En 1939 Europa se debatía en una profunda crisis. El fascismo se alzaba amenazante por todas partes y se presentía la inminencia de una nueva guerra. Un oscuro profesor de liceo de provincias se reunía en los cafés de Montparnasse con sus amigos, todos ellos dominados por un intenso abatimiento y sumamente escépticos ante el […]
En 1939 Europa se debatía en una profunda crisis. El fascismo se alzaba amenazante por todas partes y se presentía la inminencia de una nueva guerra. Un oscuro profesor de liceo de provincias se reunía en los cafés de Montparnasse con sus amigos, todos ellos dominados por un intenso abatimiento y sumamente escépticos ante el desarrollo de la situación política. Durante la guerra cambiaron su amparo a los establecimientos de Saint Germain: el Café de Flore y el Deux Magots. Jean Paul Sartre se refugiaba para escribir en esos bares buscando la calefacción que los rigores de la guerra le impedían mantener en su domicilio.
Tras el conflicto mundial Sartre, que había publicado en 1938 una novela de un pesimismo desconsolado, «La nausea», comenzaba a ser admirado como el nuevo maestro cuyo desánimo y apatía eran la tónica en una sociedad que se reconstruía tras los años del desastre bélico. Una nueva estética surgía en Francia con el culto al arte negro, el jazz, la angustia existencial, la subversión de las costumbres, la rebelión del idioma, la demolición del ceremonial burgués. Las canciones de Juliette Greco y los poemas de Prevert estaban a la moda. La revista «Les temps modernes», fundada por Sartre en 1945, era de rigurosa lectura en los medios culturales.
Sartre atizó su notoriedad de nuevo guía espiritual con una serie de obras de teatro que tuvieron un éxito considerable: «Las moscas», «A puerta cerrada», «La ramera respetuosa» y «Las manos sucias» fueron sucediéndose mientras promovían a su autor a la mayor nombradía. A la vez apoyaba su obra intelectual con un sistema de pensamiento, el existencialismo, fundamentado en obras como «El ser y la nada», de 1943. Sartre pretendía que la existencia precede a la esencia. El ser humano acontece, como tal, actuando. De ahí pasó a la responsabilidad social y a los valores de una ética de los hechos. Quizás su filosofía fue anticipada, involuntariamente, en unos versos de Antonio Machado: «caminante no hay camino / se hace camino al andar».
Sartre se había criado, por ser huérfano de padre, en casa de su abuelo paterno, Karl Schweitzer, profesor de alemán en La Sorbona. Realizó estudios en Berlín y esa influencia alemana se hizo sentir en su pensamiento. La fenomenología de Husserl y la obra de Heidegger pesaron mucho en su concepción del existencialismo. Sartre también escribió novelas y los tomos de «Los caminos de la libertad» tuvieron tanto éxito como sus obras teatrales. Dedicó imprescindibles estudios literarios a la obra de Jean Genet, Baudelaire y Flaubert.
En 1954 visitó la Unión Soviética y elogió el sistema de socialismo ruso, pero dos años más tarde la intervención en Hungría le provocó a escribir un largo ensayo «El fantasma de Stalin» donde criticó los excesos absolutistas del experimento ruso y se distanció de la URSS, a la vez criticó la docilidad del Partido Comunista francés a sus colegas de Moscú.
En 1960 visitó Cuba y escribió un libro sobre esa experiencia: «Huracán sobre el azúcar». En 1964 le fue concedido el Premio Nobel que rechazó alegando que los escritores que permiten que se les erija estatuas mientras viven serán olvidados tras su muerte. Cuando ocurrió la insurrección de mayo de 1968, en París, se lanzó a la calle junto a los estudiantes que querían derribar al sistema. Fue uno de los mentores de la rebelión y a un Ministro que quería prenderlo, De Gaulle le replicó, con su habitual sentido histórico: «ni siquiera a Luis XVI se le ocurrió encarcelar a Voltaire»
Siendo niño Sartre solía ir con su madre a jugar al parque del Luxemburgo. Su estrabismo y extremada fealdad le distanciaba de los demás, que le rechazaban por su imperfección física. Tras las constantes frustraciones decidió no volver al parque, escenario de sus rechazos y se refugió en la lectura. Más tarde confesó que las palabras habían sido el lenitivo que le permitió atravesar esa etapa sombría. Con Simone de Beauvoir, su compañera de toda una vida, mantuvo una relación abierta. Fue notablemente aficionado a las artes del amor. En una época consumió drogas para estimular su trabajo intelectual. También se sumió en el alcoholismo en ciertos períodos. Fue un empedernido fumador de «Boyardos», una de las marcas de cigarrillos más fuertes.
El 21 de junio de conmemora el primer centenario de su nacimiento. Sartre amaba la vida –y así lo dejó plasmado en sus notas de viaje y en las memorias de la Beauvoir-pese a su negativismo escéptico y a su destructiva teoría de la nulidad de la existencia. Para él la muerte venía en oleadas, con una sucesión de privaciones y una inhabilidad creciente. Su memoria ha quedado impresa de manera indeleble en el lapso histórico que terminó, que algunos no han vacilado en nombrar como el siglo de Sartre.