En Japón se ha acordado que los funcionarios y hombres de negocios no usen chaquetas ni corbatas este verano. Se trata de ayudar a reducir los niveles de calentamiento del planeta y ayudar al respeto del Protocolo de Kyoto, que aconseja limitar ciertas emisiones de gases que contribuyen a elevar la temperatura de la Tierra. […]
En Japón se ha acordado que los funcionarios y hombres de negocios no usen chaquetas ni corbatas este verano. Se trata de ayudar a reducir los niveles de calentamiento del planeta y ayudar al respeto del Protocolo de Kyoto, que aconseja limitar ciertas emisiones de gases que contribuyen a elevar la temperatura de la Tierra. Según informa el New York Times en aquél país la vestimenta constituye una rígida frontera de clases y se considera que quien lleve corbata es una persona próspera que pertenece con legitimidad al ámbito social y quien no la lleve es un desempleado o un marginal.
El vestuario siempre ha sido un indicador de rango y categoría. Al vestirse cada ser humano sigue tres principios: el de la seducción: intenta fascinar al prójimo; el utilitarista: protegerse según las circunstancias; el de la ubicación de jerarquías: se advierte a los demás de nuestro lugar en la escala social. Por ello los mandarines chinos usaban larguísimas uñas; querían subrayar así que no trabajaban con las manos, eran hombres de pensamiento, de dirección. El mismo objetivo servían las gorgueras y los puños de encaje blanco que llevaba la aristocracia en el siglo dieciséis. Durante la revolución inglesa, encabezada por Cromwell, los parlamentarios se distinguían por la brevedad de su corte de pelo opuesto a las largas melenas ondeadas de los monárquicos.
La austera casaca de Mao Tse-tung sirvió de uniforme, durante un decenio, a los insurgentes de todo el mundo. La desnuda guerrera de Stalin fue una divisa de los sacrificios del pueblo ruso durante su Guerra Patria. Las tiaras refulgentes de diamantes de Evita Perón eran el distintivo de la reivindicación de los descamisados. El sombrero de Zapata fue la encarnación de las aspiraciones de los agraristas. Los bonetes de Jacqueline Kennedy fueron la alegoría de una nueva generación elegante y dinámica que llegaba al poder. El uniforme guerrillero de Fidel Castro ha sido uno de los emblemas de una revolución de los humildes.
Los poderosos se han servido del vestuario para proclamar su superioridad. Luis XIV usaba casacas de satín con bordados de oro y encajes y el enorme costo de su vestuario, que pocos podían sufragar, era una declaración de su rango eminente. El mismo fin de alcanzar prominencia tiene los tacones altos, los sombreros pomposos y las condecoraciones y uniformes de gran ostentación. Los aristócratas siempre han usado la seda y el terciopelo, materias que, por su alto costo, solamente eran accesibles a los encumbrados. El que estaba destinado al privilegio y la distinción podía usar calzados de raso porque con ello demostraba que no empolvaba jamás sus pies.
Las grandes damas empleaban en Versalles enaguas de hilo, basquiñas de filigrana, corsé de popelina y grandes faldas de raso para estar a la altura de la reina que gastaba fortunas en vestirse con evidente desprecio del hambre del pueblo y desesperación del ministro de finanzas, Colbert. El derroche fastuoso que caracterizaba a Maria Antonieta, y su evidente desdén por la miseria de su pueblo, fueron en gran medida, causantes de las duras represalias que las llevaron a la guillotina a ella y a su marido, el incompetente Luis XVI.
En Roma el color púrpura estaba reservado exclusivamente para las togas del emperador. Los damascos y los brocados se introdujeron en Occidente tras las Cruzadas por los combatientes que importaron del Oriente los opulentos tejidos. Con ello anunciaban que sus usuarios habían sido guerreros en la reconquista de los lugares sagrados. Los altos cuellos alambrados que usaba la reina Isabel I, recargados de piedras preciosas, perlas y encajes, eran una manifestación pública de su ambición de dominar el mundo mediante una poderosas flota de guerra. Las pelucas sirvieron como advertencia de rango en el siglo XVII. Las numerosas faldas de crinolina que usaban las damas en la era victoriana fueron una declaración de prosperidad y categoría.
Los derroches de la moda han dado lugar al nacimiento de una industria de la vanidad. Firmas como Versace, Armani, Boss, Dolce & Gabbana, Cerrutti, Gucci, Valentino y Calvin Klein compiten por dar a conocer sus modelos. La publicidad que generan vale miles de millones. Joyeros como Harry Winston o Tiffany diseñan deslumbrantes broches y collares con diamantes, rubíes y esmeraldas. Un verdadero ejército de secretarios sociales, sastres, peluqueros (o estilistas, como se les llama ahora), manicuras, cocineros, músicos y coristas se movilizan en torno al esplendor de los poderosos.
Así, en todos los tiempos, en todas regiones del mundo, la vestimenta de alta calidad ha sido una muestra de engreimiento y vanagloria, una forma de diferenciarse del pueblo modesto y trabajador, un recurso para desplegar una jactanciosa presunción. Pero el hecho esencial de nuestra época es que cinco mil millones de personas amanecen cada día con hambre, ruina, penuria y desesperación.