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Conferencia pronunciada en el XI aniversario de Habana Radio el pasado 28 de enero

Emerge poderosa con su esperanza intacta, la Cuba histórica inmortal

Fuentes: Cubarte

 Distinguidas amigas y amigos, queridos invitados: Me alegro mucho de que el onceno aniversario de Habana Radio coincida con el 28 de enero, un día tan memorable y tan importante, y con la reunión en La Habana de este grupo de cubanos venidos de los más apartados rincones del mundo. Ellos han contribuido notablemente a […]

 Distinguidas amigas y amigos, queridos invitados:

Me alegro mucho de que el onceno aniversario de Habana Radio coincida con el 28 de enero, un día tan memorable y tan importante, y con la reunión en La Habana de este grupo de cubanos venidos de los más apartados rincones del mundo. Ellos han contribuido notablemente a extender con sus costumbres, con sus propias tradiciones, con su sentido de la vida, eso que llamamos la cubanía, y que es más importante y abarcadora que un término precedente: la cubanidad. La cubanía, más intensa, algo que no puede borrarse, es como una impronta que llevamos en nuestro corazón y nos permite reproducir en cada lugar, a veces en ámbitos inhóspitos, el carácter, la tradición, la vida misma de nuestra tierra.

Como el tiempo pasa tan rápido, me parece recordar aquel aniversario del nacimiento de José Martí en 1953. Éramos muy jóvenes, niños, pero nos impresionaron los acontecimientos del año en que se celebraba el natalicio del Apóstol. Igualmente recuerdo los festejos por el primer cincuentenario de la República de Cuba. Y estas conmemoraciones y evocaciones traían como consecuencia un hito en el camino de la nación, que muy pronto tomaría caracteres muy diferentes de los que la propia sociedad constituida pudo jamás imaginar.

Fruto de esos acontecimientos, choque de huracanes en el Caribe, somos todos nosotros. Somos hijos de una pertenencia que no está definida por la sola condición de haber nacido en la Isla. No se trata del ridículo amor a la aldea del que hablaba Martí. Se trata de algo más importante.

Si bien el cubano nace, es cierto que también el cubano se hace, o sencillamente se disuelve en el tiempo si pierde las cualidades esenciales que lo caracterizan: la cortesía, la hospitalidad, la sencillez, la grandilocuencia, la búsqueda de lo magnífico, de lo magno, de lo extraordinario, que tantas veces ha sido invocado en caracterizaciones propias del teatro vernáculo.

Sin embargo, en trajines y andares muy serios estuvo el hombre cuya memoria evocamos hoy. Nacido cerca de aquí, en la calle de Paula -hoy Leonor Pérez-, José Martí fue llamado con justicia, por los cubanos en la diáspora -que era entonces verdadero y real exilio-, Apóstol, que quiere decir ‘el que lleva un mensaje’, el que es capaz de trasmitir un sentimiento, el que es capaz de encender en los demás ese fuego carismático, ese fuego que ardió sobre las cabezas y que los griegos consideraban carisma.

Fue Martí en grado sumo hombre de carisma porque fue hombre de palabra. Y en Cuba la palabra escrita, que ha sido importante, que ha dejado una impronta universal y ha levantado los ingenios nacionales a muy altos reconocimientos, no puede, de ninguna forma, obviar ni poner a un lado la importancia de la palabra viva. Es más, todo se sabe en Cuba antes de que se publique, porque la palabra tiene rápidamente un papel multiplicador. Solo pocos secretos se guardaron; algunos fueron secretos a voces y uno solo merece esa absoluta connotación.

Cuando recuerdo papeles de la historia de Cuba, me detengo siempre reverente en el campo de El Cacahual, que es uno de los monumentos más hermosos, donde se encuentra el de los Pérez, aquellos familiares de uno de los libertadores que recibieron el dramático encargo de ocultar para siempre, hasta una Cuba futura y libre, los restos mortales de Antonio Maceo y de Francisco Gómez Toro. Ese secreto no fue traicionado. De haberlo sido, habría ocurrido una catástrofe, pues gobernaba a Cuba un espurio tirano -cuyo nombre no puede macular esta noche-, y habrían hallado la tumba, habrían sacado los cuerpos y los habrían quemado seguramente en una calle de La Habana, en una plaza, quizás en la Plaza de la Catedral, como antes ocurrió con el cuerpo de Ignacio Agramonte en Camagüey. Pero afortunadamente la preservación del secreto conservó intacta la memoria hasta hoy de una virtud. Muchos que han asistido a la Conferencia me lo han dicho: están en pos del secreto, y el secreto verdadero es la conferencia misma, es haber estado aquí.

Muchos se preguntaban también, y le preguntaban a Martí, cuáles eran los estatutos secretos del Partido. Esos estatutos secretos eran quizás la convicción íntima del Apóstol de hacer y llevar adelante un proceso que sólo él pudo ver anticipadamente como nadie en su tiempo pudo hacerlo ni dimensionarlo, al menos para Cuba y para el continente americano.

Sin restar valor a los padres fundadores que hoy están todos reunidos, rodeados del lado místico que cada pueblo les ha atribuido en nuestro continente, y más cuando estamos en un período de bicentenario, no me sentiría faltando a la verdad al decir que José Martí fue como el más importante resumen de todos ellos. Lo fue porque tuvo un pensamiento articulado capaz de volar en todas direcciones.

Un amigo que en cierto momento ve turbada la amistad por lo que considera una injusticia de parte del orador y del organizador político, escribe, no obstante, años después: «Subía y bajaba escaleras como quien no tenía pulmones. […]. Tenía el ansia de conquistar y sufría por ello muchas decepciones». También afirma: «Grande y vario era su talento». Y es verdad: su talento amplísimo lo llevó a ponderar con justicia todos los elementos de la historia de nuestro país y se propuso, en el escaso y breve tiempo de su vida, 42 años, no dejar un solo cabo suelto de las grandes verdades indispensables para las generaciones futuras.

En su entorno ocurrió lo que los cubanos suelen llamar una olla de grillos. Esa olla de grillos lejos de Cuba apenas pudieron apaciguarla su palabra persuasiva y su andar constante. Sin embargo, mágicamente logró una unidad mínima, que arrastró en torno a su palabra y a su proyecto aun a aquellos que lo admiraban con rabia. De tales empeños dan fe su periódico Patria y el partido que se anticipó a su tiempo creando una dirección política para dirigir la lucha de liberación de un pueblo. Su visión de que la causa de Cuba era una causa americana y que al mismo tiempo era una causa de las islas, de las grandes Antillas donde se unían, con poderosa convergencia, los pensamientos de Eugenio María de Hostos, de Juan Pablo Duarte, de Ramón Emeterio Betances, y también el de los propios padres fundadores de nuestra utopía democrática.

Se propuso solucionar los grandes diferendos entre los cubanos; se inclinó para analizar sin ira el infortunio del poeta Juan Clemente Zenea, y con palabras hermosas define la actuación del hombre que no puede entender lo que ocurre en la patria porque vive expatriado de ella. Analiza el drama de Guáimaro, en el cual la anticipación por fundar los lleva a limitar la capacidad creadora de la Revolución que debía ser considerada siempre una fuente de derecho, legislar en cada momento lo que fuese necesario. Por eso trata de resolver, y lo logra, en su elogio magnífico de Céspedes y de Agramonte, lo que otros han tratado de solucionar por caminos extraviados. Él aprecia en cada uno el valor que le corresponde: en uno, el hombre de mármol, el anticipador poderoso, el de trágicas lecturas, el de bastón de carey y puño de oro, capaz en un gesto generoso de renunciar a todo para fundar una Patria; en el otro, la generación nueva que surge con su propia visión del mundo, que trata de anticipar también el tiempo que le tocó vivir, y finalmente, como prueba inexorable del acierto y de la consecuencia de ambos, un peñón en un lugar de la Sierra Maestra llamado San Lorenzo, 27 de febrero de 1874, y una insólita llanura en Camagüey, Jimaguayú, donde el otro, el Sucre de esta historia, muere el 11 de abril de 1873. De esta manera, cuando se perdió aquel talento que unía el genio civil y el militar, la elocuencia, el ejemplo, la virtud, aquel que según Martí era como un diamante con alma de beso, el otro, solo, se encierra en lo alto de la roca, como escribió Manuel Sanguily, en el momento de su caída. Fue como un sol que desciende en llamas a lo profundo del averno.

Fue Martí de una dulzura exquisita y parece mentira que un hombre de su estatura tuviese tiempo para expresiones tan hermosas, que ilustran la más grande altura del decoro humano: «Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Vd. Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio?». O cuando lejos recibe la noticia de que el anciano austero ha muerto con su único hijo varón distante, y escribe: «Mi padre acaba de morir, y gran parte de mí con él». O cuando dedica en página hermosa los Versos sencillos que tendrán una trascendencia que él jamás imaginó, y en los cuales está contenido un decálogo de enseñanzas eterno para los niños y para la juventud cubana.

Es el mismo hombre capaz de amar el amor humano, el amor de la mujer, el amor pasional. A Rosario de la Peña, en México, la más inconquistable, la que no accedió al reclamo del poeta Manuel Acuña, que se suicida agraviado por sus desdenes, le dice: «En ti pensaba yo, y en tus cabellos / Que el mundo de la sombra envidiaría. / Y puse un punto de mi vida en ellos / Y quise yo soñar que tú eras mía». Y a una cubana -camagüeyana por cierto-, oponente natural en belleza de la mexicana, que había llegado cerca de su propio hogar en México, no vacila en escribirle: «El infeliz que la manera ignore / De alzarse bien y caminar con brío, / De una virgen celeste se enamore / Y arda en su pecho el esplendor del mío».

Tal estro poético fue saludado por Rubén Darío, por Gabriela Mistral, por todos los grandes escritores de América de su tiempo, y sus versos quedaron para siempre impresos en el alma misteriosa de cada cubano. Así él lo vio, el dulcísimo misterio al que se refiere cuando evoca la palabra cubano.

Es por eso que al celebrar hoy su aniversario, cuando han pasado ya tantos años de aquel 28 de enero, su nombre emerge con fuerza poderosa, no ya como un hombre impecable sino como un hombre, no una figura infalible. La verdadera lealtad no es la incondicionalidad ante el error; la verdadera lealtad es el amor a la verdad, y ese amor a la verdad fue el suyo. Ese le llevó a no entender y a discrepar con los proyectos de los más consagrados guerreros. Sin embargo, le permitió unirlos y traerlos a Cuba. Le permitió ascender por resolución propia, el día en que le estaba prohibido hacerlo por una orden terminante, un risco que se elevaba en pos de un barranco, y cuando todos cruzaron y una voz dijo: «Apártese, que no es este su sitio», atravesó el barranco, jinete en el corcel que le había obsequiado con admiración el general José Maceo para que lo luciese en la Revolución, para entrar en el triángulo de la muerte. Un triángulo que evoca el equilátero triángulo de Cuba en el cual él, Martí, es la estrella refulgente. En ese triángulo se apagaría la vida, tal y como lo había previsto: «Siento dentro de mí un cántico que no puede ser otro que el de la muerte». Pero también había exclamado: «Mi verso crecerá: bajo la hierba / Yo también creceré…». Gracias a que se cumplió ese presagio, esa noble profecía, nos reunimos hoy en este lugar.

Cubanas y cubanos, estas piedras son de todos nosotros. En esta casa, levantada a lo largo de siglos, pasó su primera juventud el más insigne de todos los pedagogos cubanos, José de la Luz y Caballero. A las puertas de esta casa, mirando al Norte, al Golfo de California, está fray Junípero Serra, fundador que salió de aquí, a Los Ángeles, Santa Bárbara, San Diego… Mirando hacia el otro camino, hacia el Sur, salió otro gran predicador y evangelista, San Francisco Solano, con su violín y con su flauta. En este mismo lugar, en medio de un sitio pavoroso de casi dos meses, se detuvo el fuego de los cañones británicos para que fuese enterrado el glorioso defensor del Morro de La Habana, don Luis de Velasco. En este lugar, convertido en templo anglicano circunstancialmente, los británicos celebraron la primera tenida masónica de Cuba bajo un rito que aún conservan las fraternidades de la Isla. En este lugar, que el tiempo secularizó, la historia está presente como algo intangible.

Yo me alegro profundamente de que estén todos ustedes aquí este día, que nos acompañen en el XI aniversario de nuestra emisora y en el año 157 del nacimiento de José Martí. Casualmente ese año, el año 1853, murió en La Florida el presbítero Félix Varela, el santo de los cubanos, y también moría en tierra extraña aquel al que el propio Martí llamaría luego el cubano más útil de su tiempo -venezolano de cuna, pero cubano de corazón-, Domingo del Monte.

Se nos acusa de vivir de la memoria, de mirar continuamente al pasado, pero no miramos como la mujer de Lot, porque no nos convertiremos en una estatua de sal. En medio de la tempestad, en medio del ciclón arrasador, en medio de la batalla política de la Revolución inacabada, en medio de las acechanzas que en estos días ustedes con fuerza han discutido, emerge poderosa con sus palmas nuevas, con su esperanza intacta, la Cuba histórica inmortal a la cual todos nosotros tenemos que representar. A cada niño cubano que nazca en cualquier parte del mundo repítanle al oído: «Eres cubano, no olvides nunca que llevas en tu sangre, en el torrente de tu sangre, un pedazo de Cuba».

Muchas gracias.

(Palabras del doctor Eusebio Leal Spengler, Historiador de la Ciudad, en el acto por el XI aniversario de Habana Radio, celebrado en la Basílica Menor de San Francisco de Asís, el pasado 28 de enero.)

(Fuente Dirección de Patrimonio Cultural /Cubarte)

Tomado de: http://www.cubaperiodistas.cu/columnistas/eusebio_leal/01.htm