Traducido del inglés para Rebelión por J. M.
Embajada de los Estados Unidos en Tel Aviv CC BY 2.0
Dos años de Donald Trump y Benjamin Netanyahu como equipo de pacificación en Oriente Medio parecen tener un efecto transformador y de una manera que no complacerá a ninguno de ellos.
El público estadounidense ahora está dividido a partes iguales entre quienes desean una solución de dos estados y quienes prefieren un solo Estado compartido por israelíes y palestinos, según una encuesta publicada la semana pasada por la Universidad de Maryland.
Y si un Estado palestino está fuera de la mesa -como concluyen un número creciente de analistas de la región dada la intransigencia de Israel y el aplazamiento interminable del plan de paz de Trump- el apoyo a un Estado aumenta considerablemente a casi dos tercios de los estadounidenses.
Pero el señor Netanyahu no puede consolarse con la idea de que los estadounidenses comunes comparten la visión de un solo Estado del Gran Israel. Los encuestados exigen una solución de un solo Estado que garantice la igualdad de derechos de israelíes y palestinos.
En contraste, solo el 17 por ciento de los estadounidenses que expresan una opinión (presumiblemente evangélicos cristianos y judíos defensores de la línea dura de Israel) prefieren el enfoque de los partidos gobernantes de Israel: ya sea para continuar la ocupación o para anexar áreas palestinas sin ofrecer a los habitantes la ciudadanía.
Todo esto está ocurriendo a pesar de que los políticos de los Estados Unidos y los medios de comunicación no expresan apoyo para una solución de un solo Estado. De hecho, todo lo contrario.
El movimiento para el boicot a Israel, conocido como BDS, está creciendo en los campus de los Estados Unidos, pero es vilipendiado por los funcionarios de Washington, quienes afirman que su objetivo es acabar con Israel como un Estado judío al crear un Estado único, en el que todos los habitantes serían iguales. El Congreso de los Estados Unidos incluso está considerando una legislación para prohibir el boicot al activismo.
Y el mes pasado CNN despidió a su comentarista Marc Lamont Hill por dar un discurso en las Naciones Unidas que aboga por una solución de un solo Estado, una posición respaldada por el 35 por ciento de la población estadounidense.
Hay razones para suponer que, con el tiempo, estas cifras oscilarán aún más en contra de los planes del Gran Israel de Netanyahu y en contra de las afirmaciones de Washington de ser un intermediario honesto.
Entre los estadounidenses más jóvenes, el apoyo para un Estado único trepa al 42 por ciento. Eso hace que sea de lejos el resultado más popular entre este grupo de edad para un acuerdo de paz en Oriente Medio.
En otro indicio de cuán lejos se encuentra Washington del público estadounidense, el 40 por ciento de los encuestados quiere que los EE.UU. impongan sanciones para impedir que Israel expanda sus asentamientos en el territorio palestino. En resumen, vuelcan la penalización más severa en la plataforma BDS.
¿Y quién es el principal culpable de la falta de respuesta de Washington? Alrededor del 38 por ciento dice que Israel tiene «demasiada influencia» en la política estadounidense. Ese es un punto de vista cuasi reflexivo citado por los lobbistas israelíes como evidencia de antisemitismo. Y, sin embargo, una proporción similar de los judíos de los Estados Unidos comparten preocupaciones sobre la intromisión de Israel en su política.
En parte, los resultados de la encuesta deben entenderse como una reacción lógica al proceso de paz de Oslo. Respaldado por los EE.UU. durante el último cuarto de siglo, no ha producido ningún beneficio para los palestinos. La dilatación de una solución tiene más propósitos. Las interminables conversaciones de Oslo sobre dos estados han proporcionado a Israel una coartada para apoderarse de más tierras palestinas para sus colonias ilegales.
Al amparo de un «consenso» de Oslo, Israel ha transferido a un número cada vez mayor de judíos a los territorios ocupados, lo que hace casi imposible una resolución pacífica del conflicto. Según el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional de 1998, esto es un crimen de guerra.
Fatou Bensouda, la fiscal jefe de la Corte en La Haya, advirtió este mes de que estaba a punto de terminar una necesaria investigación preliminar antes de que pueda decidir si investigará a Israel por crímenes de guerra, incluidas las colonias.
Sin embargo, la realidad es que la CPI ha estado postergando la investigación para evitar llegar a una decisión que inevitablemente provocaría una reacción violenta de la Casa Blanca. Sin embargo, los hechos están a la vista.
La lógica de Israel, y la prueba de que está violando gravemente el derecho internacional, se mostraron plenamente esta semana. El ejército israelí cerró Ramallah, la capital verdadera y supuestamente autónoma de la Palestina ocupada, como «castigo» después de que dos soldados israelíes fueran asesinados a tiros en las afueras de la ciudad.
El gobierno de Netanyahu también aprobó otro derroche de construcción de colonias, una vez más supuestamente en «represalia» por un reciente aumento de los ataques palestinos. Pero Israel y sus aliados occidentales saben muy bien que las colonias y la violencia palestina están intrínsecamente vinculados. Una cosa lleva a la otra.
Los palestinos directamente vivencian el acaparamiento de tierras de los asentamientos como violencia autorizada por el Estado israelí. Sus comunidades están cada vez más cerradas, sus movimientos son más estrictos para mantener los privilegios de los colonos.
Si los palestinos se resisten a tales restricciones o a su propio desplazamiento, si hacen valer sus derechos y su dignidad, los enfrentamientos con soldados o colonos son inevitables. La violencia está incorporada en el proyecto de asentamiento de Israel.
Israel ha construido un sistema perfecto de autocomplacencia en los territorios ocupados. Inflige crímenes de guerra a los palestinos, que luego atacan débilmente, justificando aún más crímenes de guerra israelíes mientras Israel ostenta su condición de víctima, todo volcado hacia una banda sonora de consuelo occidental.
La hipocresía se está volviendo cada vez más difícil de ocultar y la disonancia cognitiva cada vez más difícil para los públicos occidentales. En el propio Israel, el racismo institucionalizado contra la gran minoría de ciudadanos palestinos del país, una quinta parte de la población, está siendo arraigado a plena vista.
La semana pasada Natalie Portman, una actriz estadounidense-israelí, expresó su disgusto por lo que denominó la Ley Básica «racista» de Estado-nación, una legislación aprobada en el verano que clasifica formalmente a la población palestina de Israel como inferior.
Yair Netanyahu, el hijo mayor del primer ministro, expresó un sentimiento muy popular en Israel la semana pasada cuando escribió en Facebook que deseaba que «todos los musulmanes [sic] abandonasen la tierra de Israel». Se refería al Gran Israel, un área territorial que no distingue entre Israel y los territorios ocupados.
De hecho, las políticas de Israel de estilo Jim Crow -segregación del tipo que alguna vez se infligió a los afroamericanos en los Estados Unidos- se están volviendo cada vez más abiertas. El mes pasado, la ciudad judía de Afula prohibió a los ciudadanos palestinos ingresar a su parque público principal al tiempo que prometió «preservar su carácter judío». La semana pasada un caso judicial mostró que una importante empresa de construcción israelí ha bloqueado sistemáticamente a los ciudadanos palestinos de comprar casas cerca de los judíos. Y el Parlamento está ampliando una ley para evitar que los ciudadanos palestinos vivan en la mayor parte de las tierras de Israel.
Un proyecto de ley para revertir esta tendencia, comprometiendo a Israel a otorgar «derechos políticos iguales para todos sus ciudadanos», fue retirado del Parlamento la semana pasada por una abrumadora mayoría de legisladores.
Los estadounidenses, al igual que otros occidentales, están despertando a esta fea realidad. Un número cada vez mayor comprende que es hora de un nuevo modelo de Estado único, uno que ponga fin al trato superior y diferenciado que Israel da a los judíos a diferencia del otorgado a los palestinos, e implementar en su lugar uno que ofrezca libertad e igualdad para todos.
Una versión de este artículo apareció por primera vez en el National, Abu Dhabi.
Jonathan Cook es un periodista independiente que reside en Nazaret.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión.org como fuente de la traducción.