Claro que no se precisa la lupa de detective canónico a lo Holmes, ni una mirada de entomólogo moderno y trashumante, para concordar con quienes, en todo el mundo, sostienen que el discurso pronunciado a comienzos de junio en la Universidad de Al Azhar, El Cairo, por el actual presidente de los Estados Unidos, Barack […]
Claro que no se precisa la lupa de detective canónico a lo Holmes, ni una mirada de entomólogo moderno y trashumante, para concordar con quienes, en todo el mundo, sostienen que el discurso pronunciado a comienzos de junio en la Universidad de Al Azhar, El Cairo, por el actual presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, está a años luz de la retórica del odio de los tiempos de su antecesor, George W. Bush, hombre duro y excluyente.
Como evocará el lector, Obama admitió los conflictos históricos de su país con el mundo árabe y musulmán, que llegaron al cenit con el extremismo islamista y el terrorismo de Estado contra ciertos «oscuros rincones del mundo». Incluso, el que se haya abstenido de pronunciamientos políticos específicos no quita el sabor de lo inaudito al reconocimiento del sufrimiento del pueblo palestino y a la negación explícita y vehemente de lo inevitable de un choque de civilizaciones. Más que centrarse en las diferencias, el mandatario propuso «un nuevo comienzo», con compromisos asentados en el «interés mutuo», y aderezó sus palabras llamando a la coexistencia pacífica con citas de la Biblia, el Corán y el Talmud, en culto ecumenismo.
Asimismo, aseveró que hay espacio para el disenso y la controversia y que entiende y respeta las visiones alternativas aunque no las comparta. Y eso es más que bueno, ¿no? Pero, en opinión de personalidades como el ex negociador de paz Daniel Levy, citado por IPS, quizás más bueno aún haya sido el hecho de que una alocución que abordó, a más del «extremismo violento» y el conflicto árabe-israelí, el armamentismo nuclear, la democracia, la libertad religiosa, los derechos de las mujeres y «el desarrollo y las oportunidades», no aludiera a «la condescendencia tradicional de Estados Unidos hacia la narrativa palestina». A muchos impresionó más que todo el que los términos «terror» y «terrorismo» no asomaran a los labios del estadista, en lo que se interpreta como una tácita comprensión de que hay palabras tan contaminadas que han derivado en contraproducentes.
En cuanto al conflicto israelo-palestino, ofreció algunos ralos datos concretos, entre ellos que «Estados Unidos no acepta la legitimidad de la permanencia de los asentamientos judíos en Cisjordania», y que Palestina, vocablo poco usual en boca de un gobernante norteamericano -que nombra a un Estado aún inexistente- «debe concentrarse en su propio desarrollo».
¿Otra era?
Al parecer, finiquitaron las «doradas edades» en que el asunto era más fácil. Porque nadie osará negar que precisamente con George W. Bush todo era infinitamente más fácil, dado el maniqueísmo de la formulación geopolítica. El colega Gassán Sharbal Al Hayat nos recuerda que, al día siguiente de los atentados del 11 de septiembre, Bush siguió el ejemplo de Bin Laden y dividió al mundo en dos tiendas de campaña. Bastaba con elegir una de ellas y toparse con un lenguaje de ruptura y hostilidad. Optó por extirpar el régimen de Saddam Hussein bajo pretextos inventados, apoyó el cerco de Yasser Araft, y entre los musulmanes fueron acumulándose sentimientos de enemistad hacia EE.UU. y Occidente.
Cuando asumió el poder, Obama se encontró con que dos guerras abiertas habían acarreado en aquel mundo el empeoramiento de la imagen de Estados Unidos. Pero hay más: llegó a la presidencia con la lección interiorizada de la profunda crisis económica y, como alguien señala, arrostrando los obstáculos de haber gobernado en solitario el mundo, de anteponer la fuerza a la prudencia y del encontronazo de dogmas o interpretaciones con los miedos y las tradiciones.
Coincidamos, en fin, en que Obama fue elegido en un momento tormentoso para las relaciones de EE.UU. consigo mismo y con sus valores, con su papel y su capacidad para enderezar su destino y mejorar su imagen. Y he aquí una variable para tener muy en cuenta: trocar la imagen. ¿Por qué importante? Pues porque apunta a que la esencia de la geopolítica de ese país no habrá de trasmutarse por el mero hecho de que el nuevo mandatario sea un talento en la búsqueda de consenso. Al contrario, se muestra tal precisamente en aras de conseguir lo mismo, o casi lo mismo, con otros medios, más a tono con una modernidad o postmodernidad signada por una crisis también de hegemonía.
Sí, el hecho de que el inquilino de la Casa Blanca «mencionara el Holocausto y la Nakba en la misma frase» y que «no mencionara nuestro derecho a la tierra prometida», como chillaron algunos observadores israelíes, no significa que se proponga abjurar de Tel Aviv como el socio más entrañable, el principal ariete de las apetencias gringas en el Oriente Medio. No. Aunque incluso habló sobre Hamas como organización legítima que representa a parte de la sociedad palestina, no hizo la menor referencia al cumplimiento del derecho internacional y al respeto de las resoluciones de Naciones Unidas, sino que prefirió continuar en la senda de un proceso de conversaciones que no conducirá a puerto seguro mientras Israel goce de una impunidad apuntalada por USA, claro está. En el criterio de diversos entendidos, de eso se trata, de la proclama por elipse que Obama podría haber realizado, al poner en la misma balanza a débiles y fuertes «y esperar un resultado justo cuando la parte fuerte tiene su bota militar aplastando la garganta de la parte débil».
No habrá que aplicarse tras contradicciones donde éstas saltan a la vista cual liebres perseguidas a campo traviesa por endemoniada jauría. Obama no ha proporcionado indicio alguno de que vaya a variar el papel de los Estados Unidos en el mantenimiento del conflicto para bien de los pueblos del área. De lo contrario, su administración no habría boicoteado la reciente Conferencia contra el Racismo con el argumento, como sacado del zurrón del más acendrado sofista, de que constituye muestra palmaria de antisemitismo todo esfuerzo por expresar solidaridad con los palestinos como víctimas del racismo y del colonialismo.
¿Cambio de esencia de la geopolítica imperial? Por supuesto que no, a pesar de la rispidez entre los planteamientos de la actual administración norteamericana, que apuesta a que las pláticas se sustenten en la fórmula del denominado Mapa de Ruta -con dos Estados: uno israelí y otro palestino- y en los acuerdos de la Conferencia Internacional para la Paz en el Oriente Medio celebrada en Annapolis; y la renuencia de los gobernantes sionistas al Estado de los sempiternos rivales, al respecto del cual el premier Benjamín Netanyahu se limita a hacer malabares verbales, sin emplear el malhadado término, Estado, citando en su defecto una ambigua «entidad palestina» y obviando la garantía de un pronto inicio de negociaciones.
¿El discurso de El Cairo? Inédito para un mandatario norteamericano, ya lo decíamos, pero que nadie lo crea muestra de una dislocación con Tel Aviv. Sólo que en estos procelosos instantes la paz cobra excepcional importancia para los intereses estratégicos de Washington. La paz árabe-israelí y consiguientemente el establecimiento de dos estados. ¿Logrará Obama triunfar en este relativo pulso con el buen amigo hebreo? ¿Convencerá al sionismo militante acerca de la necesidad de nuevos enfoques tácticos en un mundo que se transforma con la velocidad con que transcurre la crisis pluridimensional, inclusiva del deterioro de la hegemonía gringa y, por tanto, de la hebrea? ¿Hasta dónde podría llegar en sus anhelos, si genuinos, el señor Barack Hussein Obama?
No en vano al analizar la pieza oratoria de El Cairo un estratega del calibre de Fidel Castro declara que es temprano todavía para emitir juicios sobre el grado de comprometimiento con las ideas planteadas, y acerca de hasta qué punto el orador estará decidido a sostener el propósito de buscar un acuerdo de paz sobre bases justas, con garantías para todos los estados en el Oriente Medio. El líder de la Revolución Cubana brinda una suerte de guía metodológica a la hora del análisis, lapidario: «La mayor dificultad del actual Presidente consiste en que los principios que predica están en contradicción con la política que ha seguido la superpotencia durante siete décadas, desde que cesaron los últimos combates de la Segunda Guerra Mundial»
Y se sabe que la tradición -sobre todo una tradición imperial- pesa más, mucho más que -digamos- una lápida.