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«El pianista» de Palestina

Fuentes: CounterPunch

Cuando vi la cinta «El Pianista», premiada con el Oscar, tuve tres reacciones diferentes, incómodas. No me impresionó particularmente la película, desde un ángulo puramente artístico; me horrorizó el retrato en la película de la deshumanización de los judíos polacos y la impunidad de los ocupantes alemanes; y no pude dejar de comparar el muro […]

Cuando vi la cinta «El Pianista», premiada con el Oscar, tuve tres reacciones diferentes, incómodas. No me impresionó particularmente la película, desde un ángulo puramente artístico; me horrorizó el retrato en la película de la deshumanización de los judíos polacos y la impunidad de los ocupantes alemanes; y no pude dejar de comparar el muro del gueto de Varsovia con el ominoso muro de Israel que enjaula a 3,5 millones de palestinos en Cisjordania y Gaza en prisiones fragmentadas, descontroladas.

 

En la película, cuando soldados alemanes obligaban a músicos judíos a que tocaran para ellos en un punto de control, pensé: «es algo que los soldados israelíes no han hecho todavía a los palestinos». Hablé demasiado pronto, parece: el principal periódico de Israel, Ha’aretz informó la semana pasada que una organización de derechos humanos israelí que observaba un intimidante bloque de ruta militar cerca de Nablus pudo grabar en vídeo a soldados israelíes que obligaban a un violinista palestino a que tocara para ellos. La misma organización confirmó que abusos similares habían ocurrido meses antes en otro punto de control cerca de Jerusalén.

 

En un blanqueo típicamente israelí, el incidente fue desechado por un portavoz del ejército como poco más que «insensibilidad», sin intención malevolente de humillar a los palestinos involucrados. Y desde luego nos volvieron a servir el mantra acostumbrado de que los soldados tienen que «enfrentar una realidad compleja y peligrosa», una excusa prefabricada, para todos los usos. Me pregunto si lo mismo se diría o sería aceptado al describir la práctica original nazi ante las puertas del gueto de Varsovia en los años 40.

 

Lamentablemente, la analogía entre las dos ocupaciones ilegales no termina ahí. Muchos de los métodos de «castigo» colectivo e individual impuesto a civiles palestinos a manos de soldados israelíes jóvenes, racistas, a menudo sadistas y siempre insensibles en los cientos de puestos de control que mancillan los territorios palestinos ocupados recuerdan prácticas nazis comunes contra los judíos. Después de una visita a los territorios palestinos ocupados en 2003, Oona King, miembro judía del parlamento británico, lo atestiguó, al escribir: «Los fundadores originales del Estado judío seguramente no podían imaginar la ironía que confronta Israel en la actualidad: al escapar a las cenizas del Holocausto, han encarcelado a otro pueblo en un infierno similar en su naturaleza – aunque no en su extensión – al gueto de Varsovia».

 

Incluso Tommy Lapid, ministro de justicia de Israel y él mismo superviviente del Holocausto, provocó una tormenta política el año pasado cuando declaró a la radio Israel que una foto de una anciana palestina buscando su medicina en los escombros le recordó a su abuela que murió en Auschwitz. Además, comentó sobre la destrucción irresponsable e indiscriminada de casas, negocios y granjas palestinos en Gaza en esa época, diciendo: «Si continuamos así, seremos expulsados de Naciones Unidas y los responsables serán sometidos a juicio en La Haya».

 

Algunos de los crímenes de guerra que preocupan a gente como Lapid han sido recientemente revelados en relatos de testigos oculares de antiguos soldados, que ya no podían seguir reconciliando los valores morales que puedan haber tenido con su complicidad en la humillación, abuso y daño físico diarios de inocentes civiles. Esos crímenes se habían normalizado en sus mentes como actos aceptables, incluso necesarios, para «meter en cintura» a nativos indómitos, como una medida para mantener la «seguridad».

 

Según un informe reciente en los medios israelíes, un comandante del ejército fue acusado de golpear sin motivo alguno a palestinos en el tristemente célebre punto de control Hawwara. Es peculiar que la evidencia más irrecusable presentada en su contra haya sido una cinta de vídeo filmada por el departamento de educación del ejército. En ese episodio en particular, el oficial superior en ese bloque de ruta, al saber que un equipo de cine del ejército se encontraba cerca, y sin provocación alguna, golpeó a un palestino «rodeado por su mujer y sus niños», pegándole en la cara, e incluso «pateándolo en la parte inferior de su cuerpo», decía el informe.

 

Una reciente exposición llamada «Rompiendo el silencio» organizada en Tel Aviv por una serie de soldados israelíes conscientes que sirvieron en Hebron ocupado, mostraron en fotografías y objetos una beligerancia más seria contra palestinos indefensos. Inspirados por graffiti de colonos judíos como «árabes a las cámaras de gas»; «árabes – una raza inferior»; «derramad sangre árabe»; y, por cierto, el tan popular «muerte a los árabes», los soldados utilizaron una miríada de métodos para hacer intolerable las vidas de palestinos de la calle. Una fotografía muestra una pegatina sobre un parachoques en un coche de paso, explicando, tal vez, el objetivo final de semejante abuso: «La penitencia religiosa da fuerza para expulsar a los árabes». El director principal de la exposición describió una política particularmente espantosa de ametrallar al azar durante horas vecindarios palestinos residenciales, como Abu Sneina, con ametralladoras pesadas y lanzagranadas en respuesta a todo disparo de unas pocas balas de cualquier casa contra las colonias judías dentro de la ciudad.

 

Los horrores de Hebron palidecen, sin embargo, en comparación con lo que unidades del ejército israelí han hecho en Gaza. En una entrevista inquietante con Ha’aretz en noviembre del año pasado, por ejemplo, Liran Ron Furer, sargento primero (reserva) del ejército israelí y graduado de una escuela de arte, describió la transformación gradual de cada soldado hasta llegar a ser un «animal» cuando actúa en un bloque de ruta, no importa en qué valores haya creído al llegar. Desde su perspectiva, esos soldados se infectan con lo que llama «síndrome de punto de control», un ejemplo manifiesto del cual es actuar violentamente hacia palestinos de «la manera más primitiva e impulsiva, sin temor a ser castigado». «En el punto de control», explica, «los jóvenes tienen la oportunidad de ser amos y el uso de la fuerza y la violencia se hace legítimo».

 

Furer cita cómo sus colegas humillaron y golpearon implacablemente a un enano palestino sólo por diversión; cómo se sacaron una «foto de recuerdo» con civiles atados y ensangrentados, a los que habían azotado; cómo un soldado orinó sobre la cabeza de un palestino porque «tuvo el descaro de sonreír» a un soldado; cómo obligaron a otro palestino a ponerse sobre pies y manos y ladrar como un perro; y cómo otro soldado pidió cigarrillos a palestinos y cuando se negaron «le quebró la mano a uno» y «acuchilló sus neumáticos».

 

El más horrendo de todos los incidentes fue su propia confesión personal. «Corrí hacia [un grupo de palestinos] y golpeé a un árabe directamente en la cara», admitió». «Le corría la sangre del labio hacia su mentón. Lo llevé detrás del jeep y lo tiré al interior. Sus rodillas golpearon contra el baúl y cayó adentro». Luego describe en detalles horripilantes cómo él y sus compañeros pisaron sobre el cautivo fuertemente esposado, llamado «el árabe»; cómo lo golpearon hasta que «estaba sangrando y formando una especie de charco de sangre y saliva»; cómo «lo agarré por el pelo y di vuelta su cabeza a un lado», hasta que gritó fuerte, y cómo los soldados entonces «lo pisaron más y más duro sobre su espalda», para que se dejara de gritar.

 

Furer revela luego que el comandante de la compañía los alentó: «¡Buen trabajo, tigres!». Después llevaron a su víctima a su campo, y continuaron con el abuso de diferentes maneras. «Todos los demás soldados estaban esperando allí para ver lo que habíamos cazado. Cuando llegamos con el jeep, silbaron y aplaudieron como locos». Uno de los soldados, dijo Furer, «se le acercó y lo pateó en el estómago. El árabe se dobló y gruñó, y todos nos reímos. Era divertido… Lo pateé bien duro en el trasero y voló hacia adelante, tal como lo esperaba. Gritaron y se rieron… y me sentí feliz. Nuestro árabe era sólo un muchacho atrasado mental de 16 años».

 

Por salvaje que sea, el abuso en los puntos de control no es especial en ningún sentido. Se ajusta perfectamente al cuadro general en el que se ve a los palestinos como sólo relativamente humanos que no tienen derecho a la dignidad y el respeto que merecen los humanos a parte entera. En el clímax de la masiva reocupación de ciudades palestinas por Israel en 2002, por ejemplo, soldados utilizaron sus cuchillos para grabar la estrella de David sobre los brazos de una serie de hombres y adolescentes palestinos detenidos. Las horribles fotos de las víctimas fueron primero mostradas en canales árabes de televisión y más tarde expuestas en Internet.

 

El mismo año, en el campo de refugiados al-Amari, durante una redada masiva de hombres, adolescentes y ancianos palestinos, los soldados israelíes inscribieron números de identificación «sobre las frentes y los antebrazos de detenidos palestinos que esperaban a ser interrogados». El difunto líder palestino Yasir Arafat comparó el acto con las conocidas prácticas nazis en los campos de concentración. Tommy Lapid se enfureció y dijo: «Como refugiado del Holocausto considero que un acto semejante es inaguantable». Sin embargo, Raanan Gissin, portavoz del primer ministro israelí Ariel Sharon, se preocupó sólo de que podría perjudicarse la imagen de Israel: «evidentemente está en conflicto con el deseo de presentar un mensaje de relaciones públicas», declaró a la Radio del Ejército de Israel. Repitiendo esa línea, los medios dominantes en Israel, también, estuvieron demasiado preocupados del «desastre de relaciones públicas» como para expresar algún tipo de repugnancia o protesta ante la inmoralidad del acto y la ironía de todo el asunto.

 

Yoram Peri, profesor de política y medios en la Universidad Tel Aviv, ve las relaciones públicas como «un tema fundamental en la vida israelí». «No pensamos que hacemos algo mal» aclara en una entrevista con el Guardian, «sino que pensamos que nos explicamos mal y que los medios internacionales son antisemitas». Obsesionados por cómo se ve a Israel en lugar de lo que hace en realidad, los israelíes, según Peri, están preocupados sobre todo de que «no nos explicamos bien. Cuando discutimos las horribles cosas que ocurren en Cisjordania, no hablamos del tema sino de cómo será visto».

 

Reconociendo este cinismo, la apatía y la anuencia prevalecientes entre la mayoría de los israelíes en la criminal opresión de los palestinos, la ex miembro del Knesset [parlamento israelí] Shulamit Aloni declaró en una reciente entrevista con la publicación irlandesa the Handstand que «una insensibilidad brutal» estaba amenazando una desintegración moral de la sociedad israelí. Refiriéndose a los alemanes durante el régimen nazi, agregó: «Estoy comenzando a comprender por qué toda una nación pudo decir: ‘No lo sabíamos'».

 

Me pregunto cuándo llegará el momento en el que un glamoroso director premiado se enfrente a tácticas predecibles de terror e intimidación intelectual para denunciar el venenoso cóctel israelí de racismo e impunidad haciendo una versión palestina de «El Pianista».

 

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Omar Barghouti es un analista político palestino independiente. Su artículo: «9.11 Putting the Moment on Human Terms» fue escogido entre «Lo mejor de 2002» por el Guardian. Su correo es: [email protected]

CounterPunch, 29 de noviembre de 2004
Traducido para Rebelión por Germán Leyens
http://www.counterpunch.org/barghouti11292004.html