A los 58 años de edad, un país -como un hombre- debería haber alcanzado cierta madurez. Después de casi seis décadas de existencia nosotros sabemos, para bien y para mal, quiénes somos, qué hemos hecho y cómo nos ven los demás, con todas nuestras imperfecciones. Reconocemos, aunque más no sea a regañadientes y en privado, […]
A los 58 años de edad, un país -como un hombre- debería haber alcanzado cierta madurez. Después de casi seis décadas de existencia nosotros sabemos, para bien y para mal, quiénes somos, qué hemos hecho y cómo nos ven los demás, con todas nuestras imperfecciones. Reconocemos, aunque más no sea a regañadientes y en privado, nuestros errores y nuestros defectos. Y aunque por momentos todavía albergamos algunas ilusiones acerca de nosotros mismos y nuestras perspectivas, tenemos la sabiduría suficiente como para reconocer que no son más que eso: ilusiones. En suma, somos adultos.
Pero curiosamente, y entre las democracias occidentales singularmente, el Estado de Israel sigue siendo inmaduro. Las transformaciones sociales del país -y sus muchos logros económicos- no han generado la sabiduría política que suele acompañar a la edad. Visto desde afuera, Israel todavía se comporta como un adolescente consumido por una frágil confianza en su propia singularidad: por supuesto, nadie lo «comprende» y todo el mundo está «contra» él, y está henchido de autoestima herida, y listo para sentirse ofendido y para responder a las ofensas. Como muchos adolescentes Israel está convencido -y se empeña en mostrarse agresivo y firme e inquebrantable en sus posturas- de que puede hacer lo que se le antoje, de que sus acciones no entrañan consecuencia alguna y de que es inmortal. Este país que en cierta forma no logró crecer estuvo hasta hace muy poco en manos de una generación de hombres que fueron prominentes en sus asuntos públicos hace cuarenta años: un Rip Van Winkle israelí que se hubiera dormido en, digamos, 1967, sin duda se sorprendería mucho si se despertara en 2006 y se enterara de que Shimon Peres y el general Ariel Sharon todavía influyen en los destinos del país (si bien en el caso de este último se trata nada más que de una influencia espiritual).
Pero ésa, me dirían los lectores israelíes, es la visión prejuiciosa de alguien de afuera. Lo que desde afuera parece un país autoindulgente y voluntarioso -delictivo en sus obligaciones internacionales y resentidamente indiferente a la palabra de la opinión pública- es simplemente un pequeño estado independiente que hace lo que siempre ha hecho: defender sus propios intereses en una zona inhóspita del planeta. ¿Por qué un Israel sitiado debería tener en cuenta esas críticas externas y, mucho menos, actuar en respuesta a ellas? Ellos, los gentiles, los musulmanes, los izquierdistas, tienen todos sus propias razones para sentir antipatía por Israel. Ellos, los europeos, los árabes, los fascistas, siempre han elegido a Israel como un blanco preferido para sus críticas. Sus motivos son eternos. Ellos no han cambiado. ¿Por qué debería cambiar Israel?
Pero lo cierto es que ellos han cambiado. Este cambio es una señal que no ha sido advertida en Israel y sobre la cual yo querría llamar la atención en este trabajo. El Estado de Israel puede haber sido pequeño y puede haber estado sitiado, pero no fue particularmente odiado, al menos no en Occidente. El bloque comunista soviético oficial fue antisionista, por supuesto, pero justamente por esa razón Israel fue bastante bien visto por todos los demás, entre ellos los izquierdistas no comunistas. La imagen romántica de los kibbutz y los kibbutznik ejerció una enorme atracción en el extranjero durante las dos primeras décadas de existencia de Israel. La mayoría de los admiradores de Israel (judíos y no judíos) no sabían demasiado acerca de la así llamada Nakba, la catástrofe palestina de 1948. Preferían ver en el Estado judío la encarnación del último sobreviviente del idílico socialismo agrario del siglo XIX, o bien un milagro de energía modernizadora «capaz de hacer florecer el desierto».
Recuerdo muy bien que en la primavera de 1967 en la Universidad de Cambridge la opinión de los estudiantes estaba abrumadoramente a favor de Israel durante las semanas que desembocaron en la Guerra de los Seis Días, y que no se le prestaba la menor atención a la situación de los palestinos o a la connivencia de Israel con Francia e Inglaterra en la desastrosa aventura en el canal de Suez en 1956. En los círculos políticos y gubernamentales sólo los arabistas más conservadores expresaban alguna crítica al Estado judío, e incluso había neofascistas que estaban a favor del sionismo recurriendo a los más tradicionales argumentos antisemitas.
Después de la guerra de 1967, y durante un tiempo, estos sentimientos se mantuvieron incólumes. El entusiasmo propalestino de los grupos radicales y los movimientos nacionalistas posteriores a la década del 60, reflejados en los campos de entrenamiento y los proyectos de atentados terroristas compartidos, se vio compensado por el creciente reconocimiento internacional en torno al Holocausto en la educación y los medios de comunicación. Lo que Israel perdía por su permanente ocupación de territorios árabes lo ganaba gracias a su estrecha identificación con la memoria recuperada de los judíos que habían muerto en Europa. Ni siquiera la instalación de los asentamientos ilegales y la desastrosa invasión del Líbano, si bien fortalecían los argumentos de los críticos de Israel, fueron suficientes para modificar significativamente la opinión internacional. A comienzos de los noventa, una enorme mayoría de la población mundial estaba escasamente informada de la cuestión de la «margen occidental» y de lo que estaba ocurriendo allí. Incluso los que presentaban con insistencia el caso palestino en los foros internacionales admitían que casi nadie los escuchaba. Israel todavía podía hacer lo que se le antojara.
La Nakba israelí
Pero hoy todo ha cambiado. Hoy podemos ver que la victoria de Israel en junio de 1967 y la ocupación permanente de los territorios conquistados entonces se han convertido en la verdadera Nakba del Estado judío: una catástrofe política y moral. Las acciones de Israel en la margen occidental y en Gaza han magnificado y puesto en evidencia los defectos del país que han quedado expuestos ante un mundo que observa atentamente la situación. Toques de queda, puestos de control, topadoras, humillaciones públicas, destrucción de viviendas, tomas de tierras, «asesinatos selectivos», el muro de separación: todas estas rutinas de ocupación y represión eran conocidas por una minoría informada de especialistas y activistas. Hoy pueden ser vistas, en tiempo real, por cualquiera que tenga una computadora o un televisor, lo que significa que el comportamiento de Israel está diariamente sometido a la mirada atenta de cientos de millones de personas en todo el mundo. El resultado ha sido un cambio total en la percepción internacional de Israel. Hasta hace muy poco la imagen cuidadosamente elaborada de una sociedad ultramoderna -construida por los sobrevivientes y los pioneros y adoptada por los demócratas amantes de la paz- todavía tenía una influencia decisiva sobre la opinión pública internacional. ¿Qué sucede hoy? ¿Cuál es el símbolo universal que identifica a Israel y se reproduce en todo el mundo en miles de editoriales periodísticos y caricaturas políticas? La estrella de David estampada sobre un tanque.
Hoy sólo una minúscula minoría de observadores ve a los israelíes como víctimas.
Ahora la idea que predomina es que las verdaderas víctimas son los palestinos. Los palestinos han desplazado a los israelíes como emblema de la minoría perseguida: son vulnerables, humillados y no tienen un Estado. Esta diferencia no buscada no ayuda a mejorar la situación de los palestinos más que lo que ayudó alguna vez a mejorar la de los judíos, pero ha redefinido para siempre a Israel. Comparar a Israel, en el mejor de los casos, con un ocupante colonialista, y en el peor de los casos con la Sudáfrica del apartheid y las leyes raciales, se ha convertido en un lugar común. En ese sentido, Israel cosecha una magra solidaridad aun en aquellos casos en que sus propios ciudadanos son perjudicados: los israelíes que mueren, como los blancos que eran asesinados en Sudáfrica durante la era del apartheid o los colonos británicos apaleados hasta morir por los rebeldes nativos, antes que como víctimas del terrorismo, son percibidos en el resto del mundo como un daño colateral generado por las políticas equivocadas de su propio gobierno.
Esas comparaciones son letales para la credibilidad moral de Israel. Afectan seriamente lo que alguna vez fue su argumento más convincente: la afirmación de que es una isla de democracia y dignidad en un mar de autoritarismo y crueldad, un oasis de derechos y libertades rodeado por un desierto de represión. Pero los demócratas no aíslan con muros a la gente indefensa cuyos territorios han conquistado, y los hombres libres no violan la ley internacional ni se apoderan por la fuerza de los hogares de otros hombres. Las contradicciones de la postura israelí -«somos muy fuertes / somos muy vulnerables», «somos dueños de nuestro destino / somos las víctimas», «somos un Estado normal / necesitamos un tratamiento especial»- no son nuevas: han sido parte de la peculiar identidad del país casi desde el principio. Y la insistencia de Israel en presentarse como un país aislado y singular, su afirmación de que es al mismo tiempo víctima y héroe, formaron parte alguna vez de su atractivo, que lo mostraba como el legendario David en su lucha contra Goliat.
Pero hoy, para el resto del mundo, la le- yenda nacional dominante en el país, que lo presenta como víctima, resulta simplemente extravagante: parece más bien la prueba de una especie de disfunción cognitiva colectiva que se ha adueñado de la cultura política de Israel. Y la largamente cultivada manía de persecución
-«todo el mundo está contra nosotros»- ya no inspira la menor simpatía. Al contrario, da lugar a algunas comparaciones muy poco gratas.
Israel sigue siendo el mismo, pero el mundo, como ya dije, ha cambiado. Sea cual fuere la influencia que tenga actualmente el autorretrato de Israel en la imaginación de los propios israelíes, esta caracterización ya no convence fuera de las fronteras del país. Ni siquiera el Holocausto puede ya usarse para justificar el comportamiento de Israel. Gracias al paso del tiempo, la mayoría de los estados de Europa occidental han reconocido la parte que les correspondió en el Holocausto, algo que no ocurría hace un cuarto de siglo. Desde el punto de vista de Israel, esto ha tenido consecuencias paradójicas: hasta el fin de la Guerra Fría los gobiernos israelíes todavía podían descansar en el sentimiento de culpa de los alemanes y otros europeos, y explotar el hecho de que se mostraban reticentes a aceptar plenamente lo que se les había hecho a los judíos en sus territorios. Hoy, cuando la historia de la Segunda Guerra Mundial desaparece de la plaza pública y se refugia en las aulas y los libros de historia, una mayoría cada vez más nutrida de los votantes europeos y de otras regiones (votantes jóvenes sobre todo) no llegan a entender por qué los horrores de la última guerra europea pueden ser invocados para disculpar o perdonar comportamientos inaceptables en otra época y otro lugar. A los ojos de un mundo que observa atentamente lo que sucede, el hecho de que la bisabuela de un soldado israelí haya muerto en Treblinka no justifica que se maltrate ostensiblemente a una mujer palestina que espera turno para cruzar un puesto de control. «Acuérdense de Auschwitz» ya no es una respuesta aceptable.
En síntesis: a los ojos del mundo Israel es un Estado normal, pero que se comporta anormalmente. Es dueño de su destino, pero las víctimas son otras. Es fuerte, muy fuerte, pero su comportamiento hace que todos los demás sean vulnerables. Así, despojado de cualquier otra justificación por su comportamiento, Israel (y quienes lo apoyan) se aferran cada vez con más estridencia a la reivindicación más antigua de todas: Israel es un estado judío, y es por eso que la gente lo critica. En Israel y en los Estados Unidos se considera que la idea de que criticar a Israel es, implícitamente, una consecuencia del antisemitismo, es la carta de triunfo de Israel. Si se la ha jugado con más insistencia y agresividad en los últimos años es porque, en realidad, es la única carta que le queda.
La costumbre de barrer cual- quier crítica con el cepillo del antisemitismo está profundamente arraigada en el instinto político israelí. Ariel Sharon la utilizó en exceso pero no fue sino el último de una larga serie de dirigentes israelíes que se sirvieron de ella. David Ben Gurion y Golda Meir no se privaron de utilizar ese recurso. Pero los judíos que viven fuera de Israel pagan un alto precio por esta táctica. No sólo los inhibe de expresar sus propias críticas a Israel por el temor a quedar identificados con malas compañías, sino que alienta a los demás a considerar a los judíos de todo el mundo como colaboradores de facto de las acciones reprobables que emprende Israel. Cuando Israel viola las leyes internacionales en los territorios ocupados, cuando humilla públicamente a las poblaciones sometidas cuyas tierras ha usurpado, y luego responde a las críticas diciendo que es víctima del «antisemitismo», lo que dice en realidad es que no se trata de acciones israelíes, sino de acciones judías. La ocupación no es una ocupación israelí, es una ocupación judía, y si a uno no le gusta algo así es porque a uno no le gustan los judíos.
En muchas partes del mundo esto promete convertirse en una profecía autocumplida: el comportamiento implacable de Israel y su persistente identificación de todas las críticas con el antisemitismo es ahora la fuente principal de la actitud antijudía en Europa occidental y en gran parte de Asia. Pero el corolario tradicional -si la actitud antijudía se relaciona con el rechazo a Israel, entonces los bienpensantes deberían apresurarse a salir en defensa de Israel- ya no tiene sentido. Por el contrario, las ironías del sueño sionista han cerrado el círculo: para decenas de millones de personas en el mundo actual Israel es, sin lugar a dudas, el Estado de todos los judíos. Así, y resulta bastante razonable, son muchos los observadores que creen que una forma de erradicar el creciente antisemitismo en los suburbios de París o las calles de Yakarta sería que Israel les devolviera a los palestinos los territorios que les arrebató.
Si los dirigentes israelíes han podido pasar por alto estas cuestiones es en gran medida porque hasta ahora han contado con el apoyo incondicional de Estados Unidos, el único país del mundo en el que la afirmación de que el antisionismo es lo mismo que el antisemitismo sigue siendo aceptada no sólo por muchos judíos sino también por los pronunciamientos públicos de los políticos más destacados y de los principales medios de comunicación. Pero esta confianza, perezosa y arraigada, en una aprobación incondicional de los norteamericanos -y en el apoyo moral, militar y financiero que ella conlleva- puede terminar convirtiéndose en la perdición de Israel.
Algo está cambiando en Estados Unidos. No hace muchos años, los asesores del primer ministro Sharon celebraron alegremente el éxito obtenido cuando le impusieron al presidente norteamericano, George W. Bush, los términos de una declaración que aprobaba los asentamientos ilegales. No ha habido un solo congresista norteamericano que haya propuesto reducir o suspender los tres mil millones de dólares que Israel recibe anualmente -y que representan el 20 por ciento del presupuesto de ayuda externa de Estados Unidos- una suma que ha contribuido a sostener el presupuesto de defensa israelí y a costear el establecimiento de asentamientos en la margen occidental. E Israel y Estados Unidos aparecen cada vez más unidos en un abrazo simbiótico en el que las acciones que emprende cada una de las partes exacerba su impopularidad en el resto del mundo y, por añadidura, su asociación cada vez más estrecha a los ojos de quienes los critican.
Pero si bien Israel no tiene otra opción que ampararse en Norteamérica, pues no tiene otros amigos o bien, en el mejor de los casos puede contar con el afecto interesado de los enemigos de sus enemigos, como la India, por ejemplo, Estados Unidos es una gran potencia; y las grandes potencias tienen intereses que tarde o temprano trascienden las obsesiones locales de hasta sus más cercanos estados clientes y satélites. A mí me parece de no poca importancia que el reciente ensayo acerca de «El lobby de Israel», de John Mearsheimer y Stephen Walt, haya despertado tanto interés público y tantos debates. Mearsheimer y Walt son académicos destacados que exhiben credenciales conservadoras intachables. Es cierto que todavía no lograron que sus críticas políticas fueran publicadas en algún periódico importante de Estados Unidos (sólo apareció un comentario en la London Review of Books), pero la cuestión es que hace diez años no lo habrían publicado, y probablemente ni siquiera habrían podido hacerlo. Y aunque el debate que han abierto puede producir más calor que luz, es de una enorme significación: como decía el doctor Johnson de las predicadoras mujeres, tal vez lo suyo no sea bueno, pero de todos modos uno se asombra al ver lo que hacen.
El hecho es que la desastrosa invasión de Irak y sus secuelas están comenzando a producir un cambio diametral en el debate acerca de la política exterior, aquí, en Estados Unidos, los pensadores más destacados de todo el espectro político -desde intervencionistas neoconservadores como Francis Fukuyama hasta realistas empedernidos como Mearsheimer- están empezando a tener en claro que en los últimos años Estados Unidos ha sufrido una pérdida catastrófica de influencia política internacional y una degradación sin precedentes de su imagen moral. Las iniciativas del país en el extranjero muestran que se ha derrotado a sí mismo e, incluso, que sus acciones han sido decididamente irracionales. En el futuro inmediato habrá que emprender una larga tarea reparadora, sobre todo en lo concerniente a la relación de Washington con comunidades y regiones estratégicamente vitales desde Oriente Medio hasta el Sudeste Asiático. Y no se puede abrigar la esperanza de que esta reconstrucción de la imagen externa y la influencia del país sea exitosa mientras la política exterior de Estados Unidos esté vinculada por un cordón umbilical a las necesidades e intereses (si eso es lo que son) de un pequeño país de Oriente Medio de muy escasa relevancia para las preocupaciones de Norteamérica a largo plazo: un país que es, tal como lo afirman Mearsheimer y Wait en su ensayo, una carga estratégica: Confiabilidad en la guerra contra el terrorismo y el mayor esfuerzo para enfrentar a los estados que lo apañan.
Se trata de un ensayo que no es más que un indicio mínimo de cómo están las cosas, una conjetura acerca de la probable orientación del futuro debate interno en Estados Unidos a propósito de la muy particular relación que liga al país con Israel. Por supuesto, ha tenido que soportar una avalancha de críticas de parte de los sospechosos de siempre, y, tal como ellos mismos lo anticiparon, se ha acusado a los autores de antisemitismo (o bien, por así decirlo, de una especie de «antisemitismo objetivo» si cabe el término). Lo que yo me pregunté es por qué fueron tan pocas las personas que entrevisté que se tomaron tan en serio esa acusación, por muy predecible que hubiera llegado a ser. Esto es malo para los judíos en la medida en que significa que, a su tiempo, el antisemitismo genuino también puede ser tomado en serio, gracias a que los israelíes han abusado tanto de esa caracterización para favorecerse. Pero todo esto empeora la situación de Israel.
Esta nueva inclinación a tomar dis- tancia de Israel no se limita a los especialistas en política internacional. Como profesor, me ha llamado la atención en los últimos años lo que percibo como un cambio diametral en la actitud de los estudiantes. Veamos un ejemplo entre otros. Aquí, en la Universidad de Nueva York, el mes pasado, yo estaba dando una clase acerca de la Europa de posguerra. Estaba tratando de explicarles a estos jóvenes norteamericanos la importancia de la Guerra Civil Española para la memoria política de los europeos y por qué la España de Franco ocupa un lugar tan especial en nuestra imaginación moral: como recordatorio de luchas perdidas, como símbolo de opresión en una era de liberalismo y libertad, y como país lamentable que fue boicoteado por los crímenes que cometió y la represión que ejerció sobre su pueblo. No podría mencionar, les dije a los estudiantes, ningún otro país que ocupe un lugar tan despreciable en la conciencia pública democrática en la actualidad. «Está equivocado», me respondió una joven. «¿Qué me dice de Israel?». Para mi sorpresa, la mayoría de los alumnos -entre ellos muchos del nutrido contingente de jóvenes judíos- asintieron en silencio, como aprobando el comentario. Sin duda, los tiempos están cambiando.
Que Israel pueda ser comparado hoy con la España del Generalísimo Franco por jóvenes norteamericanos debería ser considerado un serio llamado de atención por los israelíes. Nada dura para siempre, y me parece probable que terminemos pensando los años que van desde 1973 a 2003 como una era de trágica ilusión para Israel: años dominados por la extraña idea de que, fuese lo que fuese lo que decidiera hacer o exigir, Israel podía contar indefinidamente con el apoyo incondicional de Estados Unidos y no correría nunca el riesgo de tener que vérselas con una reacción violenta. Esta ciega arrogancia está trágicamente sintetizada en una afirmación de Shimon Peres en las vísperas de la calamitosa guerra que, creo, ha precipitado el comienzo del alejamiento de Estados Unidos de su aliado israelí: «La campaña contra Saddam Hussein», dijo Peres, «es indispensable».
Desde una cierta pers- pectiva, el futuro de Israel es sombrío. No es la primera vez en la historia, por cierto, que un Estado judío se encuentra en la periferia vulnerable de un imperio ajeno, pero actúa exageradamente confiado en la justicia de su proceder, deliberadamente ciego al peligro de que, a la larga, sus excesos pudieran irritar e incluso hartar a su mentor imperial, e ignora a sabiendas su incapacidad para conseguir otros amigos. Por supuesto, el moderno Estado israelí cuenta con armas poderosas, muy poderosas. ¿Pero qué puede hacer con ellas que no sea granjearse más enemigos de los que ya tiene? Sin embargo, el Israel moderno también tiene opciones. Precisamente debido a que el país es objeto de una desconfianza y un recelo tan universalmente extendidos -es decir, debido a que el mundo espera tan poco del Israel de hoy- un cambio profundo en sus políticas (el desmantelamiento de los principales asentamientos, una apertura incondicional de negociaciones con los palestinos, el poner en evidencia a Hamas ofreciendo a los dirigentes de ese movimiento algo importante a cambio del reconocimiento de Israel y el cese del fuego) le permitiría lograr efectos incalculablemente positivos.
Pero una reestructuración tan radical de la estrategia israelí entrañaría una difícil revaluación de los clisés y la ilusión en los que el país y su elite política se han refugiado durante casi toda su vida. Implicaría reconocer que Israel ya no está en condiciones de reclamar la solidaridad o la indulgencia internacional, que Estados Unidos no estará siempre disponible, que las armas y los muros ya no pueden proteger más a Israel que lo que protegieron a la República Democrática Alemana o a la Sudáfrica blanca, que las colonias están siempre condenadas a menos que uno esté dispuesto a expulsar o exterminar a la población autóctona. Otros países y sus dirigentes han comprendido esto y realizaron reestructuraciones comparables: Charles De Gaulle comprendió que la presencia de Francia en Argelia, mucho más antigua y mejor instalada que lo que lo está Israel en las colonias de la margen occidental, significaba un desastre moral y militar para su país. En un ejercicio de notable coraje político, actuó en consonancia con esa idea y se retiró de Argelia. Pero cuando De Gaulle llegó a esa conclusión era un estadista maduro, tenía casi 70 años. Israel no puede darse el lujo de esperar tanto tiempo. A los 58 años, ha llegado el momento de comportarse como un adulto responsable.
Traducción al español por Revista Debate Buenos Aires Argentina