad contemporánea, reclutando, entrenando y armando a miles de mujaidin de todo el mundo para combatir y expulsar a las tropas soviéticas de ese país, en estos últimos años lo hicieron ayudando a crecer a un nuevo monstruo, al Estado Islámico. En menos de cinco años se ha pasado de una Primavera Árabe que parecía arrolladora, imparable, al triunfo de la contrarrevolución en la mayoría de los países en los que esta floreció, dejando miles y miles de muertos en el camino y dando vía libre al reino del terror del Estado Islámico.

Daesh, organización salida de las entrañas de Al Qaeda en 2006, con valores y prácticas totalmente antagónicas a quienes se movilizaron masivamente por la libertad y la democracia en el Magreb y Oriente Medio, es vista sin embargo hoy día por miles de jóvenes de la región y hasta de Occidente como una opción revolucionaria, antiimperialista y antisionista. Su discurso vende mucho más que el de Al Qaeda. El EI es una fuerza decidida a «recuperar» territorio donde imponer su visión rigorista y extremista del Islam y asentar su autoproclamado Califato.

Nunca antes una organización terrorista utilizó tan hábilmente las nuevas tecnologías para llevar a cabo su guerra mediática, para hacer de las torturas y las decapitaciones un macabro espectáculo minuciosamente planificado. Su extrema brutalidad no sólo consigue el objetivo de aterrar a los adversarios, a poblaciones enteras, sino que también le sirve para hacer proselitismo, para atraer a sus filas a miles de jóvenes del mundo árabe y musulmán e incluso a miles de occidentales.

EEUU creyó durante años poder utilizar a Al Qaeda para sus propios fines estratégicos y de hecho el Departamento de Estado no la incluyó en su lista de organizaciones terroristas hasta 1999 a pesar de que ya había atentado por primera vez contra las Torres Gemelas en 1993, y que en 1998 lo haría contra las embajadas estadounidenses en Nairobi y Dar es-Salaam provocando un gran número de muertos.

Con el Estado Islámico EEUU hizo otro tanto. Creyó, como Israel, como Arabia Saudí, como Qatar, Turquía y otros países, que podría servir para la verdadera «transformación histórica de Oriente Medio» que tenía en mente. La expansión del EI por zonas determinadas de Irak, Siria, Líbano y otros países, habría de servir para balcanizar Oriente Medio, para crear micro estados homogéneos étnica y fácilmente controlables.

Con ello se rompería, casi un siglo después, el Acuerdo Sykes-Picot que firmaron en 1916 Francia y Gran Bretaña para desmembrar el imperio otomano y repartirse el territorio en áreas administradas bajo su control. Desde los años cincuenta Israel ha tratado de acabar con aquellas fronteras, buscando el desmembramiento de Oriente Medio, el «divide y vencerás». Si Ben Gurión ya en 1954 proponía desmembrar Líbano1, esta política se asentaría aún más tras la invasión de 1982, cuando Oded Yinon, alto cargo del Ministerio de Exteriores israelí y miembro de uno de los lobbies sionistas más poderosos, lanzó un plan global de atomización de Oriente Medio, titulado «Una estrategia perseverante de dislocación del mundo árabe«, más conocido como Plan Yinon.

En varias publicaciones militares estadounidenses se ha debatido sobre los pros y contras de ese plan, que sería revisado y actualizado dos décadas después en el Plan Yaalon, presentado personalmente en 2014 en EEUU por Moshe Yaalon, exjefe de Inteligencia, exjefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas y actual ministro de Defensa de Israel, el hombre que asegura públicamente que «para resolver los problemas de Oriente Medio primero hay que destruir a Irán».

Esos viejos planes de Israel y EEUU han coincidido en un punto clave con los intereses de Arabia Saudí, Qatar, Emiratos Árabes y Turquía: su necesidad de frenar drásticamente la influencia de Irán en la región. Y para esa tarea el Estado Islámico resultaba sumamente útil. No es casual que EEUU tardara tanto tiempo en actuar cuando el EI lanzó su primera arrolladora ofensiva en Irak; no es casual tampoco que los aviones estadounidenses se equivocaran tan a menudo al lanzar armas y pertrechos a las milicias kurdas asediadas por el EI en Kobane y que la ayuda cayera precisamente en zonas controladas por los yihadistas.

Sin embargo, en los últimos meses EEUU y sus aliados occidentales y árabes han comenzado a bombardear más intensamente las posiciones del EI; han comprendido que la experiencia vivida antes con Al Qaeda se estaba repitiendo, que ambas organizaciones son monstruos a los que intentan utilizar para combatir a enemigos comunes coyunturales, pero a los que luego no pueden controlar y se convierten en bumerán. Y Daesh es mucho más peligroso que Al Qaeda.

El Califato que ha instaurado oficialmente en junio de 2014 en la ciudad siria de Raqqa está intentado también hacer saltar por los aires el Acuerdo Sykes-Picot, pero no siguiendo el guion marcado por Israel y EEUU. El autonombrado califa Abu Bakr al-Baghdadi y los cuatro Consejos que conforman la estructura de su gobierno, el Consejo de la Sharía (religioso), el de la Shura (asesor), el Militar y el Consejo de Seguridad, han comenzado por rediseñar las actuales fronteras entre Siria e Irak, nombrando Provincia de Albukamal a la amplia franja de territorio de esos dos países bajo control de sus milicias. Unos meses más tarde crearon la Provincia de Faluya en el territorio que ocupa la ciudad iraquí del mismo nombre y poblaciones cercanas.

En 2015 ha anunciado igualmente la creación de la Provincia de Al Yazira y la del Tigris, en el norte de Irak. Daesh quiere demostrar que es un verdadero estado, y para ello constituye administraciones municipales en cada una de esas provincias, controladas por un representante militar y un representante religioso, que a su vez deben rendir cuentas ante un gobernador civil provincial. Todas esas autoridades controlan toda la vida económica, política, judicial, la seguridad, regulan la vida social y cultural y los servicios públicos de las provincias y municipios bajo su control.

El califa pretende seguir creando provincias fuera de Siria e Irak, en Yemen, en Egipto, Libia, Argelia, en Túnez, Líbano, Palestina, pero también en el norte de África, y en Nigeria, en Afganistán y Pakistán; allí donde fuerzas que le juren fidelidad y obediencia controlen establemente territorio. Con su proyecto de Califato el Estado Islámico ha provocado un drástico cambio en las reglas de juego conocidas hasta ahora y son muchas las organizaciones terroristas de una inmensa zona que se están viendo atraídas por su modelo y su poderío.

Su control sobre instalaciones petrolíferas de Siria e Irak y la venta del combustible a través de las fronteras que controla, más el control de bancos y lo recaudado por el zatak, el impuesto religioso que exige a los más adinerados en las ciudades que ocupa, le proporcionan suculentos ingresos. Cuenta con un poderío económico que le ha permitido una autonomía cada vez mayor de los gobiernos y poderosos hombres de negocios del Golfo que lo financiaron inicialmente. EEUU, Israel y sus aliados europeos y árabes han traído de la mano a Daesh y el invitado ha venido para quedarse.


Roberto Montoya es periodista y escritor, autor de libros como El imperio global; La impunidad imperial, o Drones: la muerte por control remoto (Akal, 2014).

Artículo publicado en el nº65 de Pueblos – Revista de Información y Debate, segundo trimestre de 2015.