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Estados Unidos e Israel

¿El perro mueve la cola o la cola al perro?

Fuentes: Adbusters

Un cuarto de siglo atrás, el director ejecutivo del AIPAC (Comité de Relaciones Públicas Estadounidense-Israelí, por su sigla en inglés) estableció una comisión que se encargó de escribir las directivas para la clase política. Corría el año 1981, Ronald Reagan era presidente y el AIPAC acababa de perder una batalla dura en el Congreso de […]

Un cuarto de siglo atrás, el director ejecutivo del AIPAC (Comité de Relaciones Públicas Estadounidense-Israelí, por su sigla en inglés) estableció una comisión que se encargó de escribir las directivas para la clase política. Corría el año 1981, Ronald Reagan era presidente y el AIPAC acababa de perder una batalla dura en el Congreso de EE.UU. por la venta de aviones de vigilancia a Arabia Saudita. El parlamentario Thomas Dine se puso al frente, a partir de ese momento, y convirtió al comité en una fuerza política temible. En los años que siguieron, Dine cuadriplicó el personal estable del AIPAC, también su presupuesto, y estrechó vínculos con el Congreso y personas influyentes. Se dedicó a proveer a los políticos de evaluaciones que indicaban cómo avanzar en las posiciones proisraelíes, a sabiendas de que quien escribe los documentos que los políticos leen hace el equivalente de darles de comer en la boca.

Las décadas que siguieron fueron de un predominio total del lobby israelí en la política del Cercano Oriente de EE.UU., incluso por encima de sus propios intereses en la región. Muchos caracterizan esta relación entre la influencia del lobby y lo que Estados Unidos hace en Cercano Oriente, como la cola (israelí) que sacude al perro (estadounidense). Hay un sinnúmero de ejemplos de esta dinámica, como la invasión israelí del Líbano en 1982, que arrastró a EE.UU. a una penosa intervención, o la invasión israelí de la Franja de Gaza en 2002, durante la cual el gobierno de Ariel Sharon desoyó reiteradamente la petición de George W. Bush para firmar un acuerdo. Otros sostienen que la metáfora de la colita y el perro funciona «como debe»: es EE.UU. en su calidad de superpotencia, dueño de Israel (y su mayor donante), el que tiene el poder; es el perro que mueve la cola. La cuestión, entonces, es ver cuál es la verdadera relación o ¿acaso el análisis cínico del comentarista israelí Michel Warschawski es el correcto?: «No se trata del perro ni de la cola, sino de una única guerra de recolonización y un único monstruo horrible de dos cabezas«.

Silencio roto

Aunque el lobby israelí haya crecido enormemente y la alianza de intereses entre EE.UU. e Israel para controlar el Cercano Oriente sea cada vez más evidente, ninguna voz se atrevió a pronunciarse sobre el alcance y la magnitud que adquiere el poder del lobby sobre los políticos estadounidenses, hasta que lo hicieron dos politólogos, John Mearsheimer y Stephan Walt, que editaron un folleto de ochenta páginas analizando el poderío del lobby en marzo de 2006. Mearsheimer, profesor de servicio distinguido de Ciencia Política en la Universidad de Chicago, y Walt, profesor de Política Internacional en el Centro Belfer de la Universidad de Harvard, ambos promotores de la escuela realista en política exterior que pone el énfasis en los actos estatales, tanto militares como económicos, por sobre el ideal que persigan y su ética. Su informe despertó mucho interés cuando se publicó el resumen en el London Review of Books. En el mismo definen que el lobby es, en términos generales, «una coalición elástica de individuos y organizaciones que trabajan activamente para moldear la política exterior de EE.UU. en la dirección de los intereses israelíes«. Mearsheimer y Walt concluyen que la fuerza que anima las políticas estadounidenses en el Cercano Oriente proviene decididamente del lobby. Ellos sostienen que aunque otros lobbies o grupos de intereses han demostrado ser bastante efectivos para torcer políticas «ningún lobby ha conseguido comandar la política exterior estadounidense de forma tal que vaya contra su propia seguridad nacional y sea a la vez capaz de convencer a los ciudadanos estadounidenses que los intereses de su país e Israel son esencialmente los mismos

Dicho informe suscitó el rechazo inmediato de los propios individuos que los autores identifican como miembros del lobby. Alan Dershowitz, profesor de Derecho en Harvard y defensor a ultranza de Israel, acusó a los autores de «fanáticos mentirosos» y comparó sus argumentos con la propaganda neonazi, que constituían «acusaciones apenas veladas de control judío del pensamiento estadounidense» tal como se leía en Los protocolos de los sabios de Sión. Abraham Forman y su equipo de la Liga Antidifamación (ADL), acusan que el informe «encarna la clásica teoría antijudía de la conspiración.»

Sin embargo, los argumentos de los defensores de Israel nada dicen sobre lo principal del trabajo de Mearsheimer y Walt: que los miembros influyentes -tanto judíos como no judíos- dentro del aparato de estado estadounidense han conseguido que se impongan sus objetivos a favor de Israel en la política sobre Cercano Oriente y que Israel obtiene un apoyo incondicional que muchas veces resulta contrario a los intereses de la seguridad nacional. En lugar de discutir este punto, los críticos se dedican a resucitar fantasmas.

La acusación de «antisemitas» hacia Mearsheimer y Walt es de lo más común entre los defensores de Israel, en todo el espectro político. No casualmente, pues es la estrategia que viene utilizando el lobby israelí para silenciar y atacar a quien se atreva a cuestionar la política israelí y las políticas pro-israelíes de Estados Unidos. Esta cuestión del antisemitismo surgió en septiembre [2006] durante un debate importante en Nueva York en el cual se enfrentaron Mearsheimer y otras dos personas contra un ex oficial israelí y los asesores de la administración Clinton, Dennis Ross y Martin Indyk. Estos tres contrincantes de Mearsheimer, aunque son claramente pro-israelíes, se los ve como neutrales -ni fanáticos como Dershowitz ni derechosos- pero coinciden con Dershowitz en descalificar al documento como que desciende «al nivel de antisemita» o «con connotaciones antisemitas» sólo porque a quienes se critica son judíos en posiciones de poder.

Este debate acerca del antisemitismo es una clara distracción del tema central y es utilizado deliberadamente en ese sentido. En aquel panel en Nueva York se empleó un tercio del tiempo hablando sobre el carácter antisemita de Wearsheimer y Walt antes de abordar aspectos importantes de las conclusiones de su trabajo o las pruebas que ofrecía.

El ex-presidente Carter publicó su libro Palestina: Paz no Apartheid y se lo acalló de la misma manera. Sus críticos apuntaron a la escasa formación académica del autor o insinuaron que poseía un tinte antisemita porque Carter usaba el término «apartheid» para describir la política israelí en los territorios palestinos ocupados. Muchos han criticado al libro, incluyendo las autoridades del Partido Demócrata, pero muy pocos han fundamentado sus acusaciones examinando seriamente las pruebas que aporta Carter.

Tom Judt, profesor universitario, que participó del panel en Nueva York y defendió el trabajo de Mearsheimer y Walt, ha escrito sobre el efecto devastador que produce entre los estadounidenses el temor a ser llamados antisemitas, lo cual ha acallado cualquier opinión pública sobre Israel e incluso sobre la política en general.

Durante su participación, observó que pese a existir «cientos de lobbys influyentes» en EE.UU., el israelí es el único que no sólo es eficaz en los objetivos que persigue sino que también actúa de la misma forma para apagar cualquier crítica en su contra. En el mismo sentido, Mearsheimer afirmó, en un reportaje en Mother Jones, que el fuerte vínculo entre EE.UU. e Israel se mantiene principalmente a partir de que no se habla realmente acerca de esa relación. Si los estadounidenses se enteraran acerca de lo que los israelíes hacen en los territorios ocupados, sostiene, habría mucho menos apoyo a Israel. «En concreto, la buena relación de EE.UU. con Israel no se sostendría ante la exposición pública de lo que realmente sucede en Israel«.

El libro de Jimmy Carter hace un esfuerzo importante para esa exposición, pero su éxito hasta ahora es relativo. Scott Ritter, quien trabajó cerca de Israel como asesor en inteligencia militar y se desempeñó como inspector de armas en Iraq, arriba a las mismas conclusiones en su nuevo libro Target Iran (Objetivo Irán) que Judt y Mearsheimer. Muchos países tienen lobbys que actúan en EE.UU., pero ninguno comparte ni remotamente su alcance ni las formas descaradas que asume el lobby israelí. Ritter considera que se va hacia un choque catastrófico entre el eje Estados Unidos-Israel y la república de Irán y que la forma para evitarlo sería hacer pública la naturaleza de la relación Estados Unidos-Israel. Habría que replantearse, sostiene, porqué EE.UU. opera bajo continua impotencia nacional mientras Israel dicta la política de seguridad de EE.UU.

En 2003 salió en el New York Review of Books un artículo crítico de Israel y sus conexiones estadounidenses donde Judt señala lo que luego sería la tesis principal de la nota de Mearsheimer y Walt. Judt describió cómo Israel sistemáticamente «se burla de su jefe norteamericano» cuando sigue construyendo colonias ilegales aun cuando Estados Unidos impulsa «la hoja de ruta» como plan para la paz, que convoca a congelar los asentamientos. El autor sostiene que Israel hizo quedar al poderoso presidente de Estados Unidos [G. Bush Jr.] como un «tonto ventrílocuo, alguien que lastimosamente repite la línea del gabinete israelí«. Su comportamiento «ha sido una desgracia para la política exterior norteamericana«. El apoyo incondicional a Israel «es la causa principal del descrédito de Estados Unidos en el resto del mundo«.

Alguien que conoce bien el lobby israelí es James Abourezk, senador por el estado de Dakota del Sur entre 1972 y 1978. De su paso por el Congreso, afirma «que el apoyo político de que goza Israel está basado en el miedo» porque «aquel que se enfrente a los intereses de Israel es derrotado por el lobby». Abourezk destaca también el esfuerzo del lobby por silenciar. «Si alguien habla es atacado«, dice, «porque si nadie dice nada en el Congreso, la prensa no tiene a quién citar y con ello también queda callada. Si algún periodista o medio se sale de esta línea, quedan totalmente censurados a través de un mecanismo aceitado de presión económica sobre las finanzas del medio que ha sido atrapado ‘en falta’.» Jimmy Carter advirtió lo mismo en comentarios recientes en referencia a «los esfuerzos extraordinarios de lobby» del AIPAC para censurar cualquier discusión en las comisiones del Congreso y en la prensa sobre las políticas israelíes.

Según Abourezk los mecanismos de presión ya funcionaban a la perfección aun antes de que el AIPAC se constituyera, y Carter agrega que la capacidad de control del lobby sobre el discurso y las decisiones se han incrementado. La tendencia pro-israelí ha sido un fenómeno, con diferentes matices, propio de cada administración y de cada congreso estadounidense desde que se creó Israel y no un invento de Dine ni tampoco comenzó en los ’80 pero fue éste quien logró institucionalizar esta política, asignándole un rol más influyente.

En 1984 aparece un nuevo organismo que deriva del AIPAC, el Washington Institute for Near East Policy (Instituto Washington sobre política en el Cercano Oriente, WINEP por su sigla en inglés) y se constituye en un eminente think tank, cuyos cuadros vienen trabajando en las sucesivas administraciones. Dennis Ross, quien fue el principal asesor en política de Cercano Oriente en los gobiernos de George H.W. Bush y Bill Clinton, se formó en el WINEP y retornó al mismo luego de dejar sus funciones en el gobierno. A partir de allí, ese cargo en la administración Clinton fue para Martin Indyk, miembro fundador de AIPAC y primer director de WINEP. Mearsheimer y Walt consideran acertadamente que ambos hombres son del «riñón del lobby«.

Esto demuestra un aspecto vital en la cuestión del lobby; que el mismo forma parte de las diferentes administraciones desde las últimas décadas. Ahora bien el lobby no está conformado únicamente por las instituciones judeo-estadounidenses como AIPAC y ADL, además de los think tanks como WINEP y JINSA (Instituto Judío para los Asuntos de Seguridad Nacional, sigla en inglés); existen muchos particulares que trabajan en defensa de los intereses de Israel y hacen coro con los sectores cristianos fundamentalistas de extrema derecha. Que apoyan incondicionalmente la presencia de Israel en la Franja de Gaza y en todo Jerusalén porque creen que ése es el requisito para la reaparición de Jesucristo en lo que denominan el Milenio. Particularmente en los últimos años, la derecha cristiana ha utilizado sus influencias para presionar tanto en el Ejecutivo como en el Congreso a favor de las posiciones israelíes y se ha opuesto a todas las iniciativas que requirieran alguna concesión por parte de Israel.

El tipo de presión «en bruto» a los políticos que describe Abourezk es sólo una de las formas en las que opera el lobby proisraelí organizado. La ligazón entre EE.UU. e Israel siempre tuvo su mínimo de acuerdo tanto para los momentos de calma como en la cruda realidad de la estrategia geopolítica. Desde la creación del Estado de Israel y a través de los años ha existido un clima siempre en aumento en el que Israel es asumido simplemente como tan cercano a Estados Unidos, sus intereses tan entrelazados con los de Estados Unidos, que por ello Israel es prácticamente aceptado como parte de EE.UU.

El lobby refuerza este sentimiento, lo canaliza en formas institucionales para que ciudadanos comunes apoyen a Israel. Jeffrey Blankfort, conductor de radio en Carolina del Norte y columnista de larga data sobre el conflicto palestino-israelí y otros en el Cercano Oriente, señala, por ejemplo, que 1700 sindicatos en EE.UU. poseen más de 5 mil millones de dólares en bonos israelíes. Según Blankfort, esto empuja a los sindicatos a apoyar a Israel y convierte al movimiento sindical de EE.UU. en parte del lobby. Eso explica porqué las organizaciones de izquierda en Estados Unidos se oponen a que la cuestión palestina forme parte del movimiento anti-guerra. Muchos estados y universidades también han invertido en bonos israelíes así como en empresas israelíes, con lo cual tienen interés en apoyar a Israel para que su economía mantenga el rumbo.

La penetración del lobby es tan absoluta que cuando Tony Judt llama al presidente «un tonto ventrílocuo» se entiende perfectamente. Como afirma Walt en un reportaje de Mother Jones, no importa lo que haga Israel, Estados Unidos siempre lo apoyará. «Ellos continúan construyendo asentamientos por más que todos los presidentes desde Lyndon Johnson en adelante hayan rechazado la idea. Nos espían regularmente. Han entregado o vendido tecnología militar estadounidense a otros países. E incluso…han cometido una gran cantidad de violaciones a los derechos humanos, y pese a todas estas actividades jamás ha disminuido el apoyo de EE.UU.» Hace ya varias décadas que el AIPAC viene participando directamente en el proceso legislativo, redactando leyes en torno a Cercano Oriente y presionando para que sean aprobadas las resoluciones anti-árabes y pro-israelíes que comprometen al Senado y a la Casa Blanca en cuestiones como la construcción del muro de segregación y la invasión de Israel a El Líbano en el verano de 2006. AIPAC se ufana a menudo de vetar y ejercer influencia sobre los candidatos presidenciables. En la campaña política de 2004, Howard Dean insinuó una tibia y para nada controversial propuesta de «trato igualitario» de la política estadounidense en el conflicto árabe-israelí. Fue condenado rotundamente por el lobby y por sus compañeros demócratas, y debió abandonar la propuesta. Los políticos de renombre que toman otras posturas son inmediatamente condenados a la derrota electoral. En la década de los ’80, el representante Paul Findley y el senador Charles Percy, quienes habían ocupado sucesivos mandatos en Illinois, fueron derrotados gracias a los esfuerzos de AIPAC porque ambos se habían manifestado a favor de negociar con miembros de la OLP. Bastante más recientemente, Cynthia McKinney, de Georgia, fue dos veces víctima de la interferencia del AIPAC en la campaña electoral.

La lista continúa. Israel y su lobby toman la iniciativa, EE.UU. acompaña: la guerra que Israel lanzó en 1967, su invasión a El Líbano en 1982, su invasión a la Franja de Gaza en 2002, sus cuarenta años de construcción de asentamientos en los territorios palestinos ocupados, sus ataques desproporcionados a los palestinos, su asalto al Líbano. El grado de penetración en las decisiones políticas que el lobby consiguió durante la administración Bush actual no tiene precedentes.1 Hay pruebas categóricas de que fueron los neoconservadores dentro del gobierno de Bush, cuyos vínculos con la derecha israelí son innegables, los artífices de la invasión a Iraq y quienes impulsaron «la transformación» del Cercano Oriente difundiendo la «democracia» en la región. Mearsheimer y Walt afirman que «la guerra de Iraq al menos en parte fue promovida para mejorar las posiciones estratégicas de Israel«, algo que se confirma con el hecho de que algunos de estos mismos neocons escribieron en los ’90 un documento de estrategia titulado «A Clean Break» (Una ruptura limpia) para el entonces primer ministro israelí Benyamin Netanyahu. En él, se diseñaba un plan de ataque a Iraq, algo que posteriormente impulsaron cuando los neocons entraron a la administración Bush. El plan estratégico se pensó explícitamente para asegurar el dominio de Israel en la región, para minar el proceso de paz de Oslo y para aliviar a Israel de la presión de tener que hacer alguna concesión a los palestinos.

Uno de sus autores es David Wurmser, que continúa en el gobierno como consejero del vicepresidente Richard Cheney en cuestiones del Cercano Oriente. Los otros, Richard Perle y Douglas Feith, trabajaron activamente durante la planificación de la guerra de Iraq en los cargos de consejero del Pentágono y subsecretario de Defensa, respectivamente. Casi todos los demás neocons, tanto judíos como no judíos, tienen un historial importante de acciones en defensa de los intereses israelíes. Entre ellos, Paul Wolfowitz, Elliott Abrams y John Bolton, y quienes se manejan desde las sombras como William Kristol, Robert Kagan, Norman Podhoretz, Jeane Kirkpatrick y muchos derechistas pro-israelíes de los think tank en Washington.

La enorme cantidad de dinero en asistencia militar y económica que EE.UU. le dio a Israel a través de los años es producto de la presión del lobby sobre los políticos. Mearsheimer y Walt, utilizando los datos de la USAID (Agencia de EE.UU. para la Asistencia Internacional al Desarrollo, por su sigla en inglés) 2 confirman que entre 1976 y 2003 EE.UU. le dio a Israel 140 mil millones de dólares en ayuda (de acuerdo con los valores de 2003). El economista Thomas Stauffer, quien ha investigado durante mucho tiempo la ayuda económica a Israel, presentó en 2002 valores mucho más altos: para el período 1972-2002, calculó un total de 240 mil millones de dólares (a valores actuales). Ahora mismo, Israel tiene garantizada una ayuda de 2 mil a 3 mil millones por año, principalmente para el sector militar, y a esto hay que sumarle los adicionales para compensar los gastos israelíes en la guerra en El Líbano y el retiro de Gaza.

Definiendo el concepto de interés nacional

El aspecto más importante en el debate sobre el poder del lobby gira en torno a la cuestión de los intereses nacionales; qué forma parte de los intereses nacionales, quiénes lo definen y hasta qué punto el lobby no perjudica los verdaderos intereses nacionales. Muchos discursos en la izquierda que son muy críticos de las políticas de Israel no han prestado la debida atención, sin embargo, a la influencia del lobby en la política. Se centran en lo que definen como los intereses nacionales de Estados Unidos. Noam Chomsky ha sostenido frecuentemente que la política sobre Cercano Oriente está deter-minada en gran parte por lo que él llama «el vínculo ceñido entre el estado y las corpo-raciones» donde se concentra el poder en la órbita nacional. Dicho de otro modo, los intereses particulares del complejo militar industrial asociado al gobierno son los que en última instancia definen los intereses nacionales de Estados Unidos, según Chomsky. El lobby israelí ejerce cierta influencia en la determinación de las políticas, de acuerdo con los análisis de Chomsky, pero ocupa una porción mucho menor y generalmente sólo en la medida en que el lobby acompañe los interés corporativo-gubernamentales.

Chomsky y otros críticos de izquierda que estudian el tema del lobby consideran que la política de Estados Unidos está definida desde su avanzada imperialista y los intereses de sus corporaciones y que Israel, lejos de conducir a EE.UU. en políticas que lo perjudican y hacia peligrosas aventuras en el extranjero, siempre ha hecho lo que EE.UU. le dictaba. EE.UU. continuaría con su empresa imperialista aunque Israel no acompañara, y esto es lo que ha hecho en regiones fuera del Cercano Oriente, como Chile, Indonesia, América Central y donde sea, sin que ello beneficie a ningún lobby en particular. De acuerdo con esta visión, el lobby israelí funciona solamente como un acompañamiento a la política de EE.UU., y no como un agente con algún control y poder propio.

Sin embargo, esta postura pasa por alto que los lazos estrechos entre el lobby y los fabricantes de armas en Estados Unidos refuerzan la capacidad del complejo mílito- industrial para definir los intereses nacionales de EE.UU. El lobby israelí tiene, sin duda, poder de veto por encima de cualquier parlamentario o dependencia del Ejecutivo, incluyendo los de la Casa Blanca, lo cual hace muy difícil que alguien pueda definir el tan mentado interés nacional de EE.UU. en algún sentido que el lobby considere perjudicial para la relación especial que tiene Israel con EE.UU. Cualquier debate que toque este asunto tabú, aunque sea en forma indirecta, será anulado antes de que empie-ce, enterrado por las alabanzas hacia Israel tanto de republicanos como de demócratas.

Afif Safieh, el principal referente de la comitiva de la Organización para la Liberación Palestina en Washington, señala otro punto de crítica. Según él, la visión de Chomsky y otros izquierdistas es «mecanicista» y dificulta, dado que cada situación es específica, captar su singularidad; en este caso, percibir que el socio menor puede a menudo «secuestrar» y «monopolizar» la decisión sobre la política en Cercano Oriente. La interpretación que hace la izquierda es de tipo determinista y por ello asume que EE.UU. se rige únicamente por su afán imperialista y por los objetivos de sus intereses corporativos.

El hecho de que Estados Unidos haya conspirado contra un gobierno enemigo de sus negocios en Chile o que haya apoyado a un dictador en Indonesia para preservar los intereses de la industria petrolera no prueba que cada vez que Israel ataca países árabes, como a Egipto en 1967 y a El Líbano en 1982, lo haga para servir a Estados Unidos ni, como dice Chomsky, haga un «enorme servicio a las corporaciones energéticas estadounidenses y saudíes porque aplasta los nacionalismos árabes seculares«. Israel de ninguna manera actúa para garantizar el acceso o el control de EE.UU. sobre las reservas de petróleo en el Cercano Oriente, ni trabaja en coordinación con la industria del petróleo.

Es indudable que existe una intrincada relación entre el complejo mílito-financiero-industrial estadounidense y los intereses militares, industriales y financieros de Israel, tal como lo sugieren Chomsky y otros referentes de la izquierda. Pera la naturaleza de esta relación no pasa por una subordinación de Israel a las directivas del conglomerado corporativo-gubernamental de EE.UU.; este arreglo, más bien, parece darse entre dos actores independientes. Y la actividad del lobby se dirige a sostener y manipular este entramado. Según Blankfort, «se subestima la influencia del lobby. No sólo se asegura de que el Congreso actúe como vasallo en los asuntos pertinentes a Israel y el Cercano Oriente en general, sino que, en forma disimulada, actúa como una poderosa influencia para sostener el gasto militar elevado del país y la integración entre las industrias armamentistas israelí y estadounidense.» Esta integración, sostiene Blankfort, «es la razón fundamental que explica porqué no hubo prácticamente ninguna oposición al presupuesto militar anual por parte de ningún sector en el Congreso

Israel y su lobby trabajan con mano de seda en el tema de la industria de armamentos estadounidense para avanzar, juntos, en sus objetivos que suelen ser compatibles. Las pocas, poderosas familias que dominan la industria militar en Israel, están tan interesadas en presionar a favor de la política exterior militarista de los dos países como lo están los CEO de las corporaciones militares de EE.UU. A medida que la globalización avanza también se estrechan los lazos de compañerismo, y los acuerdos tecnológicos y financieros, entre las corporaciones militares de ambos países, que crecen cada vez más juntas. Es una relación simbiótica, y el lobby trabaja para que siga así; los lobbystas se acercan a muchos parlamentarios y les dicen muy creíblemente que si se corta la ayuda a Israel, se van a perder miles de puestos de trabajo en la industria militar en sus distritos. El lobby no es un reflejo pasivo de los deseos del complejo mílito-industrial. Día a día presionan en el Congreso y en el gobierno para perpetuar la aceptación de ciertos «intereses nacionales» que muchos estadounidenses consideran equivocados.

Un monstruo de dos cabezas

Como Tony Judt lo percibió, gran parte del resto del mundo «ya no cree en nuestra buena fe«. Hace mucho que el fuerte apoyo de Estados Unidos a Israel molesta a la opinión pública árabe, pero desde el fracaso del proceso de paz y la nueva intifada palestina y el endurecimiento cruel de Israel desde septiembre de 2000, los resultados de las encuestas de opinión en los países árabes y musulmanes han mostrado un malestar creciente y muy extendido hacia EE.UU., particularmente por el apoyo a Israel en la opresión sobre el pueblo palestino y la guerra de Iraq. Entre un 70% y un 80% de la población en varios países árabes manifiestan actitudes hostiles. Algo similar, aunque con valores más discretos, ocurre con las encuestas de opinión en Europa. Este sentimiento creciente de rechazo a EE.UU., producto de su estrecha amistad con Israel, es uno de los puntos salientes del informe de Mearsheimer y Walt. Los autores señalan al comienzo de su trabajo que las políticas del gobierno de Bush, influenciadas fuertemente por el lobby, contribuyeron a producir una insurgencia que resiste en Iraq una suba muy pronunciada de los precios del petróleo y los atentados terroristas en Madrid, Londres y Amman. El indeclinable apoyo de EE.UU. a Israel, escriben, ha «irritado a la opinión pública árabe e islámica y puesto en peligro la seguridad de Estados Unidos«. Creen que EE.UU. deja de lado su propia seguridad para cumplir los objetivos de otro estado.

El resultado fue obvio: más ataques terroristas a EE.UU. y sus aliados. Las grabaciones y mensajes de Osama Bin Laden hablan de los palestinos y de su cólera ante Estados Unidos por su alianza con Israel. Su rabia, y los de otros islamistas radicalizados, se basa en los musulmanes que fueron asesinados y explotados por EE.UU., Israel y Occidente durante décadas, y el caso de los palestinos sea probablemente el más claro. Su rabia es la misma que sienten millones de oprimidos y él puede reclutar a los extremistas en su lucha bajo la bandera de la defensa de los palestinos y de todos los musulmanes oprimidos. Es una amenaza a Estados Unidos que proviene directamente de su alianza con Israel y el esfuerzo arduo del lobby para sostenerla, no puede ser subestimado.

La tragedia de esta situación es que se ha vuelto imposible separar los intereses israelíes de los proclamados intereses de Estados Unidos -que lejos de ser los reales, son producto de las proclamas egoístas del complejo político-corporativo-militar que los define en su provecho, y que junto con el lobby dominan el gobierno de Bush, el Congreso y los dos partidos políticos mayoritarios. Actualmente, el poder radica en grupos específicos: los consorcios globalizados de las finanzas, las armas y la energía, y todas las dependencias militares, tanto de EE.UU. como de Israel, que literalmente han secuestrado el gobierno y lo han despojado de cualquier rasgo de democracia. El «monstruo agresivo de dos horribles cabezas» del que nos hablaba Michel Warschawski es real.

La coincidencia de «intereses» manipulados tiene efectos profundos en las decisiones políticas en el Cercano Oriente. Si EE.UU. es incapaz de distinguir lo que el mundo necesita o sus propias necesidades de las de otro estado y su lobby, entonces sencillamente no se puede decir que actúa en su beneficio. Ante el abuso masivo y reiterado de los derechos humanos de los palestinos y la falta de reconocimiento de este problema, quienes minimicen el poder del lobby y acepten la política de Estados Unidos en Cercano Oriente como parte de una estrategia inmodificable a largo plazo son particularmente peligrosos.

NOTA

1. Entendemos que este trabajo fue escrito en 2007, durante la presidencia de G. W. Bush Jr. Antes de la última matanza masiva en diciembre 2008-enero2009, otra vez en la Franja de Gaza (n. de los ed.)

Bill Christison es oficial retirado de la CIA. Cumplió funciones en la Nacional Intelligence Officer y como director del Departamento de Análisis Político Regional de la CÏA.

 

Kathleen Christison es analista política retirada de la CIA y ha trabajado en asuntos de Cercano Oriente durante 30 años. Es la autora de Perceptions of Palestine and the Wound of Dispossession [Percepciones de Palestina y la herida del despojo].

Traducido y publicado por la revista rioplatense Futuros, cuyo número 13 acaba de salir a la calle.