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El motín de Carabanchel

Fuentes: Ctxt [Foto: Presos en el tejado de la cárcel de Carabanchel durante el motín del 19 de julio de 1977 (ACAIP)]

Aprovechando que el estreno de la película ‘Modelo 77’ ha sacado de los márgenes la historia de la Coordinadora de Presos en Lucha (Copel), reproducimos a continuación un extracto del libro ‘Autobiografía de Manuel Martínez’

Al entrar esta vez en Carabanchel –año y medio después de la muerte de Franco–, ya sabíamos de la existencia de la Coordinadora de Presos en Lucha, la Copel. Poco antes, habían aislado a cuarenta de sus miembros en la rotonda, al final de la sexta galería. Allí había celdas americanas, esas que, en vez de pared, tienen el cuadrante frontal todo enrejado. Hasta entonces habían estado vacías. La rotonda disponía también de un patio propio. Las autoridades pretendían dificultar con esta medida el proceso de organización de los presos. Pero la semilla –como decía Durruti– había prendido en las demás galerías. En ellas los carceleros reforzaron la disciplina. Impedían que se formaran grupos de más de cuatro personas. Las asambleas, que solían celebrarse en los patios y el comedor, se prohibieron.

Casi todos los aislados en la rotonda eran coleguillas míos. Uno de ellos era Ulloa. Su madre siempre le pasaba costo para que trapicheara. Ahora las cosas habían cambiado: Ulloa decidió compartir la droga con todas las asambleas, así que se colectivizó el hachís y se dio por terminada su venta. Hasta los de la banda del Hacha, una banda de Madrid con maneras de funcionar de la mafia siciliana –con sus códigos de silencio y de venganza–, se vieron obligados a sumarse a la iniciativa y dejaron de vender.

En la tercera galería, unos pocos –seríamos unos veinte o treinta– continuamos la labor de avivar la lucha, de hacer proselitismo, de ocupar el vacío que se había creado debido al aislamiento de los compañeros. No nos dedicábamos a otra cosa. Recuerdo noches enteras escribiendo panfletos. Por la mañana los lanzábamos al patio. “No lo tires, pásalo”, poníamos al final. Y ni uno solo quedaba abandonado en el suelo. Aunque había discrepancias sobre las formas de acción, el objetivo común era la amnistía de todos los presos.

Cada día pasaban cosas. Ante un traslado, o si habían pegado a alguien, respondíamos: nos sentábamos en el patio cuando llamaban a recuento, hacíamos huelga de hambre de una comida o aporreábamos las puertas con todas nuestras fuerzas. En mi galería había un taller de mimbre en el que se hacían cestos, sillones, banquetas. Organizamos una huelga para denunciar la explotación y el trabajo sin seguros sociales.

De pronto había nacido una enorme ansia de cultura, de saber. A pesar del analfabetismo, construíamos conciencia. Hasta entonces las conversaciones eran sobre fútbol, mujeres y fugas. Ahora luchábamos contra la censura. En la cárcel solo entraban el ABC, el Ya y la prensa deportiva. Logramos romper esos límites. Yo, por ejemplo, escribí a Egin y a El País. Les decía que, preso como estaba, debía tener derecho a la información y a la cultura. Empecé a recibir una suscripción gratuita de los dos diarios. También logramos imponer la reivindicación de que nuestras cartas no fueran leídas por los carceleros.

Iniciamos una huelga de hambre. En cuanto comunicabas que te adherías a ella, te metían en una celda individual y no salías al patio. Yo no tenía ni idea de lo que suponía dejar de comer. Al segundo día, comencé a sentir unos dolores insoportables en la tibia y el peroné. Golpeé la puerta durante toda la tarde, pero nadie acudió. Al día siguiente apareció el médico y no me ofreció ningún remedio. Afirmó que lo que me pasaba era consecuencia de la huelga de hambre. Tuve que abandonarla. Cuando mis compañeros, más adelante, la dieron por concluida, fueron trasladados a la rotonda. Entre ellos estaban el Cores y Miguel. A mí me dejaron en la tercera.

Las celdas bajas eran celdas subterráneas en las que se cumplían los castigos. En ellas no había luz, no podías fumar, ni recibir visitas, ni salir al patio. Por la mañana te quitaban el petate –para impedir que te tumbaras– y baldeaban agua para que tampoco te pudieras sentar en el suelo. Eran condiciones muy perras. Logramos que se clausuraran esas celdas. A partir de entonces, los castigos se cumplirían en las galerías.

También mejoraron ligeramente la alimentación y la atención sanitaria. Y se cerraron los palomares en los que se confinaba a los homosexuales. Los carceleros anunciaban una ola de violaciones que nunca ocurrió.

A mediados del año 1977 habíamos reproducido la organización de los presos políticos mediante pequeñas asambleas, pequeñas comunas. A ellas llegó la propuesta desde la rotonda de realizar un motín generalizado el día 18 de julio. Las decisiones se tomaban despacio, pues no siempre era fácil que la información circulase de unas asambleas a otras. Además, teníamos que ser cuidadosos, había muchos chivatos. Solo se hablaba de estas cosas en grupos de confianza. En nuestra galería, lo sabríamos unas treinta personas de trescientas. Nuestro cálculo era que nos apoyarían seguro unos cien presos. No sabíamos qué harían los otros doscientos. Nos pareció un número suficiente para respaldar el motín. Los chavales del reformatorio también se sumarían, eran incondicionales, seguro que se apuntaban a romperlo todo. Habría que ver qué pasaba en el resto de galerías.

El motín comenzó cuando siete compañeros de la rotonda se subieron al tejado y desplegaron una pancarta. “Viva Copel. Amnistía”, gritaban. En mi galería unos cuantos nos dirigimos a la garita de los carceleros y les dijimos que se largaran. Habíamos debatido si nos convenía secuestrarlos, pero decidimos dejar que se fueran. Con el alboroto que ya estaba montado, salieron corriendo sin rechistar.

La cárcel la construyeron en los primeros años de la posguerra presos sometidos a trabajos forzados. Había sido diseñada en forma panóptica, pero quedó incompleta. Una de las galerías sin terminar era la segunda. Entre ésta y la tercera había un patio muerto lleno de vegetación, basura, ratas. Y en medio de ese patio había un tablón de obra. No sabíamos en qué estado se encontraba, ni si era suficientemente largo, pero fuimos a buscarlo. Lo queríamos para que hiciera de puente, cerca de la cúpula del edificio, entre la segunda y la tercera galería. Desde allí, alcanzaríamos la terraza del tejado. No recuerdo absolutamente nada de ese paso. Con el vértigo que tengo, caminar sobre esa tabla de madera podrida fue la mayor proeza de mi vida.

Mientras nos encaramábamos al tejado, otro grupo de presos se dedicaba a tirar abajo todos los enseres de las celdas: colchones, camas, taquillas, cubos. También arrancaban y arrojaban los lavabos. Otros compañeros usaban ese amasijo de escombros para montar barricadas que dificultaran la entrada de la horda policial que se avecinaba. Una vez completadas las tareas, todo el mundo se subió a las terrazas del tejado. Allí arriba se ofreció la posibilidad de bajar –por miedo, por enfermedad, por tener la pena casi terminada, o por lo que fuera– a quien quisiera hacerlo. Cientos de presos optamos por quedarnos. Enseguida se convocó una asamblea en cada terraza. Yo no me moví nunca de la que correspondía a la tercera galería, bastante vértigo había pasado ya.

Los antidisturbios nos lanzaron durante días gases lacrimógenos, pelotas de goma y hasta fuego real (recogimos balas de plomo). Nosotros acumulamos montañas de piedras. Eran grandes losetas que arrancábamos de la fila superior del muro de ladrillo que rodeaba cada terraza.

Pronto hubo que montar comandos para buscar agua. Agujereamos los techos de las celdas superiores para hacernos con la que había en las cisternas. Bajar era peligroso, ya que nuestros enemigos iban tomando posiciones cada vez más avanzadas.

Desde el primer día, mandaron helicópteros contra nosotros. Volaban muy bajo y hacían un ruido ensordecedor. De cada lado del aparato asomaba un tirador que nos apuntaba y disparaba con su fusil. Nos tenían a huevo. También disparaban botes de humo. Empezamos a tirarles piedras para evitar que volasen tan bajo. Un preso que había sido pastor y manejaba la honda con una precisión increíble logró devolverles un bote de humo. Lo metió por la puerta de uno de los dos helicópteros que nos sobrevolaba. Había un cementerio contiguo a la cárcel. Allí habían enterrado a mi padre. El helicóptero casi se estrella contra las tumbas. Cuando logró enderezarse, los dos aparatos se esfumaron. Volvieron al día siguiente con unos botes de tamaño gigante, como latas de conserva de cinco kilos. Se quedaban clavados en el tejado y hacían subir mucho la temperatura. No podíamos arrimarnos a ellos, y mucho menos devolverlos.

A todo esto, miles de personas rodeaban la cárcel. Se sucedían los enfrentamientos con los policías a caballo. Las fuerzas represivas trataban de dispersar a la gente con cañones de agua. Carabanchel estaba en estado de guerra. Por las noches, podíamos ver desde el tejado un cordón de fuego formado por infinidad de hogueras que habían sido encendidas para apoyarnos.

Es difícil de expresar con palabras la energía que nos transmitía ese fuego. Lo cierto es que la necesitábamos. El segundo día ya estábamos deshidratados, llenos de llagas, con los labios cortados. Por las noches hacía mucho frío. Nos apelotonábamos unos contra otros, hacíamos corros. Durante el día no había manera de librarse del sol. El agua escaseaba y no teníamos comida.

Nuestro concepto de los abogados era pésimo, no les dábamos ningún crédito. Acostumbrados a los de oficio, los considerábamos la escoria de la escoria. Pero algunos de los presos de la rotonda tenían contacto con abogados comprometidos con nuestra lucha. Supimos que algunos de ellos negociaban con el Ministerio del Interior. La única concesión que arrancaron, de palabra, fue que no habría represalias contra nosotros. Estaba claro que no iba a cumplirse.

El cuarto día por la tarde –ya nos habían dado un montón de veces el “último aviso”– comenzamos a bajar. Los antidisturbios nos obligaron a entrar en las galerías de uno en uno y a quitarnos toda la ropa. Tenían todas las puertas de las celdas abiertas, nos iban metiendo y encerrando a bulto, cuatro aquí, seis allá… A mí me tocó una celda en la que éramos siete. Más tarde nos tomaron las huellas dactilares allí mismo. Nos pedían nuestros nombres y hacían listados de cada celda. Seguíamos desnudos, sin agua ni comida. Toda la noche se escucharon golpes y gritos.

De madrugada, pasaron en busca de algunos presos. En la celda en la que me encontraba, solo pronunciaron mi nombre. En la propia galería, había una montaña de ropa y otra de calzado. “Vístete y circula. Rápido, rápido”, gritaban mientras nos golpeaban. Así que nos íbamos prácticamente en pelota. Abajo, nos pasaban por una mesa en la que nos tomaban de nuevo las huellas. A continuación, nos topábamos con una doble línea de antidisturbios tan larga como la galería. Nos hacían avanzar entre esas dos líneas, mientras recibíamos golpe tras golpe. Cuando lográbamos salir de esa maraña de palos, otro policía dirigía hacia nosotros un aparato que nos fumigaba con zotal, un desinfectante fortísimo. Así, desprendiendo un olor insoportable, nos hicieron entrar a treinta y nueve presos en un furgón. Aún no habíamos podido beber ni comer y no sabíamos a dónde nos llevaban.

Autobiografía de Manuel Martínez (Pepitas de Calabaza, 2019). Eduardo Romero.

Fuente: https://ctxt.es/es/20221001/Firmas/41043/motin-de-carabanchel-copel-presos-franquismo.htm