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El vertido de fuel en Ibiza y la metáfora del buque «Clara Campoamor»

Fuentes: Rebelión

Lo he visto todos y cada uno de los días en que he estado en Ibiza. Desde las primeras horas hasta la noche, iluminado entonces, vigilante siempre y vigilado amorosamente desde su casa por mi anfitriona, el buque de salvamento marítimo del Ministerio de Fomento «Clara Campoamor» ha formado parte inseparable de mi retina. Pinos […]

Lo he visto todos y cada uno de los días en que he estado en Ibiza. Desde las primeras horas hasta la noche, iluminado entonces, vigilante siempre y vigilado amorosamente desde su casa por mi anfitriona, el buque de salvamento marítimo del Ministerio de Fomento «Clara Campoamor» ha formado parte inseparable de mi retina.
Pinos tras las paredes blancas, el mar después, un par de rocas grandes y por allá el buque en aparente calma. No había momento en que saliéramos a la terraza sin observarlo, sin preguntarnos en silencio qué estaría sacando, sobre el reguero negro que aún pudiera permanecer bajos las aguas o si sería verdad que el óxido de baterías podridas algún día podría llegar a las playas.
En realidad, sólo se percibe, de lejos, su silueta enhiesta y acerada y no más que se intuye lo que hace. Pero al pasear cada mañana por Talamanca la brigada enfundada en plásticos blancos y muchas veces con máscaras recuerda sin confusión de lo que se trata. Y el propio olor feo, los barriles, las puntitas negras entre la arena blanca y los sospechosos fardos sobre el agua delatan sin disimulo lo que ha pasado y por qué «La Clara» es ya una pieza más del horizonte que abriga la bocana del puerto.
Recordando al buque, no he podido dejar de pensar en la metáfora de su nombre, que evoca a una de las personalidades, no por casualidad mujer, más lúcidas y valientes de la Segunda República.
Como es bien sabido, fue ella, casi sola, la que defendió el derecho al voto de las mujeres frente a tantas otras políticas y políticos de izquierdas que lo negaban con la pérfida argumentación de que sería un voto de derechas.
Su posición política en relación con el voto femenino (su «pecado mortal» como ella misma escribió en el título de unos de sus libros) es una expresión paradigmática de la coherencia convertida en impulso e inteligencia moral y siempre vi en ella uno de los mejores ejemplos de que la política no tiene por qué estar reñida con la fidelidad a principios que por su propia definición (como el del derecho al voto) no pueden cuartearse.
Combatir la degradación ambiental acelerada de nuestra época requiere muchos instrumentos: voluntad, técnicos, medios materiales, dinero público y privado… Pero me parece que, sin lugar a dudas, lo que principalmente se necesita es el compromiso efectivo con un principio ético del cuidado y con un imperativo moral de conservación de la Tierra que nuestra civilización no ha desarrollado, al menos, de forma suficiente.
Los adversarios de izquierdas de Clara Campoamor que creían que si votaban las mujeres no recibirían sus votos se dejaban llevar por un sentido fragmentario y retributivo de los derechos y eludían la responsabilidad de ciudadanía que obligaba a dar la voz a quienes tenían derecho a ella, con independencia de lo que quisieran expresar luego con su voto.
No eran coherentes. Razonaban y decidían a partir de una especie de moral flexible, de una ética móvil que se establece en cada momento allí donde mejor conviene.
Y algo parecido ocurre cuando hoy día todo el mundo habla de ecología, de sostenibilidad o de responsabilidad ambiental a partir de principios fragmentados o con una evidente falta de coherencia entre los fines aparentemente perseguidos y los medios dispuestos para alcanzarlos.
Lo mismo que reconocer el voto a las mujeres podía suponer que muchas de ellas decidieran libremente no votar a quienes se lo habían otorgado, y a pesar de ello había que defender su derecho, la lucha coherente contra la destrucción del medio ambiente implica tomar decisiones que son costosas para quien las adopta.
Lo que estamos comprobando día a día es que no se puede ni siquiera aliviar el destrozo del planeta mientras no se imponga algún tipo de límite a la búsqueda ansiosa de ganancia, mientras que las minorías satisfechas, como las llamaba John Kenneth Galbraith, no estén dispuestas a renunciar a tener más y más riqueza y privilegios cada día.
Nos guste o no, es imposible combinar una ética del cuidado de la especie y de la tierra, una moral como la que nos obliga a conservar lo que nos ha sido dado para que nosotros los demos a su vez a otros en las mismas condiciones, con la libertad sin límites para explotar el planeta, con el no exigir responsabilidades, con el rechazo a limitar nuestro crecimiento, con la lógica amoral (por no decir predominantemente inmoral) del mercado capitalista.
Es sencillamente estúpido creer que de verdad se puede remediar el deterioro ecológico sin hacer nada a cambio o, mucho peor, convirtiendo la lucha contra la contaminación o el cambio climático en un negocio más o en un simple recurso publicitario de las empresas.
El patriotismo planetario que hoy días es cada vez más imprescindible requiere coherencia y una conformidad muy estricta con otro modo de pensar y hacer, de invertir, de producir y de gastar que se ha de basar en principios que nada tienen que ver con el mercado porque en lugar de concebirse para el intercambio han de serlo para la satisfacción general garantizada y para la supervivencia cierta de las especies.
Años antes de morir en el exilio, porque la dictadura le impidió siempre el regreso a su patria, Clara Campoamor le decía en una carta a la traductora Consuelo Bergés que se sentía una «exiliada descontenta que navega en las añoranzas» y también ahí aparece otra metáfora, aunque ésta fatídica.
Las aguas por las que ahora navega el buque que lleva su nombre están llenas así mismo de añoranzas, de pérdidas y privaciones. El Mediterráneo está herido. El planeta empieza a no ser lo que era. Los colores de la tierra parecen ya otros, las aguas están sucias y ni siquiera el impoluto blanco de las nieves que habíamos llamado ilusamente eternas permanece intacto, los mares, a los que solo de petróleo se vierten más de tres millones de toneladas cada año, comienzan a tener sus fondos desiertos. En el planeta azul dos de cada cinco personas no tienen agua suficiente para vivir, un niño muere cada 15 segundos por carecer de ella o por consumirla contaminada y el 50 por ciento de la población de los países en vías de desarrollo se abastece de fuentes contaminadas.
Los gobiernos deben hacer mucho más que recurrir a metáforas pero el testimonio de Campoamor, al menos, nos recuerda lo importantes que son la osadía, la coherencia y marchar contra corriente a toda costa.

Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada de la universidad de Málaga (España). Su web personal: www.juantorreslopez.com